Anteriormente el día 2 de febrero se celebraba más la purificación de la Virgen que la presentación de Jesús. Incluso ése era el título de la fiesta. Actualmente la liturgia se fija más en la presentación de Jesús. Ambas celebraciones están llenas de sentido y se completan mutuamente. En primer lugar porque de hecho se celebraba el mismo día la purificación de la Madre y la presentación del primogénito en el templo. Pero, además, tomado en cualquiera de los sentidos, este día es el de la luz; es la Madre con su esposo San José presentando al Padre Dios, que es el Padre de la Luz y de todo resplandor, a su propio Hijo, empequeñecido por la humildad.
El Hijo se llamará a sí mismo la “Luz del mundo” y lo es en verdad.
A todos nos encantan los lucernarios, las fiestas de la luz, las fogatas, la procesión de las luces en Lourdes o en Fátima… pero nunca ha habido una procesión de la luz como ésta: Una anciana que ha entregado toda la vida al Señor y con sus ojos ya oscurecidos, descubre la luz; un anciano querido y respetado por todos, a quien el mismo Espíritu Santo conduce al templo para que participe en el lucernario; un papá, adoptivo, pero “hombre justo” a los ojos de Dios; una mujer única por la luz que brilla en ella desde la misma concepción, y un Niño que trae luz infinita capaz de iluminar mil mundos.
Y esta procesión avanza solemne por el templo.
Escuchemos lo que dice el anciano cuando, siempre movido por el Espíritu, toma al pequeño en sus brazos y dice este canto que la Iglesia gozosamente repite cada noche en el rezo de completas: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz; porque mis ojos han visto a tu Salvador a quien has presentado ante todos los pueblos, luz para iluminar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”.
Muy pronto crecerá el Niño y nosotros rezaremos los misterios luminosos recordando que Él dijo: “Yo soy la luz del mundo”: La luz que devuelve los ojos al ciego de nacimiento. La luz que ciega a los fariseos, aunque lo ven todo, como les dijo Jesús: “si estuvieran ciegos no tendrían pecado pero, como dicen que ven, su pecado permanece”. La luz que, viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre.
La luz que suple en la gloria (“la Jerusalén celestial”) todo tipo de luminarias: “No necesita sol ni luna que la alumbre. La ilumina la gloria de Dios y su antorcha que es el cordero”.
Después de ver una procesión tan esplendorosa, nos volvemos hacia nosotros. Nos encontramos con una “velita misionera”, luz pequeña que puede convertirse en un río de fuego que conecta la tierra con el cielo, si la mantiene siempre prendida el amor que espera a Jesús, el Esposo, según la parábola.
Por eso es bueno preguntarnos cómo andamos de luz cada uno de nosotros, que celebramos en este día precisamente la fiesta de la Candelaria (de las candelas, de las luces).
Uno de los grandes poetas franceses preguntaba a los cristianos del mundo: “¿Qué han hecho ustedes con la luz?”
Porque sabemos que muchos han rechazado la luz, como dice el prólogo de San Juan: “Amaron más las tinieblas que la luz”.
Pero también es cierto que hay muchos que viven en un mundo, empequeñecido por las tinieblas, porque son pocos los que se arriesgan a quemarse para dar luz. Como dice nuestro canto: “Déjate quemar si quieres alumbrar”.
Anímate hoy. Prende tu luz. Lleva reservas para que tu lámpara no se te apague y unirte así al gran lucernario que celebramos en el día de la presentación de Jesús y de la purificación de Santa María.
El Hijo se llamará a sí mismo la “Luz del mundo” y lo es en verdad.
A todos nos encantan los lucernarios, las fiestas de la luz, las fogatas, la procesión de las luces en Lourdes o en Fátima… pero nunca ha habido una procesión de la luz como ésta: Una anciana que ha entregado toda la vida al Señor y con sus ojos ya oscurecidos, descubre la luz; un anciano querido y respetado por todos, a quien el mismo Espíritu Santo conduce al templo para que participe en el lucernario; un papá, adoptivo, pero “hombre justo” a los ojos de Dios; una mujer única por la luz que brilla en ella desde la misma concepción, y un Niño que trae luz infinita capaz de iluminar mil mundos.
Y esta procesión avanza solemne por el templo.
Escuchemos lo que dice el anciano cuando, siempre movido por el Espíritu, toma al pequeño en sus brazos y dice este canto que la Iglesia gozosamente repite cada noche en el rezo de completas: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz; porque mis ojos han visto a tu Salvador a quien has presentado ante todos los pueblos, luz para iluminar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”.
Muy pronto crecerá el Niño y nosotros rezaremos los misterios luminosos recordando que Él dijo: “Yo soy la luz del mundo”: La luz que devuelve los ojos al ciego de nacimiento. La luz que ciega a los fariseos, aunque lo ven todo, como les dijo Jesús: “si estuvieran ciegos no tendrían pecado pero, como dicen que ven, su pecado permanece”. La luz que, viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre.
La luz que suple en la gloria (“la Jerusalén celestial”) todo tipo de luminarias: “No necesita sol ni luna que la alumbre. La ilumina la gloria de Dios y su antorcha que es el cordero”.
Después de ver una procesión tan esplendorosa, nos volvemos hacia nosotros. Nos encontramos con una “velita misionera”, luz pequeña que puede convertirse en un río de fuego que conecta la tierra con el cielo, si la mantiene siempre prendida el amor que espera a Jesús, el Esposo, según la parábola.
Por eso es bueno preguntarnos cómo andamos de luz cada uno de nosotros, que celebramos en este día precisamente la fiesta de la Candelaria (de las candelas, de las luces).
Uno de los grandes poetas franceses preguntaba a los cristianos del mundo: “¿Qué han hecho ustedes con la luz?”
Porque sabemos que muchos han rechazado la luz, como dice el prólogo de San Juan: “Amaron más las tinieblas que la luz”.
Pero también es cierto que hay muchos que viven en un mundo, empequeñecido por las tinieblas, porque son pocos los que se arriesgan a quemarse para dar luz. Como dice nuestro canto: “Déjate quemar si quieres alumbrar”.
Anímate hoy. Prende tu luz. Lleva reservas para que tu lámpara no se te apague y unirte así al gran lucernario que celebramos en el día de la presentación de Jesús y de la purificación de Santa María.
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