Una mirada a nuestro pasado más reciente puede hacernos descubrir que la fealdad se ha adueñado de todos los órdenes del modo más evidente. Así por ejemplo siempre han existido
programas de televisión chuscos, pero eran la excepción o el buque insignia que rompía moldes. Hoy el molde televisivo es el embrutecimiento, la violencia visual o dialéctica en todos los formatos y a todas horas. Hasta los dibujos infantiles actuales muestran de modo paradigmático ese culto a la fealdad, a lo oscuro, a lo antiestético. Y ese retorno al pasado más reciente nos descubre que no siempre fue así. Antes pudo haber un Marco, o una Heidi, o un Ruy, o un
Dartacán, ahora nuestros hijos beben montajes rapidísimos de personajes zafios, violentos o estúpidos: Bob Esponja o Chowder se bastan y sobran para ejemplificar la deriva a la fealdad.
Es una constatación sincera que llega hasta lo más profundo de la sociedad. Y basten dos manifestaciones diarias, la violencia en la conducción o los hogares adueñados por un ruido de fondo continuo y constante sin el que no se sabe vivir: la televisión. Son sólo ejemplos, cierto, pero notorios, de como se ha embrutecido el vivir diario.
Necesitamos del ruido, del continuo movimiento. Los mismo montajes televisivos, las series, los dibujos o las películas exigen de tal ritmo para captar la atención. Y en este trajín existencial, que lleva aparejado la imposibilidad para reflexionar o su dificultamiento, el día a día manifiesta la deriva a lo brutal, a lo inhumano.
Las modas cambiantes, ese fashion victim, muestra una tendencia analizable: cada vez las prendas han ido recortando su necesidad de tela, pasando de una búsqueda de la belleza femenina, a un deslizamiento hacia tejidos más sutiles - cuando los hay - donde lo que se muestra es cuerpo y no mujer. La belleza ha dado paso a la corporalidad. Y la moda se ha empeñado en ello. Pero los mismos valores que se predican por los medios - o los líderes - han olvidado los principios sobre los que se fundan para quedarse en elecciones subjetivas de, curiosamente, carnalidad. El mercado tiende a resaltar la carnalidad, la carnalidad sexual o la carnalidad
del placer. Pero los que dirigen los mercados tienden a resaltar la instrumentalidad de esa carnalidad: producción, crecimiento. Lo que sea el hombre, su destino o su dignidad, queda oculto, impedido, silenciado. Sólo quedan valores que se reducen a resaltar los sentidos más primarios, posibilitando el embrutecimiento de las sociedades, y con ello impidiendo su sostenimiento.
Es signo, síntoma si se quiere, de enfermedad terminal. Pero síntoma que se manifiesta en la misma Iglesia, donde el culto al ruido, la fealdad o el activismo golpea el día a día de
parroquias, movimientos o fieles. Es un empeño colectivo por embarcarse en el
embrutecimiento, en la fealdad, eso sí, sin constancia de ello, porque el ruido existencial atenúa la constatación de tal evidencia. O bien se viste de “técnicas”, “actividades” o “apertura”. Pero lo que hay en el fondo es el vértigo a la realidad: la ausencia de tensión hacia lo Alto.
El hombre vive anclado en la incertidumbre del mañana, y las estructuras sociales pueden facilitar respuestas o impedirlas. Porque el mañana del hombre no es sólo la esperanza en una vida mejor, sino la pregunta esencial de su porqué más íntimo, de su hacía donde más definitivo. Y esta sociedad, escondiendo el hecho religioso, burlando la realidad de Dios, oprime la vida del hombre y le carnaliza. Carnalización que, por más que se quiera negar, rebaja al hombre al nivel de la peor bestia. Así, y paradójicamente, los mismos que han perseguido el hecho religioso, quieren - nuestros masones actuales - revitalizar las metas elevadas del hombre, sus valores. Pero rotos los principios, roto el enlace con un Dios que nos habla de nosotros mismos y de nuestro destino, lo que la realidad muestra es la caída al abismo de la fealdad y el embrutecimiento. No es extraño, entonces, que ese padre del ateísmo moderno quiera erigir un hermoso templo al ateísmo, escandalizado de que sólo la fe haya dado belleza al ser humano. Pero no comprende que es justo por la fe por lo que se descubre la belleza. El abandono de esa tensión hacia lo Alto ha mostrado a lo largo de la historia que sólo trae como frutos el embrutecimiento, la fealdad y la violencia. Y hoy lo constatamos día a día, y en todos los órdenes. No en vano la misma economía se está resintiendo de tales carencias: ya el factor trabajo no es un bien social, sino una carga que impide una mayor competitividad. ¿Competitividad hacía donde? Hacia el abismo.
