Dios hubiese podido crear el Universo, ya estructurado tal como substancialmente lo vemos, en un solo segundo, es decir, en un instante, pero no lo hizo así.
Por: Antoni Carol y Enric Cases | Fuente: M&M
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UNA
HISTORIA QUE VIENE DE LEJOS
Que la felicidad del hombre radica en el amor es algo que lo sabe todo el
mundo. Basta con contemplar la naturaleza humana: el hombre es un ser “de diseño”, “calculado” para amar. Además de ser
inteligente y de tener voluntad, su propio cuerpo tiene unas posibilidades
orientadas hacia el amor tales como no tiene ningún otro cuerpo animado. El
problema surge a la hora de discernir qué es amor (porque hay “amores” que matan) y, en todo caso, averiguar a
qué tipo de amor está destinado el hombre.
La Revelación lo afirma claramente: antes de la creación del mundo, Dios había
escogido al hombre —a cada hombre— para devenir hijo de Dios (cf. Ef 1, 3-5).
Es éste un dato que nos interesa muchísimo porque nos resuelve el interrogante
que planteábamos en el párrafo anterior: tener por
destino la filiación divina significa que el hombre está llamado a amar como
Dios mismo ama. Y éste es un modelo del cual los cristianos,
afortunadamente, disponemos datos seguros.
Por tanto, esta historia viene de lejos: desde antes de la creación del mundo,
es decir, desde la eternidad. Con razón Juan Pablo II puede afirmar que «Dios busca al hombre movido por su corazón de Padre» (TMA
7). Es una afirmación fuerte: de hecho, Él hace
todo lo posible para atraer al hombre (cf. CIC 27). Es un dato
fundamental para tener en cuenta; no podemos prescindir de esta perspectiva.
Quien pretende zafarse de todo ello acaba por dar la razón a Dios (la “huida” es también cosa antigua, como veremos
después).
Toda la fantástica obra de la creación —podríamos decir— milimétricamente
calculada tiene una finalidad: la gloria de Dios y la unión íntima y vital del
hombre con Dios. Empresa ésta no poco ambiciosa, porque es más difícil de lo
que nos pensamos. Con palabras del Dr. Cardó, «sacar
el mundo a partir de la dócil nada fue para Dios un juego; sacar el “sobre-mundo”
a partir de la rebelde “nada” [esto es, del hombre] le resultó todo un trabajo», es decir, mucho más fácil le ha resultado a la divinidad crear
todo el Universo que conquistar —respetando nuestra libertad— el corazón de uno
solo de nosotros. Somos prácticamente nada y venimos de la nada; a pesar de
todo, nuestra libertad puede “pararle los pies a
Dios” cuando nos refugiamos en la denominada “libertad
del taxi” y huimos de los compromisos de servicio a los otros.
LOS ORÍGENES DEL MUNDO Y LA
CREACIÓN EN EL LIBRO DEL GÉNESIS
La historia del proceso de la formación del Universo es verdaderamente
apasionante. Los hombres de ciencia hablan actualmente de la “edad del Universo”, recientemente calculada en
unos 15.000 millones de años. Poner una edad al Universo es tanto como ponerle
un comienzo; en conjunto, todo tiende a confirmar la tesis creacionista de la
Revelación, que afirma que el Universo tiene un comienzo en el tiempo.
Ciertamente la teología, para demostrar sus verdades religiosas, no necesita de
la física; la física, por su parte, no tiene como misión propia demostrar las
verdades reveladas: éstas las aceptamos, sencillamente, porque confiamos en
Dios que no se puede engañar a Sí mismo, ni a nosotros. Pero la realidad y la
verdad es una; la fuente de la verdad es la misma: por
tanto, no nos ha de extrañar que distintas ciencias —cada una permaneciendo
dentro de su objeto de estudio y métodos propios— tiendan a proporcionar una
visión armónica y unitaria de la vida.
Sin olvidar que los datos frecuentemente son objeto de revisión y de
matización, podemos decir a grandes rasgos que las ciencias naturales sitúan la
formación de la Tierra hace unos 4.650 millones de años; la formación de las
rocas más antiguas, unos 3.800 millones de años; la aparición de los primeros
organismos vivos, 3.600 millones de años; los primeros organismos pluricelulares,
1.000 millones de años; los primeros peces, 500 millones de años; los peces
actuales, anfibios y plantas, 400 millones de años; los reptiles aparecerían
hace unos 300 millones de años; los mamíferos, 200 millones; lo que entendemos
por monos —in genere—, entre 50 y 30 millones de años; el Australopithecus,
aparece hace unos 4 millones y medio de años y se extinguió hace 1 millón y
medio; el Homo habilis, vivió ahora hace entre 2,8 y 1,6 millones de años; el
Homo erectus, entre 600 y 150 mil años; finalmente, el Homo sapiens arcaico
vivió entre 300 y 150 años atrás; el Homo sapiens moderno —con las
características morfológicas de los hombres actuales—, según los datos
disponibles, apareció repentinamente hace unos 40 mil años.
