Algo por el estilo dicen que dice una campaña publicitaria de ciertos apologetas del ateísmo. “Probablemente”; o sea, con verosimilitud o fundada apariencia de verdad; con buenas razones para creerlo. Los ateos apologetas “creen” que Dios no existe y consideran que la “fe” que profesan es razonablemente prudente.
No es nuevo el recurso a la probabilidad en cuestiones de fe. El teólogo anglicano J. Butler (1697-1752), Obispo de Durham, sostenía que “la probabilidad es la guía de la vida”. El hombre, para actuar racionalmente en la vida cotidiana, no se guía por demostraciones estrictas, sino por lo probable, tratando de seguir “the safest Way”, el camino más seguro. La senda de la certeza, en las cuestiones que más importan, es un itinerario que discurre por las vías de la racionalidad, aunque no necesariamente de la racionalidad demostrativa.
“Probablemente”. Este adverbio indica nuestra grandeza y nuestros límites. Es preciso optar, decidir, poner en juego nuestra razón libre. Y nuestras opciones y decisiones dependen no sólo de las pruebas o argumentos que, razonablemente, las amparen. Dependen en mayor medida aún de nosotros mismos, de nuestro talante moral, de nuestra disposición global ante la vida. A quien es desconfiado, pocos motivos le llevarán a confiar. A quien es miserable, infinidad de razones no le bastarán para convencerle de la grandeza de la generosidad. Nuestra inteligencia no es un “intellectus separatus”, sino una inteligencia sintiente, emocional, encarnada.
Hay muy buenas razones para creer en Dios. Más que para no creer en Él. Pero todas las razones del mundo son insuficientes para mover al que no desea ser movido. En definitiva, conocer es, en buena medida, “reconocer”; aceptar la irrupción y la presencia del otro, del que está ahí delante de nosotros solicitando, con su mero estar, que nos percatemos de su existencia. Hay razones para creer en Dios, como las hay para ser generosos o humildes o razonablemente confiados. Pero que esas razones pasen a ser “nuestras” razones depende no sólo de ellas mismas, sino de nosotros.
La base de argumentos que hacen, desde la perspectiva humana, razonable la fe es resultado, decía el Cardenal Newman, de una “convergencia de probabilidades”: El cúmulo de las razones probables apuntan hacia una conclusión hasta “casi” tocarla, pero ninguna prueba puede suplir el papel activo de la persona, el juicio de un hombre prudente. Las razones invitan a creer, y confirman la racionabilidad de la fe, pero no pueden suplir el “espíritu religioso”, imprescindible para reconocer a Dios, tanto mediante la razón como mediante la fe.
No es nuevo el recurso a la probabilidad en cuestiones de fe. El teólogo anglicano J. Butler (1697-1752), Obispo de Durham, sostenía que “la probabilidad es la guía de la vida”. El hombre, para actuar racionalmente en la vida cotidiana, no se guía por demostraciones estrictas, sino por lo probable, tratando de seguir “the safest Way”, el camino más seguro. La senda de la certeza, en las cuestiones que más importan, es un itinerario que discurre por las vías de la racionalidad, aunque no necesariamente de la racionalidad demostrativa.
“Probablemente”. Este adverbio indica nuestra grandeza y nuestros límites. Es preciso optar, decidir, poner en juego nuestra razón libre. Y nuestras opciones y decisiones dependen no sólo de las pruebas o argumentos que, razonablemente, las amparen. Dependen en mayor medida aún de nosotros mismos, de nuestro talante moral, de nuestra disposición global ante la vida. A quien es desconfiado, pocos motivos le llevarán a confiar. A quien es miserable, infinidad de razones no le bastarán para convencerle de la grandeza de la generosidad. Nuestra inteligencia no es un “intellectus separatus”, sino una inteligencia sintiente, emocional, encarnada.
Hay muy buenas razones para creer en Dios. Más que para no creer en Él. Pero todas las razones del mundo son insuficientes para mover al que no desea ser movido. En definitiva, conocer es, en buena medida, “reconocer”; aceptar la irrupción y la presencia del otro, del que está ahí delante de nosotros solicitando, con su mero estar, que nos percatemos de su existencia. Hay razones para creer en Dios, como las hay para ser generosos o humildes o razonablemente confiados. Pero que esas razones pasen a ser “nuestras” razones depende no sólo de ellas mismas, sino de nosotros.
La base de argumentos que hacen, desde la perspectiva humana, razonable la fe es resultado, decía el Cardenal Newman, de una “convergencia de probabilidades”: El cúmulo de las razones probables apuntan hacia una conclusión hasta “casi” tocarla, pero ninguna prueba puede suplir el papel activo de la persona, el juicio de un hombre prudente. Las razones invitan a creer, y confirman la racionabilidad de la fe, pero no pueden suplir el “espíritu religioso”, imprescindible para reconocer a Dios, tanto mediante la razón como mediante la fe.
Guillermo Juan Morado
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