miércoles, 15 de junio de 2011

ME PREGUNTAN CÓMO REZA EL PAPA...



El hombre alcanza la plenitud de la oración no cuando se expresa a sí mismo, sino cuando permite que en ella se haga presente el propio Dios.

Me preguntan cómo reza el Papa (Juan Pablo II). Se los agradezco. Quizá convenga iniciar la contestación con lo que san Pablo escribe en la Carta a los Romanos. El apóstol entra directamente cuando dice: «El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad porque ni siquiera sabemos qué nos conviene pedir, pero el Espíritu mismo intercede con insistencia por nosotros, con gemidos inefables» (8,26).

¿Qué es la oración? Comúnmente se considera una conversación. En una conversación hay siempre un «yo» y un «». En este caso un con la Tmayúscula. La experiencia de la oración enseña que si inicialmente el «yo» parece el elemento más importante, uno se da cuenta luego de que en realidad las cosas son de otro modo.

Más importante es el , porque nuestra oración parte de la iniciativa de Dios. San Pablo en la Carta a los Romanos enseña exactamente esto. Según el apóstol, la oración refleja toda la realidad creada, tiene en cierto sentido una función cósmica.

El hombre es sacerdote de toda la creación, habla en nombre de ella, pero en cuanto guiado por el Espíritu. Se debería meditar detenidamente sobre este pasaje de la Carta a los Romanos para entrar en el profundo centro de lo que es la oración. Leamos: La creación misma espera con impaciencia la revelación de los hijos de Dios; pues fue sometida a la caducidad - no por su voluntad, sino por el querer de aquel que la ha sometido -, y fomenta la esperanza de ser también ella liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios.

En la oración, pues, el verdadero protagonista es Dios. El protagonista es Cristo, que constantemente libera la criatura de la esclavitud de la corrupción y la conduce hacia la libertad, para la gloria de los hijos de Dios.

Protagonista es el Espíritu Santo, que «viene en ayuda de nuestra debilidad». Nosotros empezamos a rezar con la impresión de que es una iniciativa nuestra; en cambio, es siempre una iniciativa de Dios en nosotros. Es exactamente así, como escribe san Pablo. Esta iniciativa nos reintegra en nuestra verdadera humanidad, nos reintegra en nuestra especial dignidad. Sí, nos introduce en la superior dignidad de los hijos de Dios, hijos de Dios que son lo que toda la creación espera.
Se puede y se debe rezar de varios modos, como la Biblia nos enseña con abundantes ejemplos.

El Libro de los Salmos es insustituible.
· Hay que rezar con «gemidos inefables» para entrar en el ritmo de las súplicas del Espíritu mismo.
· Hay que implorar para obtener el perdón, integrándose en el profundo grito de Cristo Redentor (cfr. Hebreos 5,7).
· Y a través de todo esto hay que proclamar la gloria. La oración siempre es un opus gloriae (obra, trabajo de gloria).

El hombre es sacerdote de la creación. Cristo ha confirmado para él una vocación y dignidad tales. La criatura realiza su opus gloriae por el mero hecho de ser lo que es, y por medio del esfuerzo de llegar a ser lo que debe ser.

También la ciencia y la técnica sirven en cierto modo al mismo fin. Sin embargo, en cuanto obras del hombre, pueden desviarse de este fin. Ese riesgo está particularmente presente en nuestra civilización que, por eso, encuentra tan difícil ser la civilización de la vida y del amor. Falta en ella el opus gloriae, que es el destino fundamental de toda criatura, y sobre todo del hombre, el cual ha sido creado para llegar a ser, en Cristo, sacerdote, profeta y rey de toda terrena criatura.

Sobre la oración se ha escrito muchísimo y, aún más, se ha experimentado en la historia del género humano, de modo especial en la historia de Israel y en la del cristianismo. El hombre alcanza la plenitud de la oración no cuando se expresa principalmente a sí mismo, sino cuando permite que en ella se haga más plenamente presente el propio Dios. Lo testimonia la historia de la oración mística en Oriente y en Occidente: san Francisco de Asís, santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz, san Ignacio de Loyola y, en Oriente, por ejemplo, san Serafín de Sarov y muchos otros.

Autor: SS Juan Pablo II

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