«Llama la atención que San Mateo diga que este sermón tuvo lugar en el monte y estando sentado el Señor. San Lucas dice que lo predicó en un sitio campestre y de pie. En esto se manifiesta que San Mateo habla de un sermón y San Lucas de otro. ¿Qué importa el que Cristo repitiese alguna cosa que ya había dicho antes o hacer otra vez lo que ya había hecho? Aunque esto hubiese sucedido en alguna parte determinada del monte, se sabe que Jesucristo estuvo antes con sus discípulos cuando eligió doce de ellos. Después bajó, no del monte, sino de la misma cumbre del monte, a un lugar campestre, esto es, a alguna llanura del mismo monte en donde pudiesen caber muchos. Allí estuvo de pie hasta que la gente se reunió a su alrededor, y después, habiéndose sentado colocó cerca de sí a sus discípulos y en esta disposición dirigió la palabra lo mismo a sus discípulos que a la demás gente, pronunciando aquel sermón que refieren San Mateo y San Lucas con diversa forma pero igual en el fondo» (San Agustín, de consensu evangelistarum, 2, 19).
Cristo comienza su predicación hablándonos de la bienaventuranza, algo fácil de entender porque ¿quién no quiere ser feliz?
Las Bienaventuranzas son las diversas etapas de un camino que nos lleva a la cumbre de la perfección, sacándonos de la oscuridad del pecado y transportándonos a la contemplación de Dios.
En primer lugar, Jesús enseña que la felicidad del hombre se encuentra únicamente en Dios: Las cosas de este mundo no nos satisfacen... vamos buscando algo más grande. La verdadera felicidad se encuentra únicamente en Dios. La posesión de Dios colma las aspiraciones más altas de nuestra vida.
Después, nos indica los medios para conseguirla, que por ser tan opuestos a nuestro pensar humano, el mundo considera como inexplicables contradicciones.
El mundo llama bienaventurados a los que abundan en riquezas y honores, viven alegremente y no tienen ocasión alguna de sufrir. Por el contrario, Cristo nos ha propuesto las Bienaventuranzas para que detestemos estás máximas del mundo y nos estimulemos a amar y practicar las máximas de su Evangelio.
Termina prometiendo la felicidad a los que ponen esos medios.
Bienaventurados… Jesús no promete la felicidad y la salvación a unas determinadas clases de personas que aquí se indicarían, sino a todos lo que le sigan y le imiten. Los pobres de espíritu, los mansos, los que lloran, los de corazón limpio... no indican grupos distintos de personas a los que basta pertenecer para ser feliz, son más bien, diversas exigencias para seguir a Cristo.
Porque serán… Los diversos premios que promete Jesucristo en las bienaventuranzas significan todos, con diversos nombres, la gloria eterna del cielo; aunque también son medios de llevar una vida feliz, cuanto es posible en este mundo.
Ahora se trata de elegir porque estamos a tiempo: Preferir eso que llamamos equivocadamente “gozar de la vida”, porque se tiene el goce transitorio de unas pasiones vergonzosas que terminan en el infierno. O realizar en cada uno de nosotros esas propuestas de las Bienaventuranzas y sentir un día la caricia paternal de Dios en las alegrías del cielo.
Jesús, al pronunciar ese sermón, sabía que ya algunas almas habían cumplido perfectamente este ideal de vida: en su mente estaba la figura de la Virgen María y de San José. Y sabía que otros muchos seguirían sus enseñanzas y serían felices para siempre (precisamente, el evangelio de las Bienaventuranzas se lee en la fiesta de todos los Santos).
Al Corazón de Cristo y a la intercesión de todos ellos nos acogemos: para que, recorriendo este camino de las Bienaventuranzas y sobre todo aprendiendo a ponerlas en práctica, merezcamos un día tener parte en la eterna felicidad.
Cristo comienza su predicación hablándonos de la bienaventuranza, algo fácil de entender porque ¿quién no quiere ser feliz?
Las Bienaventuranzas son las diversas etapas de un camino que nos lleva a la cumbre de la perfección, sacándonos de la oscuridad del pecado y transportándonos a la contemplación de Dios.
En primer lugar, Jesús enseña que la felicidad del hombre se encuentra únicamente en Dios: Las cosas de este mundo no nos satisfacen... vamos buscando algo más grande. La verdadera felicidad se encuentra únicamente en Dios. La posesión de Dios colma las aspiraciones más altas de nuestra vida.
Después, nos indica los medios para conseguirla, que por ser tan opuestos a nuestro pensar humano, el mundo considera como inexplicables contradicciones.
El mundo llama bienaventurados a los que abundan en riquezas y honores, viven alegremente y no tienen ocasión alguna de sufrir. Por el contrario, Cristo nos ha propuesto las Bienaventuranzas para que detestemos estás máximas del mundo y nos estimulemos a amar y practicar las máximas de su Evangelio.
Termina prometiendo la felicidad a los que ponen esos medios.
Bienaventurados… Jesús no promete la felicidad y la salvación a unas determinadas clases de personas que aquí se indicarían, sino a todos lo que le sigan y le imiten. Los pobres de espíritu, los mansos, los que lloran, los de corazón limpio... no indican grupos distintos de personas a los que basta pertenecer para ser feliz, son más bien, diversas exigencias para seguir a Cristo.
Porque serán… Los diversos premios que promete Jesucristo en las bienaventuranzas significan todos, con diversos nombres, la gloria eterna del cielo; aunque también son medios de llevar una vida feliz, cuanto es posible en este mundo.
Ahora se trata de elegir porque estamos a tiempo: Preferir eso que llamamos equivocadamente “gozar de la vida”, porque se tiene el goce transitorio de unas pasiones vergonzosas que terminan en el infierno. O realizar en cada uno de nosotros esas propuestas de las Bienaventuranzas y sentir un día la caricia paternal de Dios en las alegrías del cielo.
Jesús, al pronunciar ese sermón, sabía que ya algunas almas habían cumplido perfectamente este ideal de vida: en su mente estaba la figura de la Virgen María y de San José. Y sabía que otros muchos seguirían sus enseñanzas y serían felices para siempre (precisamente, el evangelio de las Bienaventuranzas se lee en la fiesta de todos los Santos).
Al Corazón de Cristo y a la intercesión de todos ellos nos acogemos: para que, recorriendo este camino de las Bienaventuranzas y sobre todo aprendiendo a ponerlas en práctica, merezcamos un día tener parte en la eterna felicidad.
Ángel David Martín Rubio
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