Los curas, creo yo, deberíamos ser quienes hablásemos con mayor entusiasmo del amor matrimonio.
¡Qué apasionante historia la de Pieter van der Meer!
Él y su esposa Cristina vivieron una de esas aventuras que a mí me llenan de envidia: lucharon juntos, creyeron juntos, sufrieron juntos y fueron muy felices por haber podido hacer juntos todas esas cosas.
El día en que Cristina murió («se fue a casa», diría él) Pieter, ya con ochenta años, entró en un monasterio cisterciense para seguir siendo allí feliz con el recuerdo de Cristina y el amor de Dios. Y cuenta, en su diario, algunas cosas que todos los curas deberían leer.
Por ejemplo, en una de sus páginas, al hablar de los estudios que tuvo que hacer, ya en su ancianidad, para poder ordenarse de sacerdote, escribe estas líneas: «Vengo del curso dedicado a los sacramentos: le ha tocado la vez al matrimonio. ¡Un hastío infinito! Me ha dado sueño: sólo disposiciones jurídicas, impedimentos, finalidades, etc. ¡Horripilante! Menos mal que me cabe el recurso de pensar en las bodas de Caná y en Cristina y vuelve a arder la luz del paraíso».
Lo gordo del asunto es que - Van der Meer tiene razón - Cristo no lo hizo así: dio su lección de matrimonio en Caná durante una fiesta y rodeándola de un estallido de alegría.
Porque si no descubrimos a los casados que el matrimonio cristiano es «la luz del paraíso», ¿qué les explicamos? ¿También los curas - por otro camino - vamos a contagiarnos de esa visión despectiva y cínica del matrimonio que circula por los «chistes de hombres»?
Ya sé que es muy difícil vivir una vida de casados en alegría permanente (porque vivir «en alegría» es siempre difícil), pero ¡qué gusto cuando te encuentras dos casados que han entendido a fondo lo que es el amor hombre-mujer! Después del paraíso y de la fe, no hay nada parecido.
Yo pienso que los obispos no deberían ordenar de sacerdote a nadie que no estuviera o hubiera estado enamorado. Y no digo enamorado de una mujer, sino enamorado de algo o de alguien, de su vocación, de su comunidad, de la vida. Y mejor si es enamorado de Dios. Pero digo enamorado-enamorado, como están los chavales a los veinte años, cuando no saben ni respirar sin pensar en la persona a la que quieren. Porque si no se ha estado enamorado, no se puede hablar bien ni del amor, con minúscula, ni del Amor, con mayúscula.
Lo malo es cuando oyes a un cura hablar del matrimonio como una trampa o una fuente de peligros y de la mujer como una ocasión de pecado. ¿Tanto se habría equivocado Dios al crear la pareja? ¿Inventó esa ayuda de la que habla el Génesis para que Adán lo pasase mal? ¿Acaso dejó el paraíso de ser paraíso al llegar Eva? Que yo sepa, la cosa fue al contrario: el paraíso no lo fue del todo para Adán hasta encontrar a la que iba a ser carne de su carne.
Digo que todos los curas deberían leer esto porque ¡hay que ver qué sermones hacemos sobre el matrimonio! ¡Hay que ver, sobre todo, cómo lo plantean nuestros libros de moral! Me imagino que la mayoría de los casados perderían las ganas de recibir ese sacramento si leyeran nuestros libros de texto. (A veces pienso que los hacen así para «proteger» nuestro celibato, pintándonos antipático el matrimonio)
Por la misma razón, no me ha gustado jamás que, al hablar del celibato, se diga que así, sin casarse, se puede amar más a Dios. Como si el amor fuese algo divisible; como si una hoguera perdiese algo de su fuego cuando se enciende, con su llama, otra hoguera. Que digan que el celibato da más libertad; que expliquen que el amor de Dios es ya suficiente para llenar una vida; que digan que, como el hombre es limitado, no tiene tanto tiempo como merecen sus feligreses si tiene que preocuparse por ganar el pan de sus hijos. Pero que no digan que un casado ama menos a Dios por amar a su esposa, como si Dios estuviera celoso del amor de los hombres.
Los curas, creo yo, deberíamos ser quienes hablásemos con mayor entusiasmo del amor matrimonio, precisamente porque hemos gustado lo que es el Amor. De otro modo, los casados, al oírnos, tendrán derecho a decir: «¡Un hastío infinito! ¡Horripilante!» Y harán muy bien pensando que por fortuna, Cristo en Caná, no le tuvo ningún miedo a la fiesta del amor. ¡Y hasta multiplicó el vino en ella!
A veces pienso que algunos moralistas no le perdonarían nunca a Cristo ese milagro, temerosos de que algunos de aquellos comensales de Caná hubieran podido concluir la comida nupcial un poco piripis.
Autor: José Luís Martín Descalza
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