El dolor del alma no se pasa con un par de pastillas.
Se requiere apagar de una vez la televisión y mirar a los ojos de la luz de aquellos que, dices, son vida de tu vida. En cuanto se descuiden te abrazas a ellos sin que se aperciban de nada. El oído firme en su pecho, sin perderte ni un latido, que es la voz más cierta del hombre que ama (o que vive). Así. Y después camina de forma elegante, con presteza y colores vivos. Acaricia el silencio de esos labios que te besan, y reza el amor que se despierta contigo. El dolor del alma es a veces un falso testigo, o un cúmulo de buenas intenciones dejadas de la mano de Dios, que espera desde hace siglos. Es gastar por gastar las monedas del tiempo, sin rumbo, cruzando las calles mojadas de lluvia y lágrimas furtivas. Cierra los periódicos y abre las manos al mundo, como un sacerdote que ofrece al cielo los mejores y más granados frutos. El dolor del alma no se calma con un par de copas, o con las compras de caprichos. Estás parado en el camino o sentado en el sofá de tu casa, o quizá trabajando en un lugar inhóspito de tu vida. Y sientes el vacío, o el hastío; sientes el rumor de los años en las ráfagas del viento o en el peso de la espalda. Cansa tanto desperdicio, tanta cantinela falsa. Quieres la verdad, la esencia; quieres flotar entre las olas que viste un día de junio en su vestido; quieres el poema que miras en ella; quieres que sea de luz la madrugada; quieres escuchar el silencio de las palabras… Duele el alma cuando vives a hurtadillas, cuando sólo lees libros y obsesiones, y dejas para luego a Dios, que no se queja.
Guillermo Urbizu
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