Lo primero
que hizo Jesús al hacerse hombre fue vaciarse de sí mismo.
"El
cual, siendo de condición divina, no se aferró a su igualdad a Dios, sino que
se despojó de sí mismo tomando condición de esclavo. Asumiendo semejanza humana y apareciendo en su porte como hombre se
rebajó a sí mismo" (Fil 2, 6-7).
Nuestra misión en la vida, entonces, es cooperar con la gracia de Dios y
despojarnos de nosotros mismos para que nos pueda colmar la Trinidad.
No se trata
de desentenderse de las responsabilidades propias, sino de hacernos capaces de
amar tanto a Dios como a los demás con un amor puro. No se trata de escapar del mundo para estar solos, sino para estar con
Dios. Se trata de hacer penitencia, no para borrar nuestras culpas, sino porque
la penitencia borra las huellas del pecado.
Debemos
vaciarnos de nosotros mismos no para lograr ser dueños de nosotros mismos, sino
para estar llenos de Dios; para transformarnos en Jesús.
No existe un método específico para negarse uno a sí
mismo. Cada uno de nosotros tiene virtudes
y defectos peculiares que convierten en algo único el proceso de transformarnos
en alguien semejante a Jesús.
Debemos poner nuestra mirada en Jesús, leer su Palabra
en la Escritura y pedir al Espíritu Santo que ilumine nuestras mentes de la
forma más adecuada para poder alcanzar la meta que Él nos ha trazado.
Quizás el secreto de la oración y de la santidad de vida esté envuelto en
la petición divina de escuchar -
escuchar Su presencia silenciosa - esa presencia que penetra nuestro ser y nos
conserva la existencia; Esa presencia que llena las almas de amor y
serenidad; esa presencia que nos fortalece cuando nos sentimos débiles.
Hemos
olvidado cómo detenernos: nos come el deseo de estar en marcha. Hemos olvidado cómo quedarnos quietos: nos come el
deseo de estar en movimiento. Hemos olvidado cómo escuchar: nos come el deseo
de ser escuchados. No importa dónde o con quién estemos, podemos siempre decir
como Jacob:
"Verdaderamente está Yahvé en
este lugar y yo no lo sabía" (Gn 28,16).
Él no está tan lejos de nosotros como pensamos, pues siempre caminamos en
Su presencia; Él vive por la gracia en el centro de nuestras almas.
Percibimos el silencio de Su presencia en la quietud de la noche, en la
oscuridad de nuestras almas y en los corazones de nuestros prójimos.
Oímos el sonido de Su voz en las inaudibles palabras que nos gritan Su
presencia desde las flores y los árboles.
Su presencia
silenciosa clama a nosotros cuando lo vemos sufrir en el solitario y el
abandonado. Su presencia silenciosa nos pide compasión en el abatido y el
herido. Su presencia, que nos rodea como un
sonido profundo, entibia nuestras almas frías con una calma silenciosa,
tranquilizante y reconfortante. Nos aconseja que nos detengamos y
entendamos Su amor porque, éste, al igual que Su presencia, también es
tranquilo y lo consume todo. Su presencia silenciosa, como una venda empapada
en aceite, sana las heridas del pecado.
Nuestras
almas, como si fueran esponjas secas, buscan el agua de la vida eterna, para
saciarse de Su presencia silenciosa.
Nosotros
podemos alejarnos de Él, pero Él nunca se aleja de nosotros.
Si deseamos
vivir como cristianos debemos estar conscientes uno del otro, y presentes ante
el otro, porque si se desvanece el sentido de la presencia, uno de los dos se
queda solo.
Cuando los
amigos dejan de estar conscientes uno del otro se convierten en desconocidos. Y
con Dios pasa lo mismo. Él está ante la puerta de nuestro corazón y quiere que
le abramos para poder habitar ahí y reinar como Rey.
