Seamos realistas: esa soberbia sólo cabe en una loca fantasía. Hemos de luchar contra otras formas más sutiles, más frecuentes: el orgullo de preferir la propia excelencia a la del prójimo; la
vanidad en las conversaciones, en los pensamientos y en los gestos; una susceptibilidad casi enfermiza, que se siente ofendida ante palabras y acciones que no significan en modo alguno un agravio.
Todo esto sí que puede ser, que es, una tentación corriente. El hombre se considera, a sí mismo, como el sol y el centro de los que están a su alrededor. Todo debe girar en torno a él. Y no raramente recurre, con su afán morboso, hasta la simulación del dolor, de la tristeza y de la enfermedad: para que los demás lo cuiden y lo mimen.
La mayor parte de los conflictos, que se plantean en la vida interior de muchas gentes, los fabrica la imaginación: que si han dicho, que si pensarán, que si me consideran... Y esa pobre alma sufre, por su triste fatuidad, con sospechas que no son reales. En esa aventura desgraciada, su amargura es continua y procura producir desasosiego en los demás: porque no sabe ser humilde, porque no ha aprendido a olvidarse de sí misma para darse, generosamente, al servicio de los otros por amor de Dios.
UN BORRICO POR TRONO
Acudamos de nuevo al Evangelio. Mirémonos en nuestro modelo, en Cristo Jesús. Santiago y Juan, por intermedio de su madre, han solicitado de Cristo colocarse a su izquierda y a su derecha. Los demás discípulos se indignan con ellos. Y Nuestro Señor, ¿qué contesta?: quien
quisiere hacerse mayor, ha de ser vuestro criado; y quien quisiere ser entre vosotros el primero, debe hacerse siervo de todos; porque aun el Hijo del hombre no vino a que le sirviesen, sino a servir, y a dar su vida por redención de muchos [186].
En otra ocasión yendo a Cafarnaúm, quizá Jesús - como en otras jornadas - iba delante de ellos. Y estando ya en casa les preguntó: ¿de qué ibais tratando en el camino? Pero los discípulos
callaban, yes que habían tenido -una vez más- una disputa entre sí, sobre quién de ellos era el mayor de todos. Entonces Jesús, sentándose, llamó a los doce, y les dijo: si alguno pretende ser el primero, hágase el último de todos y el siervo de todos, y cogiendo a un niño le puso en medio de ellos y después de abrazarle, prosiguió: cualquiera que acogiere a uno de estos niños por amor
mío, a mí me acoge, y cualquiera que me acoge, no sólo me acoge a mí, sino también al que a mí me ha enviado [187].
¿No os enamora este modo de proceder de Jesús? Les enseña la doctrina y, para que entiendan, les pone un ejemplo vivo. Llama a un niño, de los que correrían por aquella casa, y le estrecha
contra su pecho. ¡Este silencio elocuente de Nuestro Señor! Ya lo ha dicho todo: El ama a los que se hacen como niños. Después añade que el resultado de esta sencillez, de esta humildad de espíritu es poder abrazarle a El y al Padre que está en los cielos.
Cuando se acerca el momento de su Pasión, y Jesús quiere mostrar de un modo gráfico su realeza, entra triunfalmente en Jerusalén, ¡montado en un borrico! Estaba escrito que el Mesías había de ser un rey de humildad: anunciad a la hija de Sion: mira que viene a ti tu Rey lleno
de mansedumbre, sentado sobre una asna y su pollino, hijo de la que está acostumbrada al yugo [188].
Ahora, en la Ultima Cena, Cristo ha preparado todo para despedirse de sus discípulos, mientras ellos se han enzarzado en una enésima contienda sobre quién de ese grupo escogido sería
reputado el mayor. Jesús se levanta de la mesa y quitase sus vestidos, y habiendo tomado una toalla, se la ciñe. Echa después agua en un lebrillo y pon ese a lavar los pies de los discípulos y a limpiárselos con la toalla que se había ceñido [189].De nuevo ha predicado con el ejemplo, con las obras. Ante los discípulos, que discutían por motivos de soberbia y de vanagloria, Jesús se
inclina y cumple gustosamente el oficio de siervo. Luego, cuando vuelve a la mesa, les comenta: ¿comprendéis lo que acabo de hacer con vosotros? Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, que soy el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, debéis también vosotros lavaros los pies uno al otro [190]. A mí me conmueve esta delicadeza de nuestro Cristo.
