Tradicionalmente, los mártires han sido venerados por la Iglesia en su liturgia de una forma especial y no seré yo, el que en esta glosa vaya a rebajar el tremendo mérito que para el ser humano tiene el dar testimonio de Cristo a través del martirio. Sufrir martirio por amor al Señor, finalizando la vida, con una muerte violenta sufrida por amor a Dios, ha sido, es y será siempre una secreta ambición de las almas muy integradas en el amor al Señor. Pero es el caso, de que aunque uno desee ardientemente la palma del martirio, el Señor no suele concederla con frecuencia, y ello quizás sea por las razones que más adelante pienso analizar para que nos sirvan de meditación.
Personalmente, creo que la muerte más envidiable, fue el martirio de San Dimás, pues aunque alguno le extrañe, es el caso de que sufrió martirio por amor al Señor, desde el momento que ya en la cruz le demostró ese amor, y… ¡caramba! Que cuando uno está a las puertas de la muerte, el mismo Dios le garantice a uno la gloria eterna, no es moco de pavo. Por otro lado, ¡qué maravilla! poder sufrir el mismo martirio que el Señor y morir a su lado. ¿Acaso se puede pedir más?
Cuando un alma se siente ardientemente inflamada por el amor al Señor, es muy frecuente que sueñe con el martirio cruento, y grandes santos y santas han sentido ese maravilloso impulso. Así tenemos el caso de Santa Teresa de Jesús, que ya de niña se escapó de la casa paterna en Ávila para con su hermano menor, al que convenció para marchar a tierras de moros y encontrar el martirio por amor al Señor, que ella deseaba. La aventura terminó en las proximidades de Ávila donde fue encontrada por sus familiares. Otro gran Santo, ya más formado y siendo mayor, fue a Tierra Santa, y no se le ocurrió otra genial idea que la de ir a predicar a Cristo en una mezquita en Jerusalén. La Custodia de Tierra santa, siempre estaba en una difícil situación de relaciones con los moros, muy complicadas para tratar de salvar las vidas de los franciscanos que allí estaban, por lo que el P. Custodio de Tierra santa, se vio en la obligación de pedirle a San Ignacio que abandonase Tierra santa, a lo cual el santo se negó y entonces el Custodio le tuvo que enseñar la Bula papal que le autorizaba a ordenarle, que se fuese pues llevado de su celo o ansia de martirio, estaba poniendo en peligro la vida de la comunidad franciscana en Tierra santa.
Indudablemente la aceptación del martirio cruento, es una forma tremenda de dar testimonio del amor a Cristo y un ejemplo para el resto de la cristiandad, porque este hecho, tiene cierto grado de espectacularidad. Nosotros tenemos todos más desarrollados los sentidos corporales que los espirituales, de aquí, que todo los que nos entra por nuestra vista, viéndolo o por nuestros oídos oyéndolo, se no grava con mucha más fuerza, que aquello otro de lo que tenemos conocimiento, solo por medio de nuestras experiencias de carácter espiritual. Quizás por esta razón no somos muy conscientes del martirio incruento que significa cargar debidamente con nuestra cruz, sin protestas ni regatos, abrazándonos al sufrimiento que ella nos proporciona por amor al Señor y a lo largo de toda una vida.
Vuelvo a repetir lo dicho anteriormente, no quiero ni devaluar ni menospreciar lo que es y significa el martirio cruento, pero también quiero poner de manifiesto que hay muchas vidas de personas, que transcurren a lo largo de un montón de años en un continuo martirio incruento. Es curioso observar que el martirio cruento se representa por una liviana palma, mientras que el incruento se representa por una pesada cruz. En mi opinión, hay que distinguir dos clases de mártires cruentos; En una clase de ellos podemos encuadrar aquellos que gozosamente han ido al encuentro de su martirio, en todos estos casos, siempre ha habido una previa entrega absoluta al amor de Dios, el cual dona a esas almas, con una fuerte fe y un total desapego a todo lo de este mundo les pudiese ofrecer. Así es como se explica, esa alegría y gozo que se da en estas almas, cuando son llevadas o acuden al martirio. Ejemplos de estos casos los tenemos a montones en la lectura de las Actas de los mártires cristianos.
La segunda clase de mártires cruentos, más bien son los que se dan modernamente, con motivo de persecuciones de católicos por ser miembros de una Iglesia, a la que determinadas opciones políticas le manifiestan su odio. Tales son los casos de las persecuciones y martirios sufridos por católicos en países como México, España, y países dominados por los comunistas. En estos casos se trata de almas amantes del Señor y de vida más o menos piadosa, que de golpe y porrazo se encuentran ante la tesitura de dar sus vidas por amor al Señor y lo aceptan, siendo fusilados y muchos de ellos previos martirios y mofas de sus verdugos.
