miércoles, 15 de junio de 2011

EL SIDA Y LA IGLESIA



La lucha contra la epidemia tiene que inspirarse en una visión constructiva de la dignidad del hombre, ayudando especialmente a que la juventud crezca en una madurez afectiva responsable.

Para luchar contra el SIDA, lo primero que hay que hacer es dar una buena información y educación: una información sobre lo que es el SIDA, cómo se contrae, cómo se transmite y sobre todo cuáles son las medidas preventivas, entre las que se suelen citar, tal vez con excesiva ligereza, las jeringuillas desechables y los preservativos, porque el riesgo de contagio con éstos se evalúa en un trece por ciento anual, riesgo bastante alto en una cuestión donde está en juego la vida o una enfermedad muy seria, porque el virus del SIDA puede llegar e infectar a la otra persona, sea por la mala utilización del condón, sea por que ha logrado filtrarse a través de él.

Por ello, la mejor medida preventiva con mucha diferencia es una educación que sea verdadera educación en valores, es decir qué es la persona humana, la vida, la sexualidad, el amor, la salud, no avergonzarse de hablar a los jóvenes de castidad y abstinencia, a fin de que sepan poner su vida y sexualidad al servicio del bien y del amor, explicando a los adolescentes que cada cosa tiene su tiempo y que vale la pena esperar, lo que supone tener fe en ellos, mientras que hablarles tan solo de preservativos significa pensar de ellos tan solo lo peor.

Las acciones humanas malas moralmente suelen tener consecuencias dañinas. El contagio está ligado a la conducta, y sólo un cambio de ella, es decir una conducta moral y sexual adecuada y responsable, basada en la castidad y fidelidad, puede prevenir el mal, o en el caso de la drogodependencia, mucho mejor que la aguja desinfectada, es superar la toxicomanía. La difusión del SIDA se ve favorecida por la pobreza e ignorancia y por la crisis de los valores, en la que la comunidad internacional no puede ignorar su responsabilidad moral.

Por el contrario, la lucha contra la epidemia tiene que inspirarse en una visión constructiva de la dignidad del hombre, ayudando especialmente a que la juventud crezca en una madurez afectiva responsable.

Los esfuerzos han de concentrarse sobre todo en la prevención, informando bien a la población sobre este asunto, buscando las causas profundas que están en su origen y dando orientaciones serias sobre los comportamientos que llevan a contraer esta enfermedad, pues la permisividad sexual indiscriminada es el máximo factor de riesgo.

Como cristianos debemos evitar las actitudes discriminatorias debidas al miedo irracional que provoca la enfermedad, al igual que el comportamiento excesivamente histérico ante este problema, como la de aquellos que afirman que el SIDA es un castigo de Dios por nuestros pecados. Dios no es un ser vengador y justiciero, que quiera el castigo de los culpables, sino que, por el contrario, Jesús en su misión identificó sanación con salvación (cf. Mt 11,2-6).

La Comisión Permanente del Episcopado Español, en una nota pastoral sobre el SIDA del 12-VI-1987, sale al paso de esta actitud diciendo: “Para explicar la existencia de ésta y otras calamidades que nos afligen basta tener en cuenta nuestra condición humana: admirable por su grandeza y a la vez vulnerable por su fragilidad física y moral”... “En esta circunstancia concreta, estamos persuadidos de que Dios quiere que los investigadores descubran las causas del SIDA, que aparezcan remedios eficaces contra la enfermedad, que los gobiernos, las iglesias, las instituciones y las personas nos movilicemos en contra de esta amenaza para la vida y la felicidad de muchos”.

Y en cuanto al modo concreto de actuar, siguen diciendo: “Está justificado que se tomen determinadas cautelas para evitar riesgos innecesarios de contraer la enfermedad. Es más, desde el punto de vista moral una de las obligaciones más graves es la de tomar las medidas adecuadas para evitar la propagación del virus. Pero al tomar estas medidas hay que tener en cuenta la dignidad humana y las necesidades de los enfermos, de manera que, al intentar aislar la enfermedad, no se produzcan situaciones humillantes ni rechazos desconsiderados”.

Ciertamente no se puede decir que la Iglesia se desinterese de este problema y mucho menos que sea su causante, como sostienen algunos de los defensores del preservativo. La dimensión religiosa ayuda al enfermo creyente a sobrellevar su sufrimiento e impulsa la actitud evangélica de solidaridad de tantos de sus cuidadores. Actualmente, la cuarta parte de enfermos del SIDA del mundo tratados lo son por organizaciones católicas, y estos centros de atención y acogida son expresiones elocuentes de lo que la caridad sabe inventar para dar a cada uno razones nuevas de esperanza y posibilidades concretas de vida (cf, Juan Pablo II, Encíclica Evangelium Vitae nº 88), utilizando para ello recursos provenientes en su mayor parte de fuentes privadas, si bien esta importancia cuantitativa no se corresponde a su relevancia pública como experta en la materia. Actualmente, más del sesenta por ciento de las Iglesias locales de todo el mundo ya han fijado programas de acción contra el SIDA basados en estos puntos: formación, prevención y asistencia espiritual y sanitaria.

No hay que olvidar que las personas que ajustan su conducta sexual a la enseñanza de la Iglesia, es decir abstinencia antes del matrimonio y fidelidad al cónyuge, conducta que implica autocontrol y no trivializa el sexo, tienen una protección natural contra el SIDA y no corren riesgos.

Pedro Trevijano

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