Después de crear la luz, las estrellas, el sol, la luna, el agua, las nubes y la tierra, Dios quiso crear los seres vivos, y empezó con las plantas.
Y así creó la hierba que la hizo verde, fresca y suave. Viendo que era buena se animó y creó las flores dando rienda suelta a su imaginación (figúrate lo que puede dar de sí la imaginación de Dios) y las hizo de todos los colores tamaños y formas.
Aquí también quedo satisfecho, así que pensó en avanzar un poco más y formó los arbustos y matorrales más duros y resistentes. Y cuando ya había ensayado con el herbaje, las flores y los arbustos, decidió culminarlo todo con la obra maestra de los vegetales e hizo los árboles.
Uno alto, espigado, con hojas pequeñas y gruesas, y el tronco resinoso. Era bonito, pero Dios quiso hacer otro mejor aún, así que puso todo su amor e hizo otro con tronco mucho más grueso, con unas ramas que se abrían y bifurcaban infinitas veces formando ramas inmensas llenas de hojas. ¡Y que hojas! Grandes, con forma de estrella, y de un verde, que al soplar el viento producían unos brillos de lentejuelas y un susurrar que calmaba al más empírico. Y todo ello sustentado por raíces tan grandes y fuertes que sobresalían de la tierra. Y tal era el aspecto del nuevo árbol que daba la impresión de que si no estuvieran ahí, todo el árbol subiría a los cielos.
Era, con mucho, el más bonito de todo el Jardín del Edén. Tanto era así que los pájaros, cuando todo estuvo creado, buscaban sus ramas para anidar, las ardillas buscaban las rugosidades de su corteza para cobijarse, todo tipo de animales buscaban sombra bajo sus ramas, se rascaban en su tronco. Todos estaban muy felices con ese árbol tan bonito. Todos... menos él. Siempre estaba refunfuñando y de mal humor.
Un día Dios le preguntó el motivo de su enfurecimiento y él le dijo:
· “¿Por qué me has maldecido así? ¿Qué he hecho yo? No comprendo que afrenta te habré causado para que me pongas estas ramas tan grandes y pesadas, que encima tienen que soportar estas infinitas y enormes hojas que son muchas más de las que puedo cargar. ¿No ves que pesan mucho? El otro árbol lleva con ligereza esas hojitas minúsculas que le has dado, pero yo debo cargar con semejante lastre. Me has hecho mal. ¡No quiero estas hojas!”
Dios, al ver su cerrazón le dijo:
· “De acuerdo, si crees que es lo mejor, así sea. A partir de mañana no tendrás hojas”
El árbol se quedó encantado ante la idea y esa noche durmió feliz y esperanzado. Por la mañana se llenó de júbilo al ver que todas sus hojas estaban secas en el suelo. Pero pronto su alegría se torno en tristeza. Ya nadie iba a acogerse bajo su sombra, las ardillas ya no correteaban por él, los pájaros ya no anidaban sobre sus ramas. Bien es cierto que antes eran un incordio con sus piares, sus arañazos, su continua presencia no le dejaba descansar, pero estaba ahora tan solo, y pasaba tanto frío que empezó a llorar.
Tanto lloró que Dios se apiadó de él y le dijo:
· “Ahora te das cuenta de tu gran soberbia y comprendes que no hay nadie más sabio que Yo. Esas hojas que te di eran precisamente lo que te hacía ser el más deseado. ¿No compensaba eso con creces el peso de las hojas? ¿No te das cuenta de que ya te había dado yo fuertes ramas para sujetar semejante follaje? Voy a devolverte tus hojas, pero para que no se te olvide tu osadía, todos los años en invierno te quitaré tus hojas, y para que compruebes mi misericordia te las devolveré en primavera, y así el resto de los animales podrá volver a disfrutar de tu sombra”
Y así fue. Y el árbol, cada vez que apreciaba el peso de sus hojas se alegraba al pensar en la gran suerte que tenia al llevar semejante peso. Y esto se transmitió de generación en generación entre todas las familias de los árboles descendientes de aquel árbol. Y es por eso que aun hoy hay árboles a los que se les caen las hojas.
Autor: Carlos de Sagarra
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