Ser mártir, es el deseo de muchos santos, unos lo han alcanzado otros no, pero pienso que mientras el martirio cruento es espectacular, el incruento puede ser, que en muchos casos sea más agradable a los ojos del Señor, el segundo que el primero. Lo fundamental es solo cumplimentar la voluntad divina, que para con cada uno de nosotros, tiene dispuesta el Señor y aceptar el martirio, que representa vivir aquí abajo luchando cada día, sea lo que desea Dios para nosotros un martirio cruento o incruento. Lo que debemos de decir al Señor en relación a este tema, sea de una muerte cruenta o incruenta, es ofrecerle a Él, el final de nuestras vidas, sea este cruento o no, en todo caso ofrecerlo los sufrimientos que puedan esperarnos, para que ellos sirvan para mitigar los del Señor en la Cruz.
En la "Carta encíclica Veritatis spledor" de Juan Pablo II se puede leer: “Si el martirio es el testimonio culminante de la verdad moral, al que relativamente pocos son llamados, existe no obstante un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios”. O dicho en otras palabras, tal como se expresaba Santa Teresa de Lisieux: “El martirio a “alfilerazos”, a todo lo largo de la vida es tan meritorio, o acaso más, que el que se sufre de una vez bajo el cuchillo del verdugo".
Nuestro Señor a su paso por la tierra, nunca hizo mención directamente del martirio cruento, y bien sabía él que este se iba a dar y precisamente, Él sería la primera víctima. Pero Él, si se ocupó más de una vez de lo que podemos denominar martirio incruento. Así Él nos dejó dicho: “El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la hallara”. (Mt 16,24-25).
Existe en la vida espiritual de las almas un principio básico que acertadamente recoge el maestro Lafrance, y que nos dice: “No hay santidad sin renunciamiento, hay que tomarlo o dejarlo”. Si quieres caminar en seguimiento de Cristo, debes perder tu vida por Él, pues los hombres conocen el amor de Cristo en la medida en que renuncian a sí mismos. Es preciso elegir, dice San Agustín: amar a Dios hasta el desprecio de sí mismo, o amarse a uno mismo hasta el desprecio de Dios. En otras palabras, podemos asegurar que a los ojos de Dios, es mártir el que renuncia a este mundo y sus apegos por amor a Él lo haga de golpe en un patíbulo y a lo largo de una vida llena de alfilerazos, como decía Santa Teresa de Lisieux.
Negarse a sí mismo, es buscar el camino descendente. No ir a la búsqueda del camino ascendente; que es el camino del dinero, del honor de la fama, del triunfo, del brillo; buscar a los que triunfan y tomarlos de ejemplo; dejarse llevar por lo que a uno le pide el cuerpo y la sociedad en que vive. Por el contrario, el camino descendente; es el camino del fracaso, del sacrificio, de la oscuridad; es buscar a los más pequeños, a los insignificantes, a los oprimidos; no aceptar las tendencias y los deseos de nuestro ser. Solo nos salvaremos, nadando a contracorriente y solo podremos nadar a contracorriente, con la ayuda del que “Todo lo puede”, sin Él nada podemos.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Personalmente, creo que la muerte más envidiable, fue el martirio de San Dimás, pues aunque alguno le extrañe, es el caso de que sufrió martirio por amor al Señor, desde el momento que ya en la cruz le demostró ese amor, y… ¡caramba! Que cuando uno está a las puertas de la muerte, el mismo Dios le garantice a uno la gloria eterna, no es moco de pavo. Por otro lado, ¡qué maravilla! poder sufrir el mismo martirio que el Señor y morir a su lado. ¿Acaso se puede pedir más?
Cuando un alma se siente ardientemente inflamada por el amor al Señor, es muy frecuente que sueñe con el martirio cruento, y grandes santos y santas han sentido ese maravilloso impulso. Así tenemos el caso de Santa Teresa de Jesús, que ya de niña se escapó de la casa paterna en Ávila para con su hermano menor, al que convenció para marchar a tierras de moros y encontrar el martirio por amor al Señor, que ella deseaba. La aventura terminó en las proximidades de Ávila donde fue encontrada por sus familiares. Otro gran Santo, ya más formado y siendo mayor, fue a Tierra Santa, y no se le ocurrió otra genial idea que la de ir a predicar a Cristo en una mezquita en Jerusalén. La Custodia de Tierra santa, siempre estaba en una difícil situación de relaciones con los moros, muy complicadas para tratar de salvar las vidas de los franciscanos que allí estaban, por lo que el P. Custodio de Tierra santa, se vio en la obligación de pedirle a San Ignacio que abandonase Tierra santa, a lo cual el santo se negó y entonces el Custodio le tuvo que enseñar la Bula papal que le autorizaba a ordenarle, que se fuese pues llevado de su celo o ansia de martirio, estaba poniendo en peligro la vida de la comunidad franciscana en Tierra santa.
Indudablemente la aceptación del martirio cruento, es una forma tremenda de dar testimonio del amor a Cristo y un ejemplo para el resto de la cristiandad, porque este hecho, tiene cierto grado de espectacularidad. Nosotros tenemos todos más desarrollados los sentidos corporales que los espirituales, de aquí, que todo los que nos entra por nuestra vista, viéndolo o por nuestros oídos oyéndolo, se no grava con mucha más fuerza, que aquello otro de lo que tenemos conocimiento, solo por medio de nuestras experiencias de carácter espiritual. Quizás por esta razón no somos muy conscientes del martirio incruento que significa cargar debidamente con nuestra cruz, sin protestas ni regatos, abrazándonos al sufrimiento que ella nos proporciona por amor al Señor y a lo largo de toda una vida.
