Hace tiempo vivió un hombre cuya ambición era poseer oro.
Un día – el hombre de nuestro cuento – se levantó al rayar el alba, se vistió, se puso el gorro y se dirigió al mercado. Al llegar ante un puesto de venta de oro, se apoderó de éste y escapó.
Fue detenido:
§ “¿Cómo se te ha ocurrido coger el oro en presencia de tanta gente?” – dijo el policía.
§ “Cuando he cogido el oro no veía a la gente… sólo veía el oro” – respondió.
Fue detenido:
§ “¿Cómo se te ha ocurrido coger el oro en presencia de tanta gente?” – dijo el policía.
§ “Cuando he cogido el oro no veía a la gente… sólo veía el oro” – respondió.
Sigue la confesión:
Soy ciego, no veo más que lo que mis pasiones me hacen ver. Veo oro en vez de joyas, clientes en vez de personas, cuerpos en vez de belleza. No veo lo que debía ver, no veo ni la plaza, ni el mercado, ni la gente, ni las tiendas, ni los policías que vigilan los puestos de venta. ¡No veo nada! No veo ni paisajes, ni árboles, ni pájaros, ni flores. No veo ni la naturaleza, ni las nubes. No veo los rostros, ni miradas ni sonrisas… sólo veo placer y ambición, locura y orgullo. Sólo veo el reflejo amarillo del pérfido metal, y me lanzo a agarrarlo olvidando todo, y pago con ello mi libertad.
Reflexión: Soy ciego, no me entero, no me doy cuenta, no hago contacto. Paso la vida sin saber por dónde pasó; ando sin reconocer el camino… vivo sin vivir. Cuando voy por las calles no veo a nadie; cuando escucho palabras no las entiendo… no sé ni lo que como. Siempre de prisa, siempre de paso, siempre aturdido, siempre corriendo a hacer algo que, una vez que lo hago, veo que no valía la pena y me lanzo a hacer otra cosa, o quizá la misma repetida otra vez locamente, con la misma intensidad y la misma ceguera. He perdido el sentido de la proporción de la vida, el horizonte, la perspectiva, la distancia, el sentido de la totalidad, de la majestad de la vida, de la eternidad del tiempo.
En la plaza del mercado el pedazo de oro no es más que un tenue reflejo, insignificante entre las mercancías y escaparates, vendedores y guardias. Si yo tuviera la serenidad de verlo y abarcarlo todo con conciencia ecuánime, el oro no robaría mi atención y no me haría perder la cabeza.
Conclusión: El equilibrio en la vida viene de la mirada entera, imparcial, universal. Verlo todo, sentirlo todo, sopesarlo todo. Las cosas vuelven a su sitio, el paisaje se ordena, la vida recobra su sentido. Saber mirar es saber vivir. La pregunta es: ¿Sabes mirar? ¿Hacia dónde diriges tu atención y tus dones?
Viene la bella paradoja que alegra y contagia la vida. Al liberar mi mirada puedo ver la joya de oro como tal y disfrutar con su esplendor sin arder en mi concupiscencia. La mirada apaciguada y serena descubre destellos, revela ángulos, valora quilates. Puede ver la profundidad, porque ve con calma.
El ver la joya con espíritu de avaricia, se convierte sólo en un objeto inerte del que hay que apoderarse y meterlo en el bolsillo. El goce estético se revela cuando el alma se libera. Para disfrutar de las cosas hay que purificar los sentidos. La posesión ahoga el goce. Disfruto de las puestas de sol, porque son mías. El desprendimiento interno realza el arte. La belleza se descubre a los limpios de corazón. La vida es de quienes no la ambicionan.
Para poder pasearse con alegría por el mercado de la vida, hay que recobrar el equilibrio armónico de la mirada clara, descubriendo en cada ser y persona ese Don Divino que brilla más que todas las riquezas juntas, haciéndolo único, personal y amado de Dios. ¡Ahora ya puedo contemplar la joya!
Un pequeño testimonio:
Se me acerca en la calle un señor más o menos sesentón y el dialogo que tuvimos fue más o menos así:
§ “Hermano José, necesito hablar con usted ¿podríamos?”
§ “Por supuesto… ¿por qué no?”
§ “Hermano, tengo un problema. Cada vez que pasa una chica bonita cerca a mí, se me van los ojos y me siento perturbado”
§ “El problema, amigo, es que tú al mirar "deseas" en vez de "admirar"… Que te llamen la atención las chicas y les digas algo bonito cuando pasen junto a ti, es lo normal. Vuelve a hablar conmigo cuando ya no te llamen la atención las chicas… eso si sería para preocuparse”
§ “¡Gracias hermano… creo que ya entendí!”
Cuantas chicas se toman un buen tiempo arreglándose para salir a la calle, salen, y nadie les dice nada… ¡que frustrante! Si se toman su tiempo para salir bonitas es por que esperan ser admiradas y piropeadas… por supuesto que decentemente. Admirar es lo normal para poder gozar de la obra de Dios.
Si el esposo y la esposa compartieran su admiración por alguien o por algo cuando salen juntos a la calle, en vez de estar mirando hipócritamente de reojo, otra cosa sería la vida…. se acabarían los celos.
No sé hasta ahora, por qué la mayoría quiere convertir en pecado, las cosas más simples de la vida. ¡Te reto a admirar en vez de desear! Vas a ver cómo cambia tu vida y la vida de los que te rodean…. y, de repente, bajarán notablemente tus pecados en el confesionario.