Sin ser
posesivo, desea poseernos. Desea nuestro corazón para llenarlo con amor y para
que nosotros podamos amar más a los demás. Desea nuestros pensamientos para
elevarlos hasta lo más alto. Desea todo nuestro ser para elevarlo a la altura
de Su naturaleza. Desea sentirse en casa en los rincones de nuestra alma; un
Amigo que siempre está ahí, listo para consolarnos, amarnos y hacernos felices.
Estamos
envueltos por palabras y rodeados de ruido; desde el fondo de nuestro corazón
suplicamos silencio - no el silencio mortal del vacío ni el silencio que nace
de la ausencia de ruido - sino el silencio profundo, el silencio que pronuncia
palabras inaudibles y vibra con sonidos de quietud.
Necesitamos
el silencio que nos pone cara a cara frente a Dios en un acto de fe y amor. Es
necesario cerrar los ojos y darnos cuenta que la oscuridad que percibimos no es
una ausencia sino una presencia- una presencia escondida en lo más profundo de
nuestras almas-, una presencia tan cercana a nosotros que todo parece oscuridad.
Dios es un
espíritu y conversa con nosotros en un ambiente de silencio porque nuestras
almas son incapaces de escuchar Su voz cuando están saturadas de ruido y
confusión.
Nadie puede ver a Dios en esta vida y seguir vivo; Su gloria aniquilaría nuestra débil, miserable
naturaleza humana. La segunda Persona de la Santísima Trinidad hubo de
despojarse de Su gloria y hacerse uno de nosotros para que nosotros pudiéramos
ver a Dios en esta vida.
Él ya ha
derrotado la muerte y retornado a Su gloria, y nosotros vivimos en Su Espíritu
y debemos conversar con Él "en espíritu y en verdad" (Jn 4, 23).
La belleza
de Su naturaleza es como el fleco de la orilla de Su manto; las montañas son
como borlas esparcidas aquí y allá cuando Su presencia pasó a un lado durante
la creación.
El mismo
Jesús pasó horas comunicándose con Su Padre en la quietud de la noche y al
alba. Esas son quizás las horas más refrescantes y benéficas del día para
percatarse la presencia silenciosa de Dios en nosotros y alrededor de nosotros.
Frecuentemente
no somos conscientes de esa presencia porque no ponemos atención a ella.
Hay ocasiones en que debemos redoblar nuestro sentido del oído, para
escuchar a Dios, lo cual hacemos cuando hacemos un esfuerzo para ser conscientes
del silencio que está dentro de nosotros y a nuestro alrededor. Es así como
tocamos la esencia de Dios, presente en todas partes. Donde Él no está,
solamente está la nada. San Pablo nos dice que "en Él vivimos, nos movemos
y somos" (Hechos 17,28).
Él vive en nosotros a través de la gracia, y nosotros también vivimos en Él
a través de Su esencia, porque Su omnipotencia nos conserva a nosotros y a todo
lo demás en la existencia.
Nuestro
mismo ser es levantado por Él, y ello debería hacernos conscientes de esa
fuerza silenciosa que nos sostiene, nos reconstruye, nos moldea y desea
transformarnos en Jesús.
Debemos
quedarnos quietos y permitir que Su presencia penetre nuestro ser a base de
entregarle nuestra voluntad, la totalidad de nosotros mismos.
En la conciencia
del silencio, debemos elevar nuestras mentes a la Trinidad que vive en nuestras
almas.
Escuchamos
la presencia silenciosa del Padre y decimos: "Señor, Padre, engendra a
Jesús en mí" Escuchamos la presencia silenciosa de la Palabra Eterna y decimos:
"Señor Jesús, da fruto en mí". Escuchamos
la presencia silenciosa del Espíritu Eterno y decimos: "Señor Espíritu,
transfórmame en Jesús".
El relato de la creación en el Génesis es un hermoso ejemplo de su
presencia silenciosa y de sus modos secretos. Cuando el hombre inventa o produce algo valioso, se
escriben muchos libros al respecto. Mas el escritor sagrado, inspirado por el
Espíritu, que revoloteaba sobre las aguas, simple y sencillamente afirma la
totalidad de la creación en menos de dos páginas.
