Ningún ser humano conoce a fondo el misterio de los corazones. Sólo Dios penetra lo que hay en mi interior.
Hay quienes disecan a las personas como los coleccionistas de insectos. Un alfiler bien puesto, y el prójimo queda “fijo” y expuesto en una caja de cristal, para la vista de todos.
“Fulano es un superficial. Mengano es un pobre tonto. Perengano es un falso. Aquella señora miente continuamente. Esa joven va siempre detrás de señores con dinero. Aquel trabajador roba apenas puede. Ese oficinista no sabe nunca organizarse”.
Las etiquetas llegan como clavos y penetran hasta destruir la fama de familiares, amigos, compañeros de trabajo, conocidos.
También los de lejos reciben sus calificativos. “El alcalde es un sinvergüenza. El gobernador lo arregla todo con sobornos. El ministro de obras públicas no tiene ni idea de lo que lleva entre manos. El presidente promete mentiras siempre que habla...”
Incluso a veces los alfileres caen sobre uno mismo. Nos miramos en el espejo y reconocemos nuestra bajeza, nuestra cobardía, nuestra superficialidad, nuestra avaricia, nuestra gula... Nos “autodisecamos” con un alfiler propio o asumimos como verdadero el que otros han dejado clavado en nuestra espalda.
Pero ningún disecador, por más agudo y mordaz que sea, puede aniquilar la riqueza profunda que se esconde en cada corazón humano.
“Los límites del alma no los hallarás andando, cualquiera sea el camino que recorras; tan profundo es su fundamento”, decía Heráclito.
Todos tenemos en nuestras manos la posibilidad del cambio, de la sorpresa, de las decisiones radicales. Porque una persona hasta ahora tibia puede ser encendida por el amor. Porque otro, siempre visto como un cobarde, puede mostrarnos su valentía ante una propuesta noble. Porque un criminal (verdadero, no sólo supuesto) es capaz de pedir perdón y cambiar de vida. Porque un estafador tiene en su interior energías suficientes para romper con su pasado y empezar a ayudar a sus víctimas. Porque un político puede dejar su vida de mentiras para empezar a servir a todos los habitantes de su estado (también a los no nacidos, también a los que vienen de lejos).
Ningún ser humano conoce a fondo el misterio de los corazones. Sólo Dios penetra lo que hay en mi interior. Con su ayuda, puedo reconocer mis faltas, mis egoísmos, mi soberbia, mis rencores siempre encendidos. Con su gracia puedo denunciar mis males, romper con mi pecado, decir no a las tentaciones de cada día, darle un sí completo a Dios y a quien me pide una mano.
“El Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios. En efecto, ¿qué hombre conoce lo íntimo del hombre sino el espíritu del hombre que está en él? Del mismo modo, nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios” (1Co 2,10-11).
Desde ese Espíritu de Dios puedo conocer mi propio espíritu, puedo descubrir lo que hay en mi alma. También puedo llegar a ver a los demás de un modo distinto. No como un disecador de almas, sino como quien se siente amado por Dios y descubre que ese amor llega a todos, a todos invita, a todos llama a una vida distinta, más hermosa, más grande, más buena, más feliz.
Autor: P. Fernando Pascual
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