Como concluye el cuento anterior: Para poder pasearse con alegría por el mercado de la vida, hay que recobrar el equilibrio armónico de la mirada clara, descubriendo en cada ser y persona ese Don Divino que brilla más que todas las riquezas juntas, haciéndolo único, personal y amado de Dios.
Soy ciego, no veo más que lo que mis pasiones me hacen ver. Veo oro en vez de joyas, clientes en vez de personas, cuerpos en vez de belleza. No veo lo que debía ver, no veo ni la plaza, ni el mercado, ni la gente, ni las tiendas, ni los policías que vigilan los puestos de venta. ¡No veo nada! No veo ni paisajes, ni árboles, ni pájaros, ni flores. No veo ni la naturaleza, ni las nubes. No veo los rostros, ni miradas ni sonrisas… sólo veo placer y ambición, locura y orgullo. Sólo veo el reflejo amarillo del pérfido metal, y me lanzo a agarrarlo olvidando todo, y pago con ello mi libertad.
Reflexión: Soy ciego, no me entero, no me doy cuenta, no hago contacto. Paso la vida sin saber por dónde pasó; ando sin reconocer el camino… vivo sin vivir. Cuando voy por las calles no veo a nadie; cuando escucho palabras no las entiendo… no sé ni lo que como. Siempre de prisa, siempre de paso, siempre aturdido, siempre corriendo a hacer algo que, una vez que lo hago, veo que no valía la pena y me lanzo a hacer otra cosa, o quizá la misma repetida otra vez locamente, con la misma intensidad y la misma ceguera. He perdido el sentido de la proporción de la vida, el horizonte, la perspectiva, la distancia, el sentido de la totalidad, de la majestad de la vida, de la eternidad del tiempo.
En la plaza del mercado el pedazo de oro no es más que un tenue reflejo, insignificante entre las mercancías y escaparates, vendedores y guardias. Si yo tuviera la serenidad de verlo y abarcarlo todo con conciencia ecuánime, el oro no robaría mi atención y no me haría perder la cabeza.
Conclusión: El equilibrio en la vida viene de la mirada entera, imparcial, universal. Verlo todo, sentirlo todo, sopesarlo todo. Las cosas vuelven a su sitio, el paisaje se ordena, la vida recobra su sentido. Saber mirar es saber vivir. La pregunta es: ¿Sabes mirar? ¿Hacia dónde diriges tu atención y tus dones?
Viene la bella paradoja que alegra y contagia la vida. Al liberar mi mirada puedo ver la joya de oro como tal y disfrutar con su esplendor sin arder en mi concupiscencia. La mirada apaciguada y serena descubre destellos, revela ángulos, valora quilates. Puede ver la profundidad, porque ve con calma.
El ver la joya con espíritu de avaricia, se convierte sólo en un objeto inerte del que hay que apoderarse y meterlo en el bolsillo. El goce estético se revela cuando el alma se libera. Para disfrutar de las cosas hay que purificar los sentidos. La posesión ahoga el goce. Disfruto de las puestas de sol, porque son mías. El desprendimiento interno realza el arte. La belleza se descubre a los limpios de corazón. La vida es de quienes no la ambicionan.
Para poder pasearse con alegría por el mercado de la vida, hay que recobrar el equilibrio armónico de la mirada clara, descubriendo en cada ser y persona ese Don Divino que brilla más que todas las riquezas juntas, haciéndolo único, personal y amado de Dios. ¡Ahora ya puedo contemplar la joya!
Un pequeño testimonio:
Se me acerca en la calle un señor más o menos sesentón y el dialogo que tuvimos fue más o menos así:
§ “Hermano José, necesito hablar con usted ¿podríamos?”
§ “Por supuesto… ¿por qué no?”
§ “Hermano, tengo un problema. Cada vez que pasa una chica bonita cerca a mí, se me van los ojos y me siento perturbado”
§ “El problema, amigo, es que tú al mirar "deseas" en vez de "admirar"… Que te llamen la atención las chicas y les digas algo bonito cuando pasen junto a ti, es lo normal. Vuelve a hablar conmigo cuando ya no te llamen la atención las chicas… eso si sería para preocuparse”
§ “¡Gracias hermano… creo que ya entendí!”
Cuantas chicas se toman un buen tiempo arreglándose para salir a la calle, salen, y nadie les dice nada… ¡que frustrante! Si se toman su tiempo para salir bonitas es por que esperan ser admiradas y piropeadas… por supuesto que decentemente. Admirar es lo normal para poder gozar de la obra de Dios.
Si el esposo y la esposa compartieran su admiración por alguien o por algo cuando salen juntos a la calle, en vez de estar mirando hipócritamente de reojo, otra cosa sería la vida…. se acabarían los celos.
No sé hasta ahora, por qué la mayoría quiere convertir en pecado, las cosas más simples de la vida. ¡Te reto a admirar en vez de desear! Vas a ver cómo cambia tu vida y la vida de los que te rodean…. y, de repente, bajarán notablemente tus pecados en el confesionario.
Como concluye el cuento anterior: Para poder pasearse con alegría por el mercado de la vida, hay que recobrar el equilibrio armónico de la mirada clara, descubriendo en cada ser y persona ese Don Divino que brilla más que todas las riquezas juntas, haciéndolo único, personal y amado de Dios.
José Miguel Pajares Clausen
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