La teoría de la evolución bien entendida no es ninguna prueba contra la acción creadora de Dios.
Por: Louis de Wohl | Fuente: Conoze.com
No hace tanto tiempo que la ciencia descubrió
triunfalmente que el hombre desciende del mono. ¡Qué
alivio! Gracias a Dios (si existe), el hombre no era pues ningún ser
especial, ni el rey de la Creación, sino un mono encumbrado. Adán y Eva eran
personajes de un cuento de hadas judío, y jamás había existido la Creación. El
slogan del siglo era: evolución. Llenos de
júbilo alabamos agradecidos a la ciencia que nos había liberado de la idea
insoportable de nuestra semejanza con Dios, garantizándonos genealógicamente la
semejanza con el mono. La ciencia había reconocido nuestro verdadero valor y
nuestra verdadera dignidad. Sólo los beatos retrógrados y supersticiosos
continuaban creyendo en las viejas ideas degradantes de la humanidad. Para el
espíritu ilustrado se había desenmascarado a la Biblia, había sido destruida,
no era más que un cuento infantil. Y hay que reconocer que desde entonces
también nos hemos comportado como cinocéfalos en el terreno moral, político y
en cualquier otro terreno.
El hecho de que la teoría de la evolución jamás fuese demostrada en este
sentido, por lo menos en cuanto a la aparición del hombre, no enturbiaba
nuestra satisfacción. No se había hallado el «eslabón
perdido» y -como comprobó Chesterson- lo único que sabíamos sobre el
eslabón perdido es que seguía perdido. Pero ¿qué
importaba esto? Más pronto o más tarde se encontraría esa cosa
intermedia entre el mono y el hombre.
Y entonces sucedió lo más increíble: el 1.° de
agosto de 1958 unos mineros encontraron a unos 200 metros de profundidad, bajo
las colinas de Maremma, en el centro de Italia, un esqueleto que ha sido
identificado por el profesor Hörzeler, del museo de Ciencias Naturales y
Etnológicas de Basilea, como el del ser más antiguo parecido al hombre. Tiene
de diez a once millones de años.
Hasta ahora la ciencia nos había anunciado que el mono no había evolucionado a
hombre hasta hace aproximadamente un millón de años. Ahora resulta que somos
tan viejos como los monos y posiblemente incluso más viejos. Quizás oigamos
dentro de poco que los monos son hombres degradados. No resultaría extraño, si
se tiene en cuenta que acaban de incluir en una exposición de arte varias «obras pictóricas » de un chimpancé.
Tenemos que admitir por lo tanto que el mono, en el mejor de los casos, es tan
solo nuestro pariente lejano, pero de ningún modo nuestro antepasado. Adán no
fue un gorila. Eva no fue una chimpancé. Y cuando nos portamos como monos no
podemos alegar con orgullo que así honramos la memoria de nuestros antepasados.
No era la Biblia la equivocada, sino la ciencia.
Ya en los primeros siglos del cristianismo, los doctores de la Iglesia sabían
qué partes importantes de la Biblia tienen un sentido simbólico; el primero que
habla de esto es el apóstol San Pablo. Y por lo que respecta a la cronología de
la Biblia, sabemos hace tiempo que no siempre debe tomarse «al pie de la letra». ¿Un ejemplo de ello?: se señala a
Jesús con frecuencia como hijo de David. Sin embargo David vivió más de
setecientos años antes de Cristo y fue su... antepasado.
«Hijo» significa en la Biblia «descendiente de».
Por lo demás, la teoría de la evolución bien entendida -y hay que aceptarla
dentro de ciertos límites- no es ninguna prueba contra la acción creadora de
Dios. Evolución no es otra cosa que creación «a
largo plazo». Y este plazo sólo es largo para nosotros los pigmeos de lo
temporal, pero no para Dios, que vive fuera de todo lo temporal.
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