Catalina de Alejandría (arriba retratada por Caravaggio) nació hacia el año 290 en el seno de una noble familia de Alejandría, en Egipto.
Dotada de gran inteligencia, pronto destacó por su vasta sabiduría, que la situaba al nivel que los más grandes filósofos de su época. Un buen día se le apareció Jesucristo, decidiendo consagrarle su vida desde ese momento. Otro buen día, el Emperador Maximiano (285-305) acudió a Alejandría, momento que aprovechó Catalina para intentar convertirlo al cristianismo. Irritado, el Emperador la enfrentó a cincuenta sabios a los que, sin embargo, convirtió, lo que no consiguió sino provocar la ira imperial. Maximiano mandó ejecutar a los sabios y dar tortura a Catalina, para lo que utilizó ruedas con pinchos. Aunque milagrosamente las ruedas se rompieron al contacto con el cuerpo de la muchacha, Maximiano resolvió el asunto expeditivamente mandando decapitarla.
Durante las Cruzadas, su leyenda se difundió grandemente, dando motivo a una extensa devoción y a múltiple iconografía que representa a la santa con la rueda con la que fue torturada y ataviada en tres colores: blanca, por su virginidad, verde por su sabiduría, y roja por su martirio.
Desde hace unos años, la existencia histórica de Santa Catalina ha llegado a ser puesta en tela de juicio por algunos sectores, que ven en su figura una mera réplica literaria a la gran filosofía pagana, igualmente alejandrina, de rabiosa actualidad, Hipatia.
Santa Catalina es patrona de múltiples profesiones, entre las cuales la de oradores, filósofos, predicadores y teólogos. Se celebra su fiesta se celebra el 25 de noviembre, hoy pues, día de las “catalinadas”, que vinculan su figura a las solteras, a las que procura marido. En tiempos era frecuente ver a muchas jóvenes conocidas como las “catalineras”, ataviadas con sombreros en los que predominaban los colores de la santa. En Jaén, ese mismo día se celebra una romería al Castillo de Santa Catalina.
Pero la obra que mejor perpetúa la memoria de la santa no es otra que el famoso monasterio de Santa Catalina del Sinaí que guarda sus reliquias, emplazado en el lugar en el que, según la tradición, Moisés habló con Dios manifestado en forma de zarza ardiente, lugar en el que Santa Elena, madre del emperador Constantino, mandó elevar una capilla. Mismo lugar en el que, posteriormente, el emperador Justiniano (483-565) construirá el actual monasterio. Y es que según quiere la leyenda, fueron sus monjes los que hacia el año 800, al descubrir en una gruta el cuerpo inerte de una joven, la identificaron con Catalina, depositada allí por los mismísimos ángeles.
La conservación en el monasterio de la que, según la tradición, es la zarza que vio arder Moisés, convierte al sitio en lugar sagrado para las tres religiones monoteístas, judaísmo, cristianismo e islam, devotas las tres del famoso episodio narrado en el Exodo (ver Ex. 3, 1-4, 17).
Reza un documento en posesión del monasterio, escrito, según la tradición, de puño y letra por Mahoma, el mismo Profeta habría dado su protección al monasterio tras recibir en él refugio de sus enemigos. Gracias a este documento y a la mezquita fatimí construida en el interior de sus muros, el monasterio perduró a la conquista musulmana de la región. La mezquita no obstante está cerrada, habiendo sido muy poco utilizada, entre otras cosas, por tener una deficiente quibla, nombre por el que se conoce la preceptiva orientación de los templos musulmanes hacia La Meca.
El elemento que hace sin embargo más importante al monasterio no es otro que su antigua y valiosa biblioteca, la cual guarda la segunda colección de códices y manuscritos más importante del mundo, sólo después de la de la Biblioteca Vaticana, con unos tres mil quinientos volúmenes escritos en griego, copto, árabe, armenio, hebreo, georgiano, siríaco y otras lenguas.
Por otro lado, el monasterio constituye la Iglesia ortodoxa del Monte Sinaí, encabezada por un arzobispo que no es otro que su abad, consagrado tradicionalmente por el mismísimo Patriarca ortodoxo de Jerusalén.
Luis Antequera
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