Mal hacen las iglesias particulares en querer entender su misión y su destino a la luz de las categorías contemporáneas. El hombre de hoy no necesita que le hablen en su lenguaje, sino que le eleven a la luz. No es cuestión de técnicas, estrategias o programas. Porque ese lenguaje posiciona al interlocutor al nivel del receptor, pero no le eleva, no le muestra el camino que le libre de la opresión de la fealdad, la injusticia o el embrutecimiento. Esa verdad que da sentido sólo la encontrará en Dios, y a Dios se le debe permitir "aparecer", no esconderlo en “valores contemporáneos, estrategias o programas”. El encuentro con Dios es lo único que nos elevará de esa sima en la que yacemos los hombres de hoy. Pero para encontrar a Dios hay que buscarle,
y la búsqueda debe ser favorecida con la belleza, el silencio, la reflexión.
Entonces se descubre como las estructuras están confabuladas para impedir todo esto. Porque aunque se quiera la opción por otro tipo de vida parece no posible, tal es el nudo que las estructuras actuales han tendido al hombre y él sin ser consciente. Y aún con todo, bien podría entonces favorecerse el encuentro con la belleza, con las verdades esenciales sobre el hombre, a través de programas o estrategias, como camino que facilite liberar al hombre de esas ataduras. Sin embargo ni hay tiempo ni posibilidad, porque ha sido tal el silenciamiento de Dios en nuestras vidas que hasta la sensibilidad por lo bello se ha ido perdiendo. Qué si no el permitir a
nuestras adolescentes vestir como prostitutas y el querer las más adultas emularlas. Lo bello y lo femenino es la primera base que ha cedido. Y las tendencias sociales muestran lo difícil que será recuperarlo, en primer lugar porque no se es consciente de que primero ha sido perdido. Es constatación sincera, la ausencia de Dios lleva no sólo a un embrutecimiento de los sentidos sino de la inteligencia.
Sí, a gran escala parece difícil dar esos pasos hacia la recuperación de la belleza, de lo espiritual, de lo divino. Pero es ese justamente el misterio de Dios: que Él trabaja con pequeños pasos para luego obrar el maravilloso resurgir del alma en el mundo.
Lo contaba la siempre cautivadora Jeanne Le Royer, que quiso llamarse en clausura soeur de la Nativité.
Esta iletrada monja clarisa mantuvo encantadores diálogos con el Cielo, llenos de colorido y una gran fuerza plástica. Gustaba el Señor hablarle con imágenes, con símbolos visuales que, las más de las veces, acababa por explicarle su significado tal era su incapacidad para ir más allá o su confiada tenacidad reclamando explicaciones. Y así fue en aquella visión donde se le hizo ver como sobre una montaña crecía un hermoso árbol, frondoso, lleno de agradables y aromáticos frutos, gozoso a la vista. Árbol fuerte, de contornos simétricos y rico en frutos. Y al lado, cerca
de éste, vio otro árbol, también fuerte y bien plantado, que, a diferencia del otro, terminaba en dos vértices o copas. Pero igualmente gustoso de ver y generoso en frutos. Y ahí se andaba sor de la Natividad contemplando tales árboles cuando ve emerger, en medio de entrambos, un tercer árbol. Ocupando el espacio que separaba a los otros. Pero era un árbol sin frutos ni flores, de
buena apariencia, frondoso, pero infértil. Y de hojas similares a los anteriores, que parecía de la misma especie. Pero comenzó el tal árbol a menearse violentamente de derecha a izquierda, golpeando al primer árbol y al segundo. Al primero no pudo hacerle nada, al segundo le arrancó frutos, flores y hojas, quedando la raíz y el tronco, hasta el punto de que ese tercer árbol
casi parecía fundir su copa con las dos copas del segundo. “Después de esto oí una voz gritar: cortad el tronco desde la raíz y así habrá forma de conservar los dos primeros árboles”.
Y fue escuchar esas palabras y ver derribar el árbol maldito y caer por la falda de la montaña. Y entonces se le explicó la visión. El primer árbol es la Iglesia, el segundo el estado religiosa en sus vertientes masculina y femenina. El tercer árbol “ese árbol silvestre, es la moderna filosofía que hará lo posible por persuadir a la Iglesia de que ella tomará sobre sí el oficio de perfeccionarla
y llevarla a su primitiva perfección, oponiendo a las virtudes del cristiano virtudes meramente humanas y morales, de las que hará una gran ostentación, no obstante su incapacidad para para la salud eterna.
Pero la religión y la Iglesia sobrevivirán a esta tormenta. La raíz y el tronco del segundo árbol que ahora sólo quedan indican que no todo es imposible para el estado religioso, porque encontrará una manera de escapar de sus opresores, renaciendo de sus cenizas y reapareciendo más
bello de su naufragio.”
¿Cuál será esa forma de escapar del naufragio? Eso no le fue dicho a sor de la Natividad, pero a la luz de todo lo anterior llaman la atención esas reiteradas palabras de Benedicto XVI recordando
esos focos benedictinos que desde la antigüedad construyeron Europa, salvaron la cultura y la fe y elevaron el alma del hombre. Como si quisiera constatar, tal es la situación, que hoy como ayer serán pequeños focos de fe fuerte y firme, de vida coherente y radical, los que vuelvan a levantar el alma dormida del mundo.
Cesar Uribarri
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