El Beato Carlo
Gnocchi responde: Sufre en primer término por su condición de hombre,
responsable en esencia del pecado original.
Por: P. Miguel A. Fuentes, IVE | Fuente: ElTeologoResponde.org
Por: P. Miguel A. Fuentes, IVE | Fuente: ElTeologoResponde.org
PREGUNTA:
Estimado Padre:
Algo que nunca he podido entender es el tema del dolor de los niños y de las personas inocentes. ¿Por qué Dios lo permite? ¿Acaso no es Dios? ¿Acaso no puede impedirlo? Estas preguntas a veces me quitan el sueño… y a veces parece que me pueden quitar incluso la fe. Ayúdeme.
Algo que nunca he podido entender es el tema del dolor de los niños y de las personas inocentes. ¿Por qué Dios lo permite? ¿Acaso no es Dios? ¿Acaso no puede impedirlo? Estas preguntas a veces me quitan el sueño… y a veces parece que me pueden quitar incluso la fe. Ayúdeme.
RESPUESTA:
Para su pregunta puntual
este artículo de Sebastián Sánchez puede representar la respuesta más precisa y
magnífica. Resume el autor el pensamiento del Beato Don Carlo Gnocchi y de una pequeña joya de la
teología católica, su obrita: ‘Pedagogía del dolor inocente’. Léalo; no tiene
desperdicio.
El
título original de este artículo es: ‘Breve
semblanza de la figura y pensamiento del padre de los niños
mutilados ‘, pero supera la pura semblanza y responde al tema
del dolor del niño y del inocente.
Tomado de la Revista Arbil
nº 87 // por Sebastián Sánchez
Según la acertada expresión de S.S. Juan Pablo
II . Don Carlo Gnocchi, un desconocido para las generaciones hodiernas, fue uno
de los más eminentes apóstoles de la Caridad del siglo XX dedicado
especialmente al auxilio, espiritual primero y físico después, de los niños
sufrientes. Su figura debe ser justipreciada en estas épocas de diabólica inquina contra la niñez.
VIDA Y
OBRA
Nació Don Carlo Gnocchi en San Colombano al
Lambro el 25 de Octubre de 1902. Siendo muy pequeño, apenas cinco años, Carlo
perdió a su padre y se trasladó a Milán con su madre y sus dos hermanos, Andrea
y Mario, quienes poco después murieron víctimas de la tuberculosis. Apenas unos
años más tarde ingresó al seminario del Cardenal Andrea Ferrari y en 1925 fue
ordenado sacerdote del Arzobispo de Milán, Eugenio Tosi. El 6 de junio de ese
año celebró su primera misa en Montesiro.
En 1936 el Cardenal Ildefonso Schuster lo nombró
director espiritual de la escuela del prestigioso Instituto Gonzaga de
los Fratelli delle Scuole Crist iane. Allí, Don Carlo se dedicó profundamente a
estudiar y escribir sobre pedagogía, una de sus más grandes preocupaciones.
Hacia fines de esa década, el Cardenal Schuster le encomendó la asistencia
espiritual de los estudiantes de la Universidad Católica de Milán y en ese
puesto lo encontró el inicio de la II Guerra Mundial, hacia la que partieron
muchos de sus jóvenes universitarios. Por ello, sin dubitaciones, el P. Gnocchi
se enroló como capellán voluntario del batallón alpino Val Tagliamento con el que fue destinado
al frente greco albanés. Una vez terminada la Campaña de los Balcanes, y luego
de un breve interregno en Milán, Don Carlo partió nuevamente al frente, esta
vez a la Rusia desangrada por los rojos, junto a los alpinos de la División Tridentina . Allí comenzó su
peregrinar por el dolor y el horror y, al mismo tiempo, su más grande aventura
evangélica.
Una oscura y helada noche de enero de 1943
encontró a Don Carlo marchando junto a sus soldados en la dramática retirada
del contingente italiano, poco después de ser derrotados por los comunistas.
Mientras marchaba daba ánimo a los heridos y ateridos milites hasta que,
extenuado por el dolor y vencido por el frío, se dejó caer junto a un grupo de
agotados soldados a la vera del helado camino ruso. Poco después, un médico
amigo pretendió recogerlo pero él, casi agonizante, se negó a dejar a sus
soldados. Mas éstos le dijeron una y otra vez: ‘Id,
Capellán, ayudad a nuestros hijos, amparad a nuestros huérfanos’.
Estremecido por el pedido, Don Carlo aceptó ser trasladado a un hospital de
campaña en el que se recuperó de las heridas del cuerpo. Allí terminó la guerra
para él.
Una vez retornado a Italia, el P. Gnocchi
comenzó su peregrinación por el Valle Alpino buscando a los huérfanos, en
cumplimiento de la palabra empeñada a sus alpinos en Rusia.
