«Bebe esto», convidó Gabriela Alessandri, italiana de treinta y ocho años de edad.
Y le dio a su esposo Talis Ritoridis, griego de cuarenta años, un vaso lleno de limonada. El hombre estaba cansado y acalorado. Aquel vaso de limonada era una delicia paradisíaca. Así que bebió medio vaso de un sorbo.
No pudo beber más de medio vaso, pues un malestar horrible le invadió todo el cuerpo y comenzó a sufrir convulsiones. La estricnina surtió efecto, y el hombre no tardó en morir en medio de fuertes espasmos. Tan pronto como Gabriela se cercioró de que su esposo había muerto, con toda frialdad puso sobre su cuerpo inerte un letrero que decía: «¡Muere, Satanás!»
He aquí otro caso de homicidio conyugal: una mujer que envenena a su marido para librarse de él. La policía que la detuvo concluyó que Gabriela seguramente tenía alteradas las facultades mentales. Los parientes del esposo alegaron que el demonio era ella.
Lo cierto es que aquel matrimonio no era feliz como Dios quiere que sea todo matrimonio bien constituido. Las peleas eran continuas; las infidelidades del esposo, frecuentes. En el ambiente del hogar había tensión, violencia contenida, como una bomba a punto de estallar.
Cuando la mujer no soportó más las infidelidades, los insultos, el maltrato, el desprecio y los golpes del marido, tomó la decisión fatal. Aprovechando una de esas típicas tardes calurosas de verano que se dan en Roma, le ofreció a su esposo estricnina disuelta en limonada, que el pobre bebió sin sospechar.
Un matrimonio no llega a ese trágico desenlace de un día para otro sino después de muchos días y de muchos años de continuo deterioro. Es el acto final, espantoso, de una larga serie de actos menores, compuestos de discordia, encono, rencor, desprecio y, sobre todo, infidelidad.
No todo matrimonio que comienza a tener problemas termina a merced de un vaso de limonada con veneno. Pero todo matrimonio que comienza a notar el deterioro de sus relaciones conyugales debe tratar de remediarlo cuanto antes.
Cuando Gabriela envenenó a su esposo, le puso por nombre «Satanás» porque estaba convencida de que él era como el diablo encarnado. Tal parece que sabía que Satanás quiere robarnos la paz, matar nuestro matrimonio y destruir la armonía en nuestro hogar. En cambio, no parecía saber que Dios está dispuesto a ayudarnos a recobrar la paz, la satisfacción conyugal y la armonía familiar.1 Más vale que nosotros, a diferencia de Gabriela, le permitamos a Dios ayudarnos, encomendándole nuestra vida y nuestro matrimonio.
No pudo beber más de medio vaso, pues un malestar horrible le invadió todo el cuerpo y comenzó a sufrir convulsiones. La estricnina surtió efecto, y el hombre no tardó en morir en medio de fuertes espasmos. Tan pronto como Gabriela se cercioró de que su esposo había muerto, con toda frialdad puso sobre su cuerpo inerte un letrero que decía: «¡Muere, Satanás!»
He aquí otro caso de homicidio conyugal: una mujer que envenena a su marido para librarse de él. La policía que la detuvo concluyó que Gabriela seguramente tenía alteradas las facultades mentales. Los parientes del esposo alegaron que el demonio era ella.
Lo cierto es que aquel matrimonio no era feliz como Dios quiere que sea todo matrimonio bien constituido. Las peleas eran continuas; las infidelidades del esposo, frecuentes. En el ambiente del hogar había tensión, violencia contenida, como una bomba a punto de estallar.
Cuando la mujer no soportó más las infidelidades, los insultos, el maltrato, el desprecio y los golpes del marido, tomó la decisión fatal. Aprovechando una de esas típicas tardes calurosas de verano que se dan en Roma, le ofreció a su esposo estricnina disuelta en limonada, que el pobre bebió sin sospechar.
Un matrimonio no llega a ese trágico desenlace de un día para otro sino después de muchos días y de muchos años de continuo deterioro. Es el acto final, espantoso, de una larga serie de actos menores, compuestos de discordia, encono, rencor, desprecio y, sobre todo, infidelidad.
No todo matrimonio que comienza a tener problemas termina a merced de un vaso de limonada con veneno. Pero todo matrimonio que comienza a notar el deterioro de sus relaciones conyugales debe tratar de remediarlo cuanto antes.
Cuando Gabriela envenenó a su esposo, le puso por nombre «Satanás» porque estaba convencida de que él era como el diablo encarnado. Tal parece que sabía que Satanás quiere robarnos la paz, matar nuestro matrimonio y destruir la armonía en nuestro hogar. En cambio, no parecía saber que Dios está dispuesto a ayudarnos a recobrar la paz, la satisfacción conyugal y la armonía familiar.1 Más vale que nosotros, a diferencia de Gabriela, le permitamos a Dios ayudarnos, encomendándole nuestra vida y nuestro matrimonio.
Por: Carlos Rey
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