Algunas
personas gustan de imaginar la creación del universo como una explosión
caótica, y sin embargo, nuestra experiencia cotidiana de la continua creación
de Dios nos enseña todo lo contrario.
Vivimos en
la era atómica, pero pocas veces pensamos en la tremenda energía y actividad
desplegada por esas partículas invisibles llamadas átomos. Cada átomo es un
sistema solar en miniatura, alrededor del cual electrones y protones giran
millones de veces por segundo, y sin embargo, todo pasa en absoluto silencio.
En silencio y en total invisibilidad.
Somos
testigos cada primavera de un espectáculo de fantástica energía cuando cada
hoja de hierba, cada flor y cada enredadera, en busca del sol, del color y de
la vida, se hacen un camino en la tierra - todo en silencio.
El hombre se
enorgullece de sus inventos y computadoras, que ocupan tanto espacio en cuartos
ruidosos y oficinas. Y sin embargo, la mente humana, que posee algo mucho más
grande que un banco de memoria, es tan callada que nadie sino Dios la escucha
razonar y decidir el curso de su vida.
Día y noche
trabajan los gigantescos generadores que producen toda la electricidad
necesaria para iluminar varias ciudades. Y sin embargo, cada día, la mitad del
mundo se ilumina desde temprano al salir el sol envuelto en dorado resplandor -
en hermoso silencio.
Las máquinas
inventadas por el hombre para llevar a cabo las tareas que él no puede realizar
son pesadas, grandes y ruidosas. Pero las células nerviosas del cerebro que
crea esas máquinas pesan menos de la mitad de una onza, son microscópicas- y
absolutamente silenciosas en su operación.
Dios trabaja silenciosamente; Su gracia es silenciosa
e imperceptible; Su poder vivificante es silencioso; Su providencia es
silenciosa; los milagros que realiza diariamente en la creación son
silenciosos; Su poderosa mano, al guiar los destinos de los hombres y las
naciones, también es silenciosa;
Su
presencia, que nos rodea como el aire que respiramos, es silenciosa. Es en el
alma que nos parecemos a Él, de modo que debe ser en el alma donde se realiza
nuestra unión con Dios, como Espíritu.
El Espíritu
Santo, cuya presencia es tan silenciosa por ser interior, ve nuestros
pensamientos, oye nuestros suspiros y cumple nuestros deseos.
El aliento
mismo de Dios respira dentro de nosotros, que somos sus templos vivos. Mueve
nuestra voluntad pero nunca interfiere con su libertad. Corrige nuestras debilidades
con amable persuasión e inspira en el pensamiento santos deseos y obras llenas
de celo.
Él procede
del Padre y del Hijo, y toca nuestras almas con un rayo de luz que ilumina
nuestras mentes, aumenta nuestra fe, anima nuestra esperanza y pone fuego a
nuestra débil caridad. Los buenos pensamientos que tenemos no son sino simples
susurros de Su voz amable; nuestra conciencia: el aguijón de Su guía; nuestros
deseos de santidad: la chispa de Su amor; la fortaleza de nuestras almas: el
poder de su omnipotencia. Llena nuestras almas de bondad, paz, amor, gozo,
amabilidad y misericordia.
Con suaves
pensamientos de peligro nos advierte de las ocasiones de pecado. Nos infunde
deseos de establecer metas y de trabajar por el Reino. Nos susurra palabras de
amor para que podamos hablar con el Padre, y actos de heroísmo para ser
realizadas en nombre del Hijo.
Nos vigila
cuando dormimos y pone nuestros pies sobre el suelo al comienzo del nuevo día.
Mientras no lo echemos fuera de nosotros con el pecado, Él vive en nuestras
almas para infundirnos un espíritu de amor que nosotros no podríamos ni
siquiera soñar. Fuimos creados para amar, pero Él nos transforma en amor al
hacernos como Él es, y nos hace posible parecernos cada vez más a Jesús en
pensamiento y en obra.
