El gran problema del Islam es su enorme dificultad para adaptarse al mundo moderno. Su libro sagrado, el Corán en tanto que Biblia, constitución y código religioso y civil - todo al mismo tiempo - regula la vida entera de los files.
Personalmente siempre he tenido unas relaciones afectivas y respetuosas con los musulmanes, como las tengo, y muy cariñosas, con los judíos. En cambio me repelen los insidiosos laicistas y los agresivos ateos. El afecto por las otras dos religiones del libro tiene su explicación, aparte de la reflexión racional: de joven viví seis años en Marruecos, los tres primeros como milico casi imberbe en un Grupo de Regulares, donde el grueso de sus efectivos estaba formado por moritos asalariados al servicio de España, y los otros tres de funcionario municipal, organismo mixto en el que convivíamos pacíficamente los fieles de las tres religiones. Así hasta que nos echaron, en buena hora, de un Protectorado en el que España nunca debió de haberse metido. Nos costó muchísima sangre y cantidades ingentes de dinero para modernizar un territorio anclado en la Edad Media, que las autoridades de Rabat no lo han agradecido nunca. Pero no es de ello de lo que ahora quiero hablar.
Recientemente he intentado leerme el Corán, en un esfuerzo de entender debidamente lo mejor del mahometismo, pero fui incapaz de acabarlo; resultó superior a mis fuerzas. Sin embargo, ahí lo tengo, bien a mano, por si necesito consultarlo. Todas las suras (capítulos), empiezan con una invocación a Dios, «el Compasivo, el Misericordioso», que podrían hacer creer que el Islam es una religión tolerante, clemente, comprensiva, perdonadora. No obstante defiende la ley del talión, y a lo largo del libro existen numerosas suras y aleyas (versículos) que incitan a la guerra santa y a la muerte de los infieles que no se conviertan y a los apóstatas. Estas recitaciones, interpretadas de un modo maximalista, están en el origen de los conflictos y acciones terroristas que estamos viendo en nuestros días a lo largo del mundo entero. En la inmensa mayoría de esos conflictos y atentados actuales siempre está, en un lado, una facción islamista, y en el otro, cualquier otro bando, incluso otras corrientes del Islam. Ha resurgido la situación conflictiva mundial que provocó el comunismo soviético durante casi tres cuartos de siglo y aun mantienen los epígonos sudacas, a quienes se les ha parado el reloj de la Historia.
El gran problema del Islam (religión revelada por Alah a Mahoma) es su enorme dificultad para adaptarse al mundo moderno. Su libro sagrado, el Corán (recitaciones del Profeta) en tanto que Biblia, constitución y código religioso y civil - todo al mismo tiempo - regula la vida entera de los fieles. Este hecho convierte a los estados musulmanes (= creyentes), en regímenes teocráticos de muy difícil evolución a menos que vulneren, renuncien u orillen el corpus teológico-político-jurídico fundacional establecido por Mahoma, a su vez profeta, legislador, guerrero, conquistador y monarca.
Sucede, al mismo tiempo, que, de acuerdo con una ley sociológica concluyente, aunque no tenga aquí espacio para desarrollarla de manera convincente, quien domina la técnica está en condiciones de dominar el mundo, y en esta época, el área que domina la técnica es el mundo occidental, de la cual es subsidiario, tecnológicamente, el mundo musulmán. Ahora bien, la civilización occidental se halla en plena y aguda crisis ético-religiosa, cuyas perspectivas de descomposición moral, tanto individual como socialmente, causan pavor a los creyentes musulmanes, pero no sólo a ellos, porque realmente es una crisis tan profunda que a menos de ser atajada, supuesto de que todavía estemos a tiempo, puede conducirnos a un final semejante al del poderosísimo Imperio Romano.
Dos fuerzas han venido conspirando como termitas voraces desde hace tres siglos contra las raíces de la civilización occidental, que no son otras que el cristianismo.
Ya la reforma protestante causo un gran daño, con las subsiguientes guerras de religión, a la integridad de Europa, creadora de esa civilización. Pero fue el marxismo, con su ateísmo radical y beligerante, por un lado, y el laicismo masónico y relativista por el otro, las dos fuerzas ideológicas que han minado, y lo siguen haciendo, la médula ético-religiosa de Occidente.
El marxismo se halla en régimen de extinción, pero su ateísmo contaminante, se mantiene vivo como una mala hierba depredadora que no hay forma de extirpar. Pero lo peor de estos momentos es el laicismo masónico, secretista, opaco, de intenciones maliciosas, que se está apoderando lentamente de no pocas naciones, como España y Estados Unidos, y organismos internacionales, como las agencias de la ONU que se ocupan de «planificar» la población mundial.
¿Qué gana la masonería con descomponer las sociedades, especialmente la juventud, privándolas de valores éticos, instituciones de autodefensa y protección eficaces como la familia estable, y principios morales sólidos? Muy claro: impedir que los individuos, cuanto más jóvenes más vulnerables, carezcan de cualquier asidero al que agarrarse o escudos que les defiendan de las maniobras perversas de los «ingenieros sociales».
El laicismo masónico, como al marxismo en su día, son ideologías despóticas que aspiran al dominio del mundo. Uno de los principales obstáculos para rematar estos planes, si no es el mayor o acaso único en la esfera occidental, es el cristianismo en general y la Iglesia católica muy en particular, la verdadera bestia negra de la masonería desde su fundación a principios del siglo XVIII.
Arrinconada en sus templos, descompuesta la sociedad con «modelos alternativos», fuente de conflictos personales interminables y pervertida la juventud, el camino hacia la hegemonía ideológica absoluta de carácter relativista, intrascendente y hedonista, será un paseo militar.
Si los individuos se vuelven conflictivos y se atacan unos a otros como lobos hambrientos, o la inmadurez humana los abocan a la miseria moral y aún material, no pasa socialmente nada. Para eso está el papá Estado, al Gran Benefactor, el Gran Socorrista, el Gran Corruptor y el Gran Hermano. ¿Para qué necesitaremos entonces la libertad, ni siquiera la fe religiosa? ¿Para terminar en el gran desastre de la Unión Soviética y sus países satélites? Y la inmensa mayoría de los españoles sin enterarse. He aquí el primer resultado de la ofensiva laicista: la conversión de la especie humana en ganado lanar, totalmente manejable.
Vicente Alejandro Guillamón
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