Hemos celebrado hace apenas seis
días la festividad
de San Pedro y San Pablo, los dos grandes próceres de una Iglesia que había de crecer hasta el
infinito, día apropiado para preguntarse: y bien, ¿qué sabemos de la relación
entre los dos?
Mucho la verdad, mucho más de lo que
imaginamos. Y todo ello… ¡sin salir de los textos canónicos! Tanto a través del
propio Pablo, que se refiere a Pedro en dos de sus epístolas, Primera a los Corintios y Gálatas, como a través de Lucas que algo relata en los Hechos de los Apóstoles.
Pues bien, de uno y otros
documentos, lo primero que se extrae es que Pablo respetaba sinceramente a Pedro (al que por cierto, salvo dos veces en que lo llama Pedro,
se refiere siempre a él por su sobrenombre en arameo, Cefas), en quien reconocía el especial carisma que le había sido
conferido sobre la comunidad:
“Y reconociendo la gracia que me
había sido concedida, Santiago, Cefas y Juan, que eran considerados como
columnas, nos tendieron la mano en señal de comunión a mí y a Bernabé” (Ga. 2, 9)
Así explica como su primer afán al
integrarse en la comunidad a la que con tanto ahínco perseguía antes, fue
conocerlo:
“Luego, de allí a tres años, subí a
Jerusalén para conocer a Cefas y permanecí quince días en su compañía”. (Ga. 1, 18)
Lo reconoce depositario de la
primera aparición de Jesucristo
una vez resucitado:
“Porque os transmití, en primer
lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las
Escrituras; que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, según las
Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce” (1 Co. 15, 3-5).
Y sin embargo, no resiste la
tentación de comparar su propia autoridad con la de Pedro, lo que si por un lado es un reconocimiento explícito de
ésta, por otro representa también una aspiración indisimulada de equipararla:
“El que actuó en Pedro para hacer de
él un apóstol de los circuncisos, actuó también en mí para hacerme apóstol de
los gentiles” (Ga. 2, 8).
El asunto no es baladí, y termina
produciendo una escisión en la comunidad, como el propio Pablo explica a los corintios:
“Me refiero a que cada uno de
vosotros dice: «Yo soy de Pablo», «Yo de Apolo», «Yo de Cefas», «Yo de Cristo»” (1Co. 1, 12-16).
Algo que, -justo es reconocer-, es
el propio Pablo el primero que
combate:
“¿Está
dividido Cristo? ¿Acaso fue Pablo crucificado por vosotros? ¿O habéis sido
bautizados en el nombre de Pablo?” (1Co. 1,
13).
Pero la tensión existió. No sólo
existió, sino que incluso, llegó a estallar abierta y públicamente:
“Mas, cuando vino Cefas a Antioquía,
me enfrenté con él cara a cara, porque era censurable” (Ga. 2, 11).
¿Qué había ocurrido? Pablo da su versión de los hechos:
“Pues antes de que llegaran algunos
de parte de Santiago, comía en compañía de los gentiles; pero una vez que
aquéllos llegaron, empezó a evitarlos y apartarse de ellos por miedo a los
circuncisos. Y los demás judíos disimularon como él, hasta el punto de que el
mismo Bernabé se vio arrastrado a la simulación.
Pero en cuanto vi que no procedían
rectamente, conforme a la verdad del Evangelio, dije a Cefas en presencia de
todos: «Si tú, siendo judío, vives como gentil y no como judío, ¿cómo fuerzas a
los gentiles a judaizar?»” (Ga. 2, 12-14)
El violento enfrentamiento tiene una
consecuencia inmediata no sé si esperable o no esperable: la aceptación por
parte de Pedro de los puntos de
vista de Pablo. Tanto así que
una vez en Jerusalén, esto es lo que ocurre. Nos lo cuenta Lucas esta vez:
“Cuando Pedro subió a Jerusalén, los
de la circuncisión se lo reprochaban diciéndole: “Has entrado en casa de
incircuncisos y has comido con ellos”” (Hch. 11,
1-3).
Lo que ocurre luego nos lo sigue
contando Lucas:
“Bajaron algunos de Judea que
enseñaban a los hermanos: «Si no os circuncidáis conforme a la costumbre
mosaica, no podéis salvaros.» Se produjo con esto una agitación y una discusión
no pequeña de Pablo y Bernabé contra ellos; y decidieron que Pablo y Bernabé y
algunos más de ellos subieran a Jerusalén, adonde los apóstoles y presbíteros,
para tratar esta cuestión […].
Llegados a Jerusalén fueron
recibidos por la iglesia y por los apóstoles y presbíteros, y contaron cuanto
Dios había hecho juntamente con ellos.
Pero algunos de la secta de los
fariseos, que habían abrazado la fe, se levantaron para decir que era necesario
circuncidar a los gentiles y mandarles guardar la Ley de Moisés. Se reunieron
entonces los apóstoles y presbíteros para tratar este asunto” (Hch. 15, 1-6).
Es lo que se da en llamar el Concilio de Jerusalén, acontecido
probablemente hacia el año 47 d. C.. Un concilio en el que un Pedro totalmente ganado para la causa
de Pablo realiza este apasionado
y clarísimo discurso:
“Hermanos, vosotros sabéis que ya
desde los primeros días me eligió Dios entre vosotros para que por mi boca
oyesen los gentiles la palabra de la Buena Nueva y creyeran. Y Dios, conocedor
de los corazones, dio testimonio en su favor comunicándoles el Espíritu Santo
como a nosotros; y no hizo distinción alguna entre ellos y nosotros, pues
purificó sus corazones con la fe. ¿Por qué, pues, ahora tentáis a Dios
imponiendo sobre el cuello de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni
nosotros pudimos sobrellevar? Nosotros creemos más bien que nos salvamos por la
gracia del Señor Jesús, del mismo modo que ellos” (Hch. 15, 7-11).
Que sirve para cerrar el Concilio de Jerusalén con una
sentencia totalmente conveniente para la causa de los partidarios de incorporar
a la Iglesia de Cristo también a los venidos del mundo de la gentilidad sin
necesidad siquiera ni de circuncidarse, ni de acudir al Templo, ni de practicar
los muchos rituales judíos, ni siquiera las estrictas prescripciones
alimentarias, con esta sola excepción:
“Hemos decidido el Espíritu Santo y
nosotros [los apóstoles constituidos en
colegio] no imponeros más cargas que éstas indispensables: abstenerse de lo
sacrificado a los ídolos, de la sangre, de los animales estrangulados y de la
impureza. Haréis bien en guardaros de estas cosas. Adiós” (Hch. 15, 28-29).
He aquí pues resumida, la relación
que unió a los dos grandes líderes del paleocristianismo, Pedro y Pablo, que luego habrían de encontrarse una vez más en Roma y
puede que, como vimos ayer, hasta morir el mismo día. Pero todo ello, aun
siendo no menos interesante, es harina de otro costal, las fuentes ya no son
estrictamente las canónicas, y por lo tanto, parece oportuno dejarlo para mejor
ocasión. Que por hoy, y como tantas veces les digo, ya hemos tenido bastante ¿no
les parece?
Luis
Antequera
No hay comentarios:
Publicar un comentario