Vuelvo a repetir lo dicho anteriormente, no quiero ni devaluar ni menospreciar lo que es y significa el martirio cruento, pero también quiero poner de manifiesto que hay muchas vidas de personas, que transcurren a lo largo de un montón de años en un continuo martirio incruento. Es curioso observar que el martirio cruento se representa por una liviana palma, mientras que el incruento se representa por una pesada cruz. En mi opinión, hay que distinguir dos clases de mártires cruentos; En una clase de ellos podemos encuadrar aquellos que gozosamente han ido al encuentro de su martirio, en todos estos casos, siempre ha habido una previa entrega absoluta al amor de Dios, el cual dona a esas almas, con una fuerte fe y un total desapego a todo lo de este mundo les pudiese ofrecer. Así es como se explica, esa alegría y gozo que se da en estas almas, cuando son llevadas o acuden al martirio. Ejemplos de estos casos los tenemos a montones en la lectura de las Actas de los mártires cristianos.
La segunda clase de mártires cruentos, más bien son los que se dan modernamente, con motivo de persecuciones de católicos por ser miembros de una Iglesia, a la que determinadas opciones políticas le manifiestan su odio. Tales son los casos de las persecuciones y martirios sufridos por católicos en países como México, España, y países dominados por los comunistas. En estos casos se trata de almas amantes del Señor y de vida más o menos piadosa, que de golpe y porrazo se encuentran ante la tesitura de dar sus vidas por amor al Señor y lo aceptan, siendo fusilados y muchos de ellos previos martirios y mofas de sus verdugos.
Ser mártir, es el deseo de muchos santos, unos lo han alcanzado otros no, pero pienso que mientras el martirio cruento es espectacular, el incruento puede ser, que en muchos casos sea más agradable a los ojos del Señor, el segundo que el primero. Lo fundamental es solo cumplimentar la voluntad divina, que para con cada uno de nosotros, tiene dispuesta el Señor y aceptar el martirio, que representa vivir aquí abajo luchando cada día, sea lo que desea Dios para nosotros un martirio cruento o incruento. Lo que debemos de decir al Señor en relación a este tema, sea de una muerte cruenta o incruenta, es ofrecerle a Él, el final de nuestras vidas, sea este cruento o no, en todo caso ofrecerlo los sufrimientos que puedan esperarnos, para que ellos sirvan para mitigar los del Señor en la Cruz.
En la "Carta encíclica Veritatis spledor" de Juan Pablo II se puede leer: “Si el martirio es el testimonio culminante de la verdad moral, al que relativamente pocos son llamados, existe no obstante un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios”. O dicho en otras palabras, tal como se expresaba Santa Teresa de Lisieux: “El martirio a “alfilerazos”, a todo lo largo de la vida es tan meritorio, o acaso más, que el que se sufre de una vez bajo el cuchillo del verdugo".
Nuestro Señor a su paso por la tierra, nunca hizo mención directamente del martirio cruento, y bien sabía él que este se iba a dar y precisamente, Él sería la primera víctima. Pero Él, si se ocupó más de una vez de lo que podemos denominar martirio incruento. Así Él nos dejó dicho: “El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la hallara”. (Mt 16,24-25).
Existe en la vida espiritual de las almas un principio básico que acertadamente recoge el maestro Lafrance, y que nos dice: “No hay santidad sin renunciamiento, hay que tomarlo o dejarlo”. Si quieres caminar en seguimiento de Cristo, debes perder tu vida por Él, pues los hombres conocen el amor de Cristo en la medida en que renuncian a sí mismos. Es preciso elegir, dice San Agustín: amar a Dios hasta el desprecio de sí mismo, o amarse a uno mismo hasta el desprecio de Dios. En otras palabras, podemos asegurar que a los ojos de Dios, es mártir el que renuncia a este mundo y sus apegos por amor a Él lo haga de golpe en un patíbulo y a lo largo de una vida llena de alfilerazos, como decía Santa Teresa de Lisieux.
Negarse a sí mismo, es buscar el camino descendente. No ir a la búsqueda del camino ascendente; que es el camino del dinero, del honor de la fama, del triunfo, del brillo; buscar a los que triunfan y tomarlos de ejemplo; dejarse llevar por lo que a uno le pide el cuerpo y la sociedad en que vive. Por el contrario, el camino descendente; es el camino del fracaso, del sacrificio, de la oscuridad; es buscar a los más pequeños, a los insignificantes, a los oprimidos; no aceptar las tendencias y los deseos de nuestro ser. Solo nos salvaremos, nadando a contracorriente y solo podremos nadar a contracorriente, con la ayuda del que “Todo lo puede”, sin Él nada podemos.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Juan del Carmelo
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