Porque no afirma: si yo me ocupo de esto, ¿cuánto más tendríais que realizar vosotros? Se coloca al mismo nivel, no coacciona: fustiga amorosamente la falta de generosidad de aquellos hombres.
Como a los primeros doce, también a nosotros el Señor puede insinuarnos y nos insinúa continuamente: exemplum dedi vobis [191], os he dado ejemplo de humildad. Me he convertido en siervo, para que vosotros sepáis, con el corazón manso y humilde, servir a todos los
hombres.
Frutos de la humildad
Cuanto más grande seas, humíllate más y hallarás gracia ante el Señor [192]. Si somos
humildes, Dios no os abandonará nunca. El humilla la altivez del soberbio, pero salva a los humildes. El libera al inocente, que por la pureza de sus manos será rescatado [193]. La infinita misericordia del Señor no tarda en acudir en socorro del que lo llama desde la humildad. Y entonces actúa como quien es: como Dios Omnipotente. Aunque haya muchos peligros, aunque el alma parezca acosada, aunque se encuentre cercada por todas partes por los enemigos de su
salvación, no perecerá. Y esto no es sólo tradición de otros tiempos: sigue sucediendo ahora.
Al leer la Epístola de hoy, veía a Daniel metido entre aquellos leones hambrientos, y, sin pesimismo - no puedo decir que cualquier tiempo pasado fue mejor, porque todos los tiempos han sido buenos y malos -, consideraba que también en los momentos actuales andan muchos
leones sueltos, y nosotros hemos de vivir en este ambiente. Leones que buscan a quien devorar: tanquam leo rugienscircuit quaerens quem devoret [194].
¿Cómo evitaremos esas fieras? Quizá no nos ocurra como a Daniel. Yo no soy milagrero, pero amo esa grandiosidad de Dios, y entiendo que le hubiera sido más fácil aplacar el hambre del profeta, oponerle delante un alimento; y no lo hizo. Dispuso, en cambio, que desde Judea
se trasladara milagrosamente otro profeta, Habacuc, a llevarle la comida. No le importó obrar un prodigio grande, porque Daniel no se hallaba en aquel pozo porque sí, sino por una injusticia de los secuaces del diablo, por ser servidor de Dios y destructor de ídolos.
Nosotros, sin portentos espectaculares, con normalidad de ordinaria vida cristiana, con una siembra de paz y de alegría, hemos de destruir también muchos ídolos: el de la incomprensión, el de la injusticia, el de la ignorancia, el de la pretendida suficiencia humana que vuelve arrogante la espalda a Dios.
No os asustéis, ni temáis ningún daño, aunque las circunstancias en que trabajéis sean tremendas, peores que las de Daniel en la fosa con aquellos animales voraces. Las manos de Dios son igualmente poderosas y, si fuera necesario, harían maravillas. ¡Fieles! Con una fidelidad amorosa, consciente, alegre, a la doctrina de Cristo, persuadidos de que los años de ahora no son peores que los de otros siglos, y de que el Señor es el de siempre.
Conocí a un anciano sacerdote, que afirmaba - sonriente - de sí mismo: yo estoy siempre tranquilo, tranquilo. Y así hemos de encontrarnos siempre nosotros, metidos en el mundo, rodeados de leones hambrientos, pero sin perder la paz: tranquilos. Con amor, con fe, con
esperanza, sin olvidar jamás que, si conviene, el Señor multiplicará los milagros.
Os recuerdo que si sois sinceros, si os mostráis como sois, si os endiosáis, a base de humildad, no de soberbia, vosotros y yo permaneceremos seguros en cualquier ambiente: podremos hablar
siempre de victorias, y nos llamaremos vencedores. Con esas íntimas victorias del amor de Dios, que trae En la serenidad, la felicidad del alma, la comprensión.