Lo que a
nosotros nos corresponde en la obra de nuestra propia santificación es
permitirle actuar en nosotros con toda libertad, entregarle nuestra voluntad
para que la suya se cumpla en nosotros y darle nuestro corazón para que Él lo
utilice para amar.
Él, y sólo
Él, puede hacer que Jesús dé fruto en nuestros corazones. Él, y sólo Él, puede
otorgarnos la gracia, puesto que sólo Dios puede entregar a Dios a los hombres.
Su Espíritu piensa con nuestro pensamiento y respira con nuestro aliento,
porque Su deleite es estar con los hijos de los hombres.
Él sabe que
está de visita en nuestra casa, como un amigo; nunca dispone de nosotros a su
antojo. Viene a nosotros en el bautismo y permanece en nosotros con Sus dones
mientras nosotros así lo queramos. Nuestra voluntad es la única que puede
echarlo fuera, cuando nos preferimos a nosotros mismos y al pecado más que a
Él. Dios y el enemigo no pueden convivir en la misma casa al mismo tiempo. El
ruido y la confusión del pecado y del egoísmo ahogan Su voz y lo ahuyenta.
De los tres
huéspedes silenciosos, el Espíritu Santo es el más callado, porque Su trabajo
consiste en cambiarnos, santificarnos y transformarnos. Por su misma naturaleza
se trata de un trabajo oculto, de modo que no interfiera con nuestra voluntad,
nuestra personalidad, nuestros talentos y nuestros deseos.
Si no
sintonizamos Su presencia silenciosa acabaremos pensando que nosotros somos los
que nos santificamos a nosotros mismos- así de oculta, callada y suave es Su
obra en nosotros. Pero si educamos el oído para escuchar Sus murmullos
silenciosos, pronto nos percataremos de cuán poderoso y amante es Él en
nosotros.
Él es quien
arranca los velos de la imperfección que ocultan la presencia de Jesús en nuestro
prójimo. Obrando en nosotros, Su amor sale en busca de las necesidades de
nuestro vecino. Su fuerza nos da valor para pelear contra el enemigo, el mundo
y nosotros mismos, de modo que podamos "revestirnos de la mente de
Cristo".
Es Él quien
nos enseña a amar con amor desinteresado, hasta la muerte. Es Él quien inspira
en nuestros débiles cuerpos un espíritu nuevo, un corazón nuevo y una mente
nueva. Cuando leemos la Escritura, Su presencia ilumina lo que antes estaba en
la oscuridad. Cuando estamos en pecado, Su voz nos inspira pensamientos de
arrepentimiento. Cuando nos sentimos incapaces
de amar, Él envía una chispa de Su fuego para calentar nuestros corazones
congelados.
La vida en ese lugar secreto.
El cristiano genuino vive en una atmósfera de oración. Para él la oración
no es un simple ejercicio espiritual al que se dedica ocasionalmente; es una
forma de vida. Hay veces que recita oraciones, cuando pide lo que le hace
falta. Pero la mayor parte del tiempo la pasa preparándose a vivir en Dios así
como Dios vive en él.
Su alma se
eleva hacia Dios como el incienso, dejándose envolver por la nube de Su
presencia, que todo lo rodea. Un cristiano no se esfuerza por encontrar a Dios
del modo como alguien busca un objeto perdido. Basta con que a cada momento se
haga más consciente de lo que ya posee: Su amorosa presencia.
Un cristiano
es un realista que no teme el sufrimiento, ni el dolor, ni la persecución,
porque no tiene que soportar nada solo. No busca riquezas ni pobreza, pues sabe
que ambos vienen de Dios y ambos pueden estar al servicio de Su gloria y del
bien del Reino. Tiene un corazón libre - para amar a amigos y enemigos por
igual - porque su único objetivo es ser como Su Padre.
Tiene una
mente libre porque cree en los misterios de Dios con humilde aceptación y se
deleita en su grandeza y variedad. Su voluntad es libre y su único deseo es
unirse a Dios.
Fuente: EL CAMINO
HACIA DIOS
Por:
Wilson
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