viernes, 6 de julio de 2012

HISTORIAS SOBRE MARIA # IX


A los diecisiete años de edad, San Francisco de Sales se hallaba en Paris dedicado a sus estudios y entregado juntamente a la devoción y al santo amor de Dios, que le tenía embriagado en dulces delicias del Cielo; cuando el señor para probarle y estrecharle más en su amor, permitió que el demonio le hiciera creer que todo cuanto hacía era perdido, porque estaba reprobado en los decretos divinos.

La oscuridad y la sequedad en que quiso dejarle Dios al mismo tiempo, haciéndole insensible a los afectos más dulces de la divina bondad,  hicieron que la tentación adquiriera fuerza para afligir el corazón del santo joven; de suerte que la causa de estos temores y desamparo, vino a perder el apetito, el sueño, el color y la alegría, de manera que causaba compasión a cuantos le miraban.

Durante tan terrible lucha, el santo no sabia concebir otros pensamientos ni proferir otras palabras que de desconfianza y de dolor:

-Estaré – decía – acaso privado de la gracia de mi Dios, que tan amble, tan suave se me ha manifestado en el tiempo pasado? Oh amor, oh belleza a quien yo he consagrado todos mis afectos. Y no gozaré ya más de tus consuelos? Oh Virgen Madre de Dios. La más hermosa entre las hijas de Jerusalén, no te he de ver ya en el cielo? Ah Señora, si no he de ver tu bello rostro, no permitas a lo menos que te blasfeme o maldiga en el infierno.

Tales eran entonces los sentimientos de aquel corazón afligido y enamorado de Dios y de la Virgen. La tentación duró un mes; pero finalmente el Señor se compadeció, liberándole, por la intercesión de la consoladora del mundo, María santísima, a la cual el santo había consagrado ya su virginidad, y en la que, decía, había colocado todas sus esperanzas.

Al retirarse una tarde a su casa, entró en una Iglesia, en cuya pared había una tablilla suspendida; leyó, y halló esta oración de San Agustín: “Acuérdate, Oh piadosísima Señora, que no se ha oído decir, desde que existe el mundo, que hayas desamparado a ninguno de los que han acudido a Ti. Y por eso perdóname si te digo que no quiero ser este primer desdichado que, acudiendo a ti, haya de quedar abandonado”.

Postrándose allí delante del altar de la divina Madre, rezó fervorosamente esta oración, renovó el voto de virginidad, prometió rezarle cada día el Rosario, y después dijo: “Reina mía, se mi abogada para con tu Hijo, a quien no me atrevo recurrir. Madre mía, si yo infeliz en el otro mundo no he de poder amar a mi Señor, que conozco tan digno de ser amado, alcánzame a lo menos que en este mundo le ame cuanto pueda. Esta es la gracia que te pido y espero de Ti”.

Después de haber orado asi a la divina Virgen, se abandonó en los brazos de la divina misericordia, resignándose enteramente con la divina voluntad. Mas apenas había concluido la oración, he aquí que de repente la dulcísima Madre le libró de la tentación, recobrando luego la paz interior, y con ella también la salud del cuerpo. Y desde entonces prosiguió viviendo devotísimo de María, cuyas alabanzas y misericordias no cesó después de publicar toda su vida en libros y sermones.

San Alfonso María de Ligorio – Doctor de la Iglesia.

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