En 1945 fue nombrado director del Istituto Grandi Invalidi de Arosio donde
acogió a los primeros huérfanos de guerra y niños mutilados. De ahí en más una
maravillosa obra coronaría los esfuerzos de nuestro sacerdote. En 1949 obtuvo
su primer reconocimiento: el permiso para la fundación de la Federazione Pro Infanzia Mutilata. A
partir de ese momento comenzó a fundar colegios para los niños mutilados y para
los acuciados por una terrible enfermedad: la poliomielitis. Así nacieron los
colegios de Parma (1949), Pessano (1949), Turín (1950), Inverigo (1950), Roma
(1950), Salerno (1950) y Pozzolatico (1951).
Víctima de un tumor maligno incurable, Don Carlo
Gnocchi partió a la Casa del Padre el 28 de febrero de 1956 en Milán. Italia
entera se dispuso entonces a darle el último adiós al ‘padre
dei mutilatini’.
Treinta años después de su muerte, el Cardenal
Carlo María Martini instituyó el Proceso de Beatificación, cuya fase diocesana
concluyó en 1991. El 20 de diciembre de 2002 el Papa Juan Pablo II lo declaró
Venerable.
LA
TEOLOGÍA DEL DOLOR
Sin duda la obra del P. Gnocchi ha sido
impresionante pero de poco habría de estimarse si no se comprende el sentido
último que le impuso desde un primer momento. No fue filantropía la que lo
movió a ocuparse de los niños sufrientes pues para ello hubiese bastado con la
acción de las muchas logias masónicas que asolaban, y asolan, a Italia. Nuestro
sacerdote no padeció la tara ideológica del progresismo eclesial que considera
a la Iglesia una ‘agencia social’ y,
justamente por ello, pudo dar testimonio del valor del dolor de los niños.
Testimonio indeleble unido a la Tradición de la Iglesia para ejemplo del mundo.
Para que no hubiese confusiones respecto de su
obra el P. Gnocchi escribió un libro precioso en el que magistralmente conjuga
sus dos amores primeros: la enseñanza y la atención de los niños dolientes. De
ese modo, el breve ‘Pedagogía del dolor inocente’ resulta ser su obra magna, en
la que retoma la Tradición inefable y el Magisterio Auténtico para presentar
las razones que deben mover a respetar y, en cierta medida, venerar el carácter
salvífico del dolor de los niños. En ese sentido, esta pequeña gran obra es un
antecedente de la magnífica Carta Apostólica Salvifici
Doloris de Juan Pablo II, en tanto magnífica exposición de la
‘teología del dolor’.
Don Gnocchi señala que la comprensión del dolor
de los pequeños es la clave para comprender cualquier dolor y, puesto en esa
tarea aprehensiva, concibe el sufrimiento humano en general como parte de una
arcana solidaridad que ‘actúa en sentido vertical y
en sentido horizontal, vincula a los miembros con la Cabeza y a todos los
miembros entre sí’. Del mismo modo, el Santo Padre, en la Carta citada
dice que ‘aunque el mundo del sufrimiento exista en
la dispersión (en forma individual), contiene en sí un singular desafío a la
comunión y a la solidaridad' (Salvifici Doloris, N°8).
Dos fuentes tiene entonces el dolor de niño:
sufre en primer término por su condición de hombre, responsable en esencia del
pecado original y ‘por consiguiente implicado en su secular expiación’. He allí
su solidaridad vertical.
Pero el niño sufre también, y esta es la base de
la solidaridad horizontal, por los pecados y abominaciones cometidas por todos
los hombres. Razón ésta, dice Don Carlo, que ‘debería
servir de freno al hombre cada vez que se siente tentado a pecar’.
Para el primer caso, el ‘remedio’
es el óleo y el crisma del Santísimo Sacramento del Bautismo. Para el
segundo, vale la reiteración, que los hombres se guarden de pecar
convirtiéndose al Bien, la Verdad y la Belleza en tanto aceptación del llamado
de Cristo.
Sin embargo, y pese a esta explicación, el hombre
se pregunta: ‘¿Por qué sufre este inocente? ¿Por
qué se abaten sobre él las iniquidades de los esbirros del Mal?’ ¿Por qué,
Señor, no he de ser yo, pecador miserable, quien sufra en vez de esta criatura
pura? En la base de estos interrogantes se encuentra el argumento que, como
dijera en su día Gilson, más conquistas ha propiciado al ateísmo: ‘Si Dios
existe, ¿por qué el mal?’.
La respuesta a esta cuestión nos la ha dado el
Apóstol de los Gentiles cuando dice: ‘Cumplo en mi
carne lo que falta a la Pasión de Cristo’ (Col 1, 24). La comprensión
del dolor inocente se completa y plenifica al advertir que el Cordero de Dios
es el arquetipo del sufriente puro e inocentísimo. Alzando nuestra mirada al
Varón de Dolores, como proféticamente lo llamara Isaías, nos acercamos al
misterio inefable que permite aprehender el porqué del dolor de los niños.
En efecto, para la remisión total de los pecados
del mundo era necesaria tal pureza en la víctima que sólo Dios podía poseerla y
por ello envió a su propio Hijo sobre la tierra a morir en la Cruz. Pero para
completar el sufrir del Ungido, como enseña San Pablo, es necesaria la más alta
contribución que el hombre puede brindar: el ofrecimiento de las almas que
sufren sin el peso de las propias culpas personales, al modo de Nuestro Señor.
