El deliberado silencio de los medios y de los gobiernos sobre esta explosión solar no es casual, sino que se debe a dos poderosos argumentos: Uno, que las desastrosas consecuencias de una explosión solar serían terribles y ferozmente impolíticas; y otro, que nada puede hacerse para remediarlo.
El pasado martes 8 de junio 2011 al sol le salió un bollo como a un tubular de bicicleta. En pocas horas se formó en el disco solar un bulto monumental de más de un tercio del radio, que lanzó al espacio inmensas cantidades de materia y energía, junto a las cuales el planeta Tierra parece una canica. Si la explosión solar que hemos visto de perfil, nos llega a dar de frente, a estas horas la vida sobre la Tierra, tal como la conocemos, probablemente habría sufrido unos cuantos cambios drásticos.
La noticia de la explosión solar, que merecía grandes titulares en primera plana, ha pasado casi inadvertida; los medios la han silenciado o la han relegado al rincón de Ciencia y Tecnología. Y sin embargo, es algo que permite conjeturar el futuro aumento de cánceres de piel: La combinación de un sol furiosamente activo, con una capa de ozono cada vez más desgarrada y una humanidad que sigue empelotándose en verano, garantiza sin entrar en más averiguaciones una espléndida cosecha de melanomas para dentro de nada.
La explosión solar del pasado martes 8 de junio de 2011 es la mayor jamás vista y registrada en todo su desarrollo. Se supone que la explosión solar de 1859 pudo ser mayor, pero entonces no había forma de grabarla. Una explosión solar lanza al espacio a gran velocidad ingentes cantidades de plasma de partículas cargadas que vienen a embestir contra las líneas de fuerza del campo electromagnético terrestre. En 1859, los daños recayeron en las espaldas desnudas de los braceros chinos o mexicanos, pero en lo industrial se limitaron al incipiente telégrafo. Un siglo después, en 1989, una explosión solar dejó sin luz a la región de Toronto. El aluvión de carga electrostática afectó implacablemente a la red de distribución eléctrica y en especial a los transformadores, que sucumbieron y dejaron la red fuera de servicio.
Los daños de entonces se limitaron a un apagón regional, pero hoy podrían ser mucho más severos porque desde entonces nos hemos vuelto muy dependiente de los satélites, tan vulnerables a la avalancha de plasma solar. Todos los transportes, los tráficos complejos y las telecomunicaciones se basan en gran medida en procedimientos digitales y satelitares, mientras que casi toda la producción industrial o extractiva, y aun la vida social depende también en último extremo de la red de distribución de energía eléctrica. Si falla un transformador (y a veces, si fallara una sola pilona), toda la red puede venirse abajo; si fallan muchos puede ser el caos.
Nuestra civilización, que se basa en los esclavos mecánicos, eléctricos y digitales está pisando un hielo cada vez más frágil. El deliberado silencio de los medios y de los gobiernos sobre esta explosión solar no es casual, sino que se debe a dos poderosos argumentos: Uno, que las desastrosas consecuencias de una explosión solar serían terribles y ferozmente impolíticas; y otro, que nada puede hacerse para remediarlo.
Los ciclos solares se dividen por la mitad en cinco años de apaciguamiento y cinco de actividad creciente; la actividad se exacerba cada once años y alcanza un pico; no sabemos por qué es así, pero hay quien sospecha que la hoguera solar que es nuestra fuente principal de luz y de calor, se está gastando y que después de unos cuantos paroxismos más termine por apagarse como una lumbre sin leña. No lo permita Dios. Pero el hecho es que el pasado martes 8 de junio de 2011 ha pasado algo muy serio que no nos han contado al común de los mortales, como si no nos concerniera.
Pero claro que nos concierne. La Tierra, el vehículo colectivo en que nos movemos por el espacio, que ahora parece que reacciona con fuegos internos y sacudiendo su corteza contra el maltrato que recibe, parece que se está internando en una zona muy complicada del espacio-tiempo en la que se multiplican los riesgos.
El otro día un culto y amable lector me reprochaba que no sacara consecuencias de orden trascendente. Bueno, pues tal como lo veo, lo que pasa es que durante veinte siglos, en Occidente hemos vivido con la confortable seguridad de que en la lista de signos que según el Evangelio nos anuncian un cambio decisivo de la Historia, faltaban unos que nunca podrían pasar inadvertidos. La Humanidad ha sobrevivido a muchas guerras, hambrunas, pestes, carestías y terremotos, pero nunca ha visto los grandes espantos en el Cielo que dice el Evangelio, cosa que tranquilizaba y parecía posponer los inquietantes acontecimientos subsiguientes.
Bueno, pues parece que ahora hemos entrado en una zona de espacio-tiempo donde sí que puede haber espantos en la bóveda celeste. Un recuento apresurado nos habla de explosiones solares y un hipotético apagón solar; la supernova en ciernes; dos o tres asteroides en curso de colisión o que pueden pasarnos rozando; un cometa del tamaño de un planetoide que se nos echa encima arrastrando tras de sí basura estelar que nos caerá como granizo atraída por nuestra gravedad; y por fin el número bomba, una estrella enana marrón en órbita perpendicular a la eclíptica que puede pasarnos lo bastante cerca como para revolver los campos magnéticos y mover de sitio los continentes.
Demasiadas cosas en muy poco tiempo. Los astrónomos tienen razón en preocuparse. Los gobiernos y los medios no la tienen en callarse. Estas cosas hay que saberlas para que cada uno se prepare y eche sus cuentas. El planeta Tierra lleva diez meses en alerta naranja. Este verano se van a dar las condiciones objetivas para tener algunos sustos, de los cuales casi sería el menor la futura floración de cientos de millones de cánceres de piel. Es tiempo de cuidarse: como decía Rafael García Serrano en un apunte magistral de su Diccionario para un macuto: "¡Marianito, ponte el casco, que estos tiran a dar!".
José María Sánchez de Toca
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