En la medida en que una persona va avanzando en el lento progresar del desarrollo de su vida espiritual…, se va quedando cada vez más maravillada, de lo que es y representa su propia alma y
también las almas de los demás, a las cuales aprende a amarlas tal como el Señor desea. No nos engañemos, es nuestra alma y no nuestro cuerpo, la que nos hace ser felices o infelices, virtuosos o viciosos, generosos o tacaños, agradecidos o desagradecidos, pacientes o impacientes, fieles o infieles, discretos o charlatanes, humildes o soberbios, serenos o apasionados, ella es la que refleja el amor que Dios le dona, y consecuentemente ella ama reflejando en los demás su amor, o desgraciadamente por el contrario odia hasta extremos insospechados. Ella es la que recibe y aprovecha o desperdicia las gracias divinas; en ella es donde reside el don de nuestra fe, para aquellos que la tengan, naturalmente pues no todo el mundo desgraciadamente es creyente y sobre todo, es ella, la que en definitiva se salvará o se condenará, para la eternidad que la espera.
Nuestra alma fue creada directamente por Dios a diferencia de nuestro cuerpo, que fue
creado por nuestros padres, utilizando la facultad que a este respecto Dios ha concedido a todo hombre y mujer. Como sabemos Dios es espíritu puro, tal como lo es nuestra alma, y es por ellos que es nuestra alma y no nuestro cuerpo, es la que se relaciona con Dios, porque es ella y no nuestro cuerpo, la que ha sido creada a imagen y semejanza de Dios. “Y dijo Dios: Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra”. (Gn 2,26). Nuestro cuerpo no es semejante a Dios, sencillamente porque Dios carece de cuerpo, Dios no es materia, es Espíritu puro, Espíritu de Amor y Luz.
Ella, nuestra alma, como perteneciente al orden del espíritu, al orden de lo espiritual, es eterna sea para bien o para mal ella nunca desaparecerá, nunca morirá a diferencia de nuestro cuerpo que perteneciente a un orden inferior que es el de la materia, ineludiblemente desaparecerá, aunque reaparecerá convertido en un cuerpo glorioso, tal como lo es el de Jesucristo. En relación
a este tema, en la epístola a los hebreos atribuida a San Pablo podemos leer: “Por la fe, sabemos que el universo fue formado por la palabra de Dios, (espíritu) de manera que lo que se ve (materia) resultase de lo que no aparece (espíritu)”. (Hb 11,3).
Nuestro futuro cuerpo glorificado será eterno, carecerá de necesidades materiales y gozará de unas cualidades desconocidas por nosotros, cuales son: claridad, agilitad, impasibilidad y sutileza. En virtud de la claridad, nuestros cuerpos brillarán resplandecientemente como todo cuerpo glorificado. El profeta Daniel, describiendo el triunfo final de los elegidos, dice que: “Los hombres prudentes resplandecerán como el resplandor del firmamento, y los que hayan enseñado a muchos la justicia brillarán como las estrellas, por los siglos de los siglos.
(Dan 12,3). También el Señor nos dejó dicho, que: “Los justos brillarán como el sol en el Reino del Padre” (Mt 13,43)”. Nos cuenta Santa Teresa, que en una visión sublime, le mostró nuestro Señor Jesucristo, nada más que una de sus manos glorificadas. Y decía que la luz del sol es fea y apagada comparada con el resplandor de la mano glorificada del Señor. Y añadía que ese resplandor con ser intensísimo, no molesta, no daña la vista, sino que, al contrario, la llena de gozo y de deleite. Más de una vez nos hemos referido a la Luz que emana del Señor, como un luz de amor, que genera amor, pues tan como San Juan reiteradamente nos manifiesta: “Dios es amor y solo amor”.
La segunda cualidad del cuerpo glorioso es la agilidad. Consta expresamente en varios pasajes de las Sagradas Escrituras, que: “Al tiempo de la recompensa brillarán y discurrirán como centellas en cañaveral”. (Sap 3,7).
Ello quiere decir, según Royo Marín, que los bienaventurados podrán trasladarse corporalmente a distancias remotísimas casi instantáneamente. En el cielo, el cuerpo gloroficado acompañará al pensamiento a cualquier parte donde quiera trasladarse, por remoto que sea el destino. La tercera cualidad es la impasibilidad, en virtud de la cual esta exime al cuerpo de toda clase de
padecimientos. "Ya no tendrán hambre ni sed; ya nos les molestará el sol ni bochorno alguno. Porque el Cordero que está en medio del trono los apacentará y los guiará a los manantiales de las aguas de la vida. Y Dios enjugará toda lágrima de sus ojos”. (Ap 7,16-17). Y la cuarta cualidad es la sutileza en virtud de la cual un cuerpo puede atravesar otro cuerpo. Dice el apóstol San Pablo, que: “El cuerpo se siembra animal y resucitará espiritual” (1Cor 15,44). No quiere decir que se transformará en espíritu, pero al menos esto parece deducirse de las palabras de San Pablo. Se podría pensar que el cuerpo glorioso, seguiría seguirá siendo corporal, pero quedará como espiritualizado: totalmente dominado, regido y gobernado por el alma, que le manejará a su gusto sin que le ofrezca la menor resistencia. Como quiera que sea, lo cierto es que podremos atravesar los seres corpóreos con la misma naturalidad y sencillez con que un rayo de sol atraviesa un cristal sin romperlo ni mancharlo.
Esto es lo que nos espera, pero centrándonos en lo que ahora tenemos y en relación a ello
nos dice San Pablo: "Por eso no desfallezcamos. Aun cuando nuestro hombre exterior se vaya desmoronando, el hombre interior se va renovando de día en día. En efecto, la leve tribulación de un momento nos produce, sobre toda medida, un pesado caudal de gloria eterna, en cuanto no
ponemos nuestros ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; pues las cosas visibles son pasajeras, más las invisibles son eternas”. (2Co 4,16-18). En la medida que vamos avanzan en el curso de nuestras vidas, si nos preocupamos de desarrollar nuestra vida espiritual y por ello engrandecer nuestra alma, ella día a día nos va proporcionando una nueva visión de la vida
humana. Los ojos y los demás sentidos de nuestra alma van creciendo y proporcionándonos nuevos pensamientos e imágenes desconocidas que nos llevan a transformarnos y cuando queremos darnos cuenta, vemos que vamos dejando atrás el hombre viejo que éramos.
Es la mano de Dios y su divina gracia, que va calando en nuestra alma y cuando queremos
darnos cuenta, el Señor nos ha dado la vuelta como a un calcetín. Es entonces cuando nuestra escala de valores y nuestras prioridades se han alterado totalmente y si se sigue avanzando por este camino, poco a poco se puede llegar a la vía unitiva y solo atender a las necesidades de nuestra alma. Es en esta situación cuando Santa Teresa en uno de sus michos arrebatos de amor al Señor, compuso estos versos que dicen:
¡Ay, qué larga es esta vida!, ¡qué duros estos destierros!, ¡esta cárcel estos hierros, en que el alma está metida! Sólo esperar la salida me causa dolor tan fiero, que muero porque no muero. Y es también cuando encontrándose en esta vía unitiva San Pablo escribió: "Y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí”. (Gal 2,20).
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Juan del Carmelo
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