‘El niño doliente – dice
el P. Gnocchi – es un pequeño cordero que purifica
y redime’. Es por ello, como dijera Pío XII en su hora, ‘un sacrificio viviente de la humanidad inocente por la
humanidad pecadora’. Cada niño mancillado es, en virtud del Misterio, un
precioso intercesor y mediador de gracias.
LA
PEDAGOGÍA DEL DOLOR INOCENTE
El P. Gnocchi llega al núcleo de su obra cuando
advierte que los educadores cristianos, es decir los padres, los sacerdotes y
los maestros, deben conocer y aplicar los principios de la ‘pedagogía sobrenatural del dolor’. Tienen el
deber de procurar, en cada niño sufriente, la conciencia y el sentido del valor
de su dolor. El pequeño ha de reconocer así que el fin último de su pesar es
Cristo crucificado que sufre con él y por él por la remisión de los pecados del
mundo.
Sin esta conciencia debidamente inspirada por
los educadores cristianos se produce un ‘enloquecedor
derroche’ pues el niño no sabe por qué sufre (una
razón más, vale agregar, para resistir el avance destructivo del laicismo
anticristiano en nuestras escuelas). Si los pequeños no alcanzan esta
conciencia, nos dice Don Carlo, ‘se priva a Cristo
y a la Iglesia del tesoro insustituible y precioso del dolor infantil’.
En efecto, la casi siempre impertérrita
desatención hacia las ‘cosas del Cielo’ suele
impedir a los hombres advertir el enorme valor de tesoros espirituales como
éste, escondido en las almas de los inocentes.
Es cierto que Don Gnocchi, testigo inmediato de
la orfandad, enfermedad y mutilación de los niños, dedica poca atención al
sufrimiento moral de los mismos. Pero es verdad también que vivió en una época
signada por la guerra y en la que todavía no se vislumbraban los oscuros
contornos de la Cultura de la Muerte. Hoy, el ‘dolor
del alma’ de los pequeños es cosa cotidiana, asediados como están por
quienes con escarnio e irrisión los hacen objeto de las más terribles
atrocidades. Don Gnocchi no llegó a conocer la prostitución infantil
institucionalizada, el aborto considerado como derecho humano, la ideología de
género embebiendo toda perversa educación sexual. No alcanzó a ver, ¡feliz de
él!, la retorcida pretensión destructiva de la niñez de los ‘defensores de los derechos de los niños’ que
ocupan sitiales de honor en los organismos internacionales ni escuchó los
argumentos a favor de la eutanasia de los niños enfermos, bajo pretexto de ‘no hacerlos sufrir’. Valga esto de excusa
suficiente para algunas omisiones, que hoy en día resultarían del todo
inadmisibles.
EL
BUEN COMBATE POR LOS NIÑOS DOLIENTES
Grande yerro se comete si se cree que de lo
antedicho se colige la pasividad ante el sufrimiento de los niños. La necesidad
de adquirir el sentido de la sublime teología del dolor y su consecuente
pedagogía, no invalida en absoluto el hecho de combatir la iniquidad del ‘mundo’ hacia los que sufren, especialmente contra
los débiles e inocentes.
Lo sostiene con vigor el Santo Padre al advertir
que ‘el Evangelio es la negación de la pasividad
ante el sufrimiento’ (S.D., N° 29) Nada puede, ni debe, abolir nuestra
pena cuando asistimos a la visión de un niño mancillado en su pureza, vulnerado
en su inocencia.
Lo ha dicho el Señor a los justos que
piadosamente acunaron a los párvulos: ‘Todo lo que
hiciereis a uno de mis pequeños, a Mi me lo hacéis’ (Mt 10,42). Pero
también sentenció a los impíos que los avasallaron: ‘En
verdad os digo que cuando dejasteis de hacer eso con uno de estos pequeñuelos,
conmigo dejasteis de hacerlo’ (Mt 25,45)
Apremia el derecho y la obligación del combate
contra los que propalan el dolor físico y moral a niños. Son sus enemigos y por
ello lo son de la Iglesia y de Cristo mismo.
El Buen Combate que ha de librarse es ante todo
interior, para evitar que los párvulos sufran por la remisión de nuestras
miserias. Pero es también exterior pues se trata, como dice Juan Pablo II, de ‘la terrible batalla entre las fuerzas del bien y del mal
que nos presenta el mundo contemporáneo’ (S.D, N° 31)
Por ello, y se nos disculpará lo atrevido de la
afirmación, restaurar los verdaderos derechos (naturales y sobrenaturales) de
los niños es restaurar de los derechos de Cristo Rey. Es, en definitiva,
iniciar el tránsito por el largo y providencial camino hacia la Restauración de
Cristo en todas las cosas.
¿Cómo comenzar? Hagamos lo que nos ordena el P.
Gnocchi: todas las mañanas besemos el corazón de nuestros pequeños para
reconocer allí la Santísima Trinidad presente y operante.
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