La humildad nos empujará a que llevemos a cabo grandes labores; pero a condición de que no perdamos de vista la conciencia de nuestra poquedad, con un convencimiento de nuestra pobre
indigencia que crezca cada día. Admite sin vacilaciones que eres un servidor obligado a realizar un gran número de servicios. No te pavonees por ser llamado hijo de Dios - reconozcamos la gracia, pero no olvidemos nuestra naturaleza -; no te engrías si has servido bien, porque has cumplido lo que tenías que hacer.
El sol efectúa su tarea, la luna obedece; los ángeles desempeñan su cometido. El instrumento escogido por el Señor para los gentiles, dice: yo no merezco el nombre de Apóstol, porque he perseguido la Iglesia de Dios (1 Cor XV, 9)... Tampoco nosotros pretendamos ser alabados por nosotros mismos [195], 8, 32 (PL 15, 1774).: por nuestros méritos, siempre mezquinos.
HUMILDAD Y ALEGRÍA
Líbrame de todo lo malo y perverso que hay en el hombre [196]. De nuevo el texto de la Misa nos
habla del buen endiosamiento: destaca ante nuestros ojos la mala pasta de que estamos formados, con todas las malvadas inclinaciones; y después suplica: emitte lucem tuam [197], envía tu luz y tu verdad, que me han guiado y traído a tu monte santo. No me importa contaros que me he emocionado al recitar estas palabras del Gradual.
¿Cómo nos hemos de comportar para adquirir ese endiosamiento bueno? En el Evangelio leemos que Jesús no quería ir a Judea, porque los judíos le buscaban para matarle [198]. El, que con un deseo de su voluntad podría eliminar a sus enemigos, ponía también los medios humanos. El, que era Dios y le bastaba una decisión suya para cambiar las circunstancias, nos ha dejado una lección encantadora: no fue a Judea. Sus parientes le dijeron: aléjate de este país y ve a Judea, para que tus discípulos admiren también tus obras [199]. Pretendían que hiciese espectáculo.
¿Lo veis? ¿Veis que es una lección de endiosamiento bueno y endiosamiento malo?
Endiosamiento bueno: esperen en Ti - canta el Ofertorio - todos los que conocen tu nombre, Señor, porque nunca abandonas a los que te buscan [200]. Y viene el regocijo de este barro lleno de lañas, porque no se ha olvidado de las oraciones de los pobres [201], de los humildes.
No concedáis el menor crédito a los que presentan la virtud de la humildad como apocamiento humano, o como una condena perpetua a la tristeza. Sentirse barro, recompuesto con lañas, es
fuente continua de alegría; significa reconocerse poca cosa delante de Dios: niño, hijo. ¿Y hay mayor alegría que la del que, sabiéndose pobre y débil, se sabe también hijo de Dios? ¿Por qué nos entristecemos los hombres? Porque la vida en la tierra no se desarrolla como nosotros personalmente esperábamos, porque surgen obstáculos que impiden o dificultan seguir adelante en la satisfacción de lo que pretendemos.
Nada de esto ocurre, cuando el alma vive esa realidad sobrenatural de su filiación divina. Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? [202]. Que estén tristes los que se empeñan en no reconocerse hijos de Dios, vengo repitiendo desde siempre.
Para terminar, descubrimos en la liturgia de hoy dos peticiones que han de salir como saetas, de nuestra boca y de nuestro corazón: concédenos, Señor Todopoderoso, que realizando siempre los divinos misterios merezcamos acercarnos a los dones celestiales [203]. Y, te rogamos, Señor, que nos concedas servirte constantemente según tu voluntad [204]. Servir, servir, hijos míos, es lo nuestro; ser criados de todos, para que en nuestros días el pueblo fiel aumente en mérito y número [irad a María. Jamás criatura alguna se ha entregado con más humildad a los designios de Dios. La humildad de la ancilla Domini [206], de la esclava del Señor, es el motivo de que la invoquemos como causa nostra e laetitiae, causa de nuestra alegría. Eva, después de pecar
queriendo en su locura igualarse a Dios, se escondía del Señor y se avergonzaba: estaba triste. María, al confesarse esclava del Señor, es hecha Madre del Verbo divino, y se llena de gozo. Que este júbilo suyo, de Madre buena, se nos pegue a todos nosotros que salgamos en esto a Ella - a Santa María -, y así nos pareceremos más a Cristo.
Publicado por: Wilson
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