Que no deja de ser un fiel reflejo de cómo vivimos.
Empezando por el final, digamos que el hombre del siglo XXI muere entre familiares que mienten, médicos que mienten, amigos que mienten. El único tabú de una vida sin tabúes es, precisamente, la muerte: no se la menciona, ni como hipótesis de trabajo. Los médicos aconsejan a los familiares del agonizante que le aseguren una pronta recuperación, para que no pierdan las ganas de vivir, cuando lo cierto es que su suerte está echada. Los familiares le hacen caso, porque estaban deseando oír precisamente ese consejo.
Ya saben, lo importante es mantener la moral de la tropa. Lo que me recuerda aquella película de Berlanga, la Vaquilla, ambientada en la Guerra Civil, cuando se cura se queja al coronel de que la tropa se pasa el tiempo en el burdel y en éste, muy en su sitio, le recuerda que “a mi lo que me importa es la moral de la tropa”, aunque sea moral de fornicio.
Los médicos, por su parte, aseguran que ellos nunca no mienten. Por ejemplo, si la operación ha demostrado que el paciente está condenado le aseguran que en el quirófano todo ha marchado perfectamente. En efecto, han abierto, se han dado cuenta de que nada podían hacer y han vuelto a cerrar. Pero, eso sí, la operación ha ido ´un exito´. Aquello de “la cura fue bien pero el ojo lo pierde”. O lo de las informáticos, cuando aseguran que “técnicamente todo es correcto”, conclusión a la que llegan justo en medio del desastre y la desesperación ambiental.
Y a todo esto, ¿qué pasa con el derecho del paciente a conocer el verdadero estado de su salud? Pues no. Un familiar, un amigo, un vecino, se arroga el derecho a decidir por él: “Si se lo decimos, se va a hundir”. Y así, contra todo derecho, usurpan el derecho del paciente a saber qué le ocurre. Ya saben, el último que se entera es el marido.
Pero el objetivo final de los ocultadores de la muerte actual es la inconsciencia. En una operación verdaderamente diabólica, los seres más queridos se confabulan con el personal sanitario para que todo el interesado muera en una estado de semi-inconsciencia. Pregunten al doctor Montes, famoso especialista de Leganés, que ha impuesto, con la colaboración de todos los eutanásicos, el principio primero de que el hombre debe disponer de cualquier derecho en su vida salvo los que se ejercitan en su agonía. Le tenemos tanto miedo al tránsito, que lo mejor es que nos duerman, por alguno de las muchas porquerías, no sólo el cloroformo, que la sociedad ha inventado para que no nos enfrentemos al momento cumbre de nuestra existencia.
Personalmente, tengo la sospecha de que ese velo - celada, artificio y engaño miserable - que se ejerce sobre el paciente tiene como único objetivo que el susodicho no se prepare para una muerte santa, único objetivo de la vida. La inconsciencia indolora es el método elegido. Y es que, si al enfermo se le dice la verdad podría plantearse la única cuestión intelectualmente interesante de la vida, esto es: qué pasa después de la muerte. Porque claro, ante la llegada de la parca, ni el más frívolo puede continuar en esa ligereza constante que constituye la tónica vital de la inmensa mayoría de estómagos satisfechos que pueblan Occidente. En la enfermedad terminal, como en la guerra, ni el más lerdo puede creer que vivirá eternamente.
Si le despertamos del duermevela con que le arrulla la sociedad circundante, podría arrepentirse de sus pecados - ¡qué horror, que término tan anticuado! - y ganarse el paraíso, lo que debe ser evitado a toda costa. Cuántos, llegados la hora decisiva, se han replanteado su vida y han cruzado el Rubicón. Y eso no puede ser.
Morimos, pues, en la ignorancia culpable sobre nuestro estado, pero no debemos protestar: nos engañan porque nos quieren tanto...
Morimos, pues, en la ignorancia culpable sobre nuestro estado, pero no debemos protestar: nos engañan porque nos quieren tanto...
Autor: Eulogio López
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