No sé si a ustedes les sucederá lo mismo. Cada vez que uno habla como católico con algún grupo de personas no creyentes, especialmente si se trata de jóvenes, salen a relucir casi siempre los mismos tópicos acerca de la Iglesia.
Uno de ellos, por supuesto, es el de la sexualidad. Ya sea el tema, desgraciadamente en boga, de los abusos, hasta el preservativo, la homosexualidad, o, finalmente, cualquier otro aspecto de una moral que se considera restrictiva y absurda.
No quiero hoy centrarme en nada de esto en concreto, sino ir más bien al fondo de la cuestión. Aquí hay un hecho que es evidente: la sociedad en general (exceptuando, por supuesto, a los católicos más comprometidos, y de éstos, aún no a todos) vive con la idea general de que el sexo y el cristianismo son dos realidades que se compaginan muy mal. En algunas encuestas (como las realizadas en el País Vasco) reflejan, además, que es este el aspecto que más separa a las
nuevas generaciones de la Iglesia como institución.
El tema, por supuesto, ha sido objeto de mucha discusión, existe una buena cantidad de literatura científica, en los ámbitos de la historia, la filosofía, la psicología y la moral que ha intentado darle una explicación (¡hasta nosotros mismos hemos realizado alguna modesta aportación!). Las conclusiones son bastante similares casi siempre: simplificando mucho podríamos apuntar a una fuerte influencia filosófica de tipo gnóstico en los primeros siglos, una
valoración extrema de la virginidad, y por último la concepción negativa de algunos grandes autores como San Agustín, cuya influencia en el mundo occidental fue enorme. El hecho de que la castidad fuera condición indispensable para la vida religiosa y el sacerdocio en una época en la que éstos se identifican prácticamente con la Iglesia misma, y que todo el discurso
católico sobre la sexualidad estuviera elaborado por célibes, acabó por fijar una impronta particular al respecto.
Bien, yo creo que es muy importante distinguir moral y discurso. No soy de los que creen (como ya he dejado claro otros artículos) que haya que cambiar o transformar de ninguna manera el dogma católico para hacerlo "más fácil" a los hombres de hoy en día. No me estoy refiriendo aquí a eso.
Hablo más bien de identificar, corregir y superar las concepciones filosóficas, el lenguaje, el estilo y el talante, que se han ido adhiriendo al discurso genuinamente bíblico y cristiano sobre la vivencia de la sexualidad.
“Sea tu fuente bendita, goza con la esposa de tu juventud: cierva querida, gacela hermosa, que siempre te embriaguen sus caricias, que constantemente te arrebate su amor” (Prov.5, 18-19).
“Yo pensé: treparé a la palmera a recoger sus dátiles; son para mí tus pechos racimos de uvas, tu aliento, aroma de manzanas”, (Cant, 7,9).
¿Cuánto tiempo hace que los cristianos no hablamos del amor carnal en estos términos? Sin embargo, ambos textos son pura palabra de Dios. Esto es lo que queremos resaltar.
Muchos contemporáneos nuestros, especialmente los jóvenes, identifican todo el discurso de la Iglesia sobre la sexualidad con una simple palabra: "no". Es evidente que se equivocan, pero también lo es que algo está fallando en nuestra forma de comunicar. En efecto, después de haber leído muchos libros a lo largo de los últimos años, da la impresión de que predomina en ellos un discurso profundamente teológico abstracto, generalmente muy correcto desde el punto de vista ortodoxo, pero muy lejano de los problemas reales, de las personas reales que tienen relaciones
sexuales normales.
Hay un dicho alemán que señala que: "el sexo es una piscina en la que la Iglesia no hace pie". Déjenme decirles que a mí expresiones como ésta, me indignan. Tenemos que cambiar de actitud y empezar a hablar de forma positiva. Hemos que educar a las jóvenes generaciones en la bondad del placer carnal, que es un don de Dios, pero haciéndoles ver que ese don tiene un
contexto de orden, de compromiso y de personalización.
El discurso de la sociedad actual presenta una sexualidad inhumana y comercial. Esto estamos hartos de decirlo (aunque a veces no sé yo si de verdad lo entendemos), y es bueno que sigamos haciéndolo para evitar sufrimiento inútil, pecado y daños. Sin embargo no seremos creíbles si no creamos un lenguaje nuevo y práctico que hable del placer en términos positivos, que anime
a profundizar en él y que no excluya lo erótico de la reflexión teológica y espiritual. Y hemos de hacerlo destacando, además, las otras funciones que la función sexual lleva inseparablemente
anejas, como son la procreación y el crecimiento del amor y el compromiso de ayuda y crecimiento entre los esposos.
Me parece que son los laicos casados quienes más deberían contribuir a crear este nuevo idioma, quienes deberían dar una visión más realista (por experiencia) y menos abstracta de la realidad sexual. Los célibes, por su parte deberían enseñar más acerca de la vivencia de una sexualidad que va mucho más allá de lo genital, que abarca muchos otros aspectos del ser persona,
destacando el valor positivo de la virginidad, esa joya moral, estética y personal cada vez más desconocida, a la que todos somos llamados en algún momento de nuestra vida, y de la castidad (también una llamada común de los bautizados) como algo que realiza, no que oprime.
Hacen falta hombres y mujeres santos que disfruten del sexo en sus matrimonios y que hablen a los jóvenes de que es tan estupendo que vale la pena esperar. Hace falta escribir libros, crear grupos, preparar especialistas, que ayuden a las personas a vivir plenamente ese placer que Dios les ha destinado.
En definitiva, creo que es necesaria una erótica cristiana personalista, muy diferente a la que el mundo vende.
Amigos, no podemos ir a remolque. Frente a las aberraciones de la Gender Theory, y del sexo como mero objeto de consumo necesitamos un discurso práctico, que la mayoría de la gente pueda identificar como posible y deseable. Debemos emplear su mismo lenguaje: podemos hablar de líbido, de orgasmo, y hasta citar a Masters & Johnson, pero siempre desde y para el Señor. Como declaró en su tiempo la CEI: “si vamos a dar educación sexual ¡hagámoslo mejor que nadie!”
Esa es la idea, sé que es muy sucinta, pero dos folios no dan para más. Un fuerte abrazo a todos.
Josué Fonseca
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