Una vocación religiosa reprimida,
torcida o desviada acaba degenerando, tarde o temprano, en creencias nebulosas
o turbias, en idolatrías y supersticiones de diverso signo, en cultos más o
menos esotéricos en los que, con frecuencia, Dios ha sido suplantado por un
sucedáneo de naturaleza diabólica.
El
paulatino desvelamiento de los tejemanejes de esa secta llamada muy
pomposamente Orden y Mandato de San Miguel Arcángel (¡manda huevos que con ese
nombre y con el hábito de colores chillones que se gastaban sus «prosélitas»
obtuvieran autorización eclesiástica!) me pilla leyendo varios libros sobre las
sectas de alumbrados que florecieron durante el siglo XVI. Resulta muy
aleccionador comprobar cómo los alumbrados de antaño y los «miguelianos» de
hogaño repiten miméticamente vicisitudes escabrosas y delirantes, rematadas por
lo que los antiguos teólogos llamaban delectatio morosa, esa aberración
que trata de fundir espiritualidad y cochinería.
Si algo nos enseña el estudio de la naturaleza humana en todas las épocas y circunstancias es que la vocación religiosa del hombre es irrefrenable; y que, allá donde esa vocación es reprimida por falta de transmisión de la fe o exaltada con turbias mistificaciones, no tardan en florecer las putrescencias religiosas más alambicadas y abracadabrantes. Y es natural que así ocurra: una vocación religiosa reprimida, torcida o desviada acaba degenerando, tarde o temprano, en creencias nebulosas o turbias, en idolatrías y supersticiones de diverso signo, en cultos más o menos esotéricos en los que, con frecuencia, Dios ha sido suplantado por un sucedáneo de naturaleza diabólica. Ocurre esto, sobre todo, en sociedades que, por debilitar hasta la consunción la transmisión de la fe, abocan a sus miembros a una incertidumbre en la que se extravía el sentido de su vida.
Y así, huérfano de asideros en los que poder afirmar su vocación sobrenatural, el hombre de nuestra época acaba en las garras de las sectas más estrafalarias, en las que la falsificación de los misterios de la fe se desarrolla de los modos más variopintos: a veces tales misterios son expuestos fragmentariamente, entremezclados con pacotillas sonrojantes; otras veces son parodiados sacrílegamente; otras, directamente sustituidos por misterios de naturaleza infernal. El sincretismo religioso, la contaminación gnóstica, el panteísmo y la brujería, la exaltación del apetito sexual o, por el contrario, la represión fanática del mismo, son algunas de las estrategias seguidas por la sectas en su captación de nuevos adeptos, a los que prometen una falsa salvación y acaban destruyendo, con frecuencia después de haberles vaciado los bolsillos y haberlos empleado en las actividades más sórdidas.
El proselitismo de las sectas alcanza, además, su mejor caldo de cultivo en sociedades donde la ruptura de los vínculos naturales creados por la tradición convierte las familias en campos de Agramante y hace de toda aspiración comunitaria una quimera. En sociedades así, parece inevitable que se multipliquen las personas inmaduras, inestables, infelices y soñadoras, también las personas desarraigadas y solitarias, que ante la falta de horizonte laboral o afectivo buscan consuelo espiritual en una especie de invernadero o coto cerrado religioso, donde se les prometen «cambios maravillosos» en su vida. Más alucinante es que este tipo de sectas puedan llegar a gozar de autorización eclesiástica; prueba evidente de que la proliferación de «carismas» que hemos padecido en las últimas décadas, más que un síntoma de riqueza espiritual, es una prueba evidente del grado de desconcierto y pachanga alcanzado, bajo coartada «carismática». Diríase que cualquier botarate o felón, dándoselas de devoto y haciéndole un poco la pelota al obispo de su diócesis, pudiese montar conventículo aparte. ¡Pobre Espíritu Santo, cuántos disparates se cometen en su nombre!
© Abc
Si algo nos enseña el estudio de la naturaleza humana en todas las épocas y circunstancias es que la vocación religiosa del hombre es irrefrenable; y que, allá donde esa vocación es reprimida por falta de transmisión de la fe o exaltada con turbias mistificaciones, no tardan en florecer las putrescencias religiosas más alambicadas y abracadabrantes. Y es natural que así ocurra: una vocación religiosa reprimida, torcida o desviada acaba degenerando, tarde o temprano, en creencias nebulosas o turbias, en idolatrías y supersticiones de diverso signo, en cultos más o menos esotéricos en los que, con frecuencia, Dios ha sido suplantado por un sucedáneo de naturaleza diabólica. Ocurre esto, sobre todo, en sociedades que, por debilitar hasta la consunción la transmisión de la fe, abocan a sus miembros a una incertidumbre en la que se extravía el sentido de su vida.
Y así, huérfano de asideros en los que poder afirmar su vocación sobrenatural, el hombre de nuestra época acaba en las garras de las sectas más estrafalarias, en las que la falsificación de los misterios de la fe se desarrolla de los modos más variopintos: a veces tales misterios son expuestos fragmentariamente, entremezclados con pacotillas sonrojantes; otras veces son parodiados sacrílegamente; otras, directamente sustituidos por misterios de naturaleza infernal. El sincretismo religioso, la contaminación gnóstica, el panteísmo y la brujería, la exaltación del apetito sexual o, por el contrario, la represión fanática del mismo, son algunas de las estrategias seguidas por la sectas en su captación de nuevos adeptos, a los que prometen una falsa salvación y acaban destruyendo, con frecuencia después de haberles vaciado los bolsillos y haberlos empleado en las actividades más sórdidas.
El proselitismo de las sectas alcanza, además, su mejor caldo de cultivo en sociedades donde la ruptura de los vínculos naturales creados por la tradición convierte las familias en campos de Agramante y hace de toda aspiración comunitaria una quimera. En sociedades así, parece inevitable que se multipliquen las personas inmaduras, inestables, infelices y soñadoras, también las personas desarraigadas y solitarias, que ante la falta de horizonte laboral o afectivo buscan consuelo espiritual en una especie de invernadero o coto cerrado religioso, donde se les prometen «cambios maravillosos» en su vida. Más alucinante es que este tipo de sectas puedan llegar a gozar de autorización eclesiástica; prueba evidente de que la proliferación de «carismas» que hemos padecido en las últimas décadas, más que un síntoma de riqueza espiritual, es una prueba evidente del grado de desconcierto y pachanga alcanzado, bajo coartada «carismática». Diríase que cualquier botarate o felón, dándoselas de devoto y haciéndole un poco la pelota al obispo de su diócesis, pudiese montar conventículo aparte. ¡Pobre Espíritu Santo, cuántos disparates se cometen en su nombre!
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