Para poder disponer de una visión intuitiva del ritmo temporal de este proceso,
lo podemos reducir a escala de un año de nuestro calendario. Suponiendo que
ahora fueran las 23 h.: 59´: 59´´ de 31 de diciembre y que el Universo comenzó
a existir en el primer segundo del día 1 de enero, nos resulta la siguiente
secuencia de acontecimientos. Hasta el día 9 de septiembre no nace el Sistema
Solar. Dos días después, es decir, el día 11, se formó la Tierra. Las primeras
formas de vida aparecen el 7 de octubre. El 12 de noviembre la Tierra ya tiene
las primeras plantas con actividad fotosintética y, el 15 del mismo mes, las
primeras células con auténtico núcleo. El resto del proceso se desarrolla en
diciembre, el último mes. Los primeros seres pluricelulares aparecen el día 17.
Tenemos que esperar hasta el día 24 de diciembre para observar el dominio de
los dinosaurios en la Tierra (la Era Jurásica): vivían en un clima cálido y
poco variable, en el único continente que existía (era una suerte de “super-continente”, llamado Pángea). Los reptiles
dominaron durante 160 millones de años.
El último día de este calendario cósmico comprende un período de 2 millones de
años. Es la Era Cuaternaria y es decisiva para el desarrollo de la Humanidad.
Diversas especies de simios ya andan por la Tierra desde el 30 de diciembre.
Pero a los hombres no los vemos hasta las 22:30 h. del día siguiente, es decir,
del día 31, esto es, hace justamente una hora y media. A las 23:00 h. se
generaliza la utilización de las herramientas; a las 23:46 h. se domina el fuego.
Las pinturas de las cuevas fueron pintadas hace un minuto.
Resta, por tanto, sólo un minuto de tiempo para todo el vertiginoso progreso de
la Humanidad: la agricultura se hace presente a las
23 h.: 59´: 20´´; las primeras ciudades, 15 segundos después. Entramos en la
Edad de Bronce a las 23 h.: 59´: 53´´. La denominada edad de Hierro
llega un segundo después. En el segundo 56 de este último minuto nace
Jesucristo; un segundo después cae el Imperio Romano y, finalmente, el período
que va desde el Renacimiento hasta ahora cubre el último segundo de nuestro
calendario anual cósmico. En este último segundo tiene lugar el vertiginoso y
trepidante desarrollo científico-técnico que hoy día vivimos y vemos.
Dios hubiese podido crear el Universo, ya estructurado tal como
substancialmente lo vemos, en un solo “segundo”, es
decir, en un instante. Pero no lo hizo así: las ciencias naturales no lo
confirman —tal como hemos visto—, ni tampoco la Revelación, ya que el libro del
Génesis manifiesta claramente que la creación no se hizo de golpe: hay como un
proceso evolutivo —de menos a más—, por etapas. De hecho, es absolutamente
explícito al respecto: «Cuando el Señor Dios hizo la tierra y cielo, aún no
había en la tierra ningún arbusto silvestre, y aún no había brotado ninguna
hierba del campo, pues el Señor Dios no había hecho llover sobre la tierra ni
había nadie que trabajara el suelo» (Gn 2, 4-5).
El libro del Génesis, ciertamente, está escrito en un lenguaje popular porque
es un libro que —como el resto de la Biblia— está destinado al pueblo, no con
el fin de instruirlo en materias propias de las ciencias naturales, sino en la
religión y salvación. Pero detrás de este lenguaje popular, encontramos un
auténtico tratado de antropología, es decir, de humanidad.
Así, lo que para las ciencias naturales es un proceso de millones de años, el
Génesis, lo expresa mediante un proceso de algunos días. ¡Dios es así de grande!: un millón de años, para Él, no
es nada de nada, ya que su vida es un eterno presente “super-vital”. Tanto
es así que san Pedro escribe que «para el Señor un
día es como mil años, y mil años como un día» (2Pe 3, 8). Y toda esta
fantástica obra de creación —repetimos— milimétricamente calculada, tiene un
fin: la “conquista” del hombre por parte de Dios (es
decir, la alabanza de su gloria haciéndonos sus hijos adoptivos). La
santidad del hombre es el objetivo final de esta inmensísima historia
divino-humana.
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