No
pertenecemos al mundo incondicionalmente, sólo pertenecemos del todo a
Jesucristo y a la Iglesia, verdadera patria espiritual, que está aquí en la
tierra y que traspasa la barrera del espacio y del tiempo para desembarcarnos
en la patria definitiva del cielo.
CONTEMPLAR
EL EVANGELIO DE HOY
Día
litúrgico: Viernes XIV del tiempo ordinario
Texto
del Evangelio (Mt 10,16-23): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos:
«Mirad que yo os envío como ovejas en medio de lobos. Sed, pues, prudentes como
las serpientes, y sencillos como las palomas. Guardaos de los hombres, porque
os entregarán a los tribunales y os azotarán en sus sinagogas; y por mi causa
seréis llevados ante gobernadores y reyes, para que deis testimonio ante ellos
y ante los gentiles. Más cuando os entreguen, no os preocupéis de cómo o qué
vais a hablar. Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento.
Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre
el que hablará en vosotros.
Entregará
a la muerte hermano a hermano y padre a hijo; se levantarán hijos contra padres
y los matarán. Y seréis odiados de todos por causa de mi nombre; pero el que
persevere hasta el fin, ése se salvará. Cuando os persigan en una ciudad huid a
otra, y si también en ésta os persiguen, marchaos a otra. Yo os aseguro: no
acabaréis de recorrer las ciudades de Israel antes que venga el Hijo del
hombre».
Comentario:
P. Josep LAPLANA OSB Monje de Montserrat (Montserrat, Barcelona, España)
SERÉIS
ODIADOS DE TODOS POR CAUSA DE MI NOMBRE
Hoy,
el Evangelio remarca las dificultades y las contradicciones que el cristiano
habrá de sufrir por causa de Cristo y de su Evangelio, y como deberá resistir y
perseverar hasta el final. Jesús nos prometió: «Yo estoy con vosotros todos los
días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20); pero no ha prometido a los suyos un
camino fácil, todo lo contrario, les dijo: «Seréis odiados de todos por causa
de mi nombre» (Mt 10,22).
La
Iglesia y el mundo son dos realidades de “difícil” convivencia. El mundo, que
la Iglesia ha de convertir a Jesucristo, no es una realidad neutra, como si
fuera cera virgen que sólo espera el sello que le dé forma. Esto habría sido
así solamente si no hubiese habido una historia de pecado entre la creación del
hombre y su redención. El mundo, como estructura apartada de Dios, obedece a
otro señor, que el Evangelio de san Juan denomina como “el señor de este
mundo”, el enemigo del alma, al cual el cristiano ha hecho juramento — en el
día de su bautismo — de desobediencia, de plantarle cara, para pertenecer sólo
al Señor y a la Madre Iglesia que le ha engendrado en Jesucristo.
Pero
el bautizado continúa viviendo en este mundo y no en otro, no renuncia a la ciudadanía
de este mundo ni le niega su honesta aportación para sostenerlo y para
mejorarlo; los deberes de ciudadanía cívica son también deberes cristianos;
pagar los impuestos es un deber de justicia para el cristiano. Jesús dijo que
sus seguidores estamos en el mundo, pero no somos del mundo (cf. Jn 17,14-15).
No pertenecemos al mundo incondicionalmente, sólo pertenecemos del todo a
Jesucristo y a la Iglesia, verdadera patria espiritual, que está aquí en la
tierra y que traspasa la barrera del espacio y del tiempo para desembarcarnos
en la patria definitiva del cielo.
Esta
doble ciudadanía choca indefectiblemente con las fuerzas del pecado y del
dominio que mueven los mecanismos mundanos. Repasando la historia de la
Iglesia, Newman decía que «la persecución es la marca de la Iglesia y quizá la
más duradera de todas».
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