Édouard Husson
Uno de los aspectos más curiosos del debate sobre el papel del Vaticano durante la Segunda Guerra Mundial (reactivado por la película “Amén”) reside en la incapacidad de la mayoría de los críticos de Pío XII para captar la realidad de una Europa en guerra sobre la cual el “Sicherheitsdienst” (SD, Servicio de Seguridad de las SS) y la Gestapo habían extendido su influencia tan lejos como podían. La Iglesia dirigida por Pío XII se encontraba atrapada en esa red de represión, y aún así, intentó salvar la vida de miles de personas: católicos o no católicos.
Es lo que reconocía Albert Einstein: “Sólo la Iglesia se ha declarado contra la campaña de Hitler por la supresión de la verdad. Nunca antes había tenido un amor especial por la Iglesia, pero ahora siento un gran afecto y admiración porque sólo la Iglesia a tenido el coraje ya la tenacidad de alinearse en defensa de la verdad intelectual y de la libertad moral. Por ello, me veo obligado a confesar que ahora aprecio sin reservas lo que durante mucho tiempo desprecié”
“Nuestro objetivo último es la extirpación de toda la cristiandad”. Reinhard Heydrich, jefe de la Gestapo
La Gestapo, no tenida en cuenta en las consideraciones sobre la acción de Pío XII durante la Segunda Guerra Mundial.
Bajo el impulso de Heinrich Himmler y Reinhard Heydrich (después, a partir de finales de 1942, Ernst Kaltenbrunner), el aparato de vigilancia y de represión del III Reich (la Gestapo) hacía reinar el terror en toda la Europa ocupada y trataba también de intimidar, en lo posible, a los países neutrales. El complejo policial SD-Gestapo, unificado en 1939 bajo el nombre de RSHA (Reichssicherheitshauptamt: Oficina Central de la Seguridad del Reich), bajo la dirección de Reinhard Heydrich, era tanto más eficaz y temible cuanto que, al menos desde 1936, nada podía poner trabas al funcionamiento: Himmler había conseguido de Adolf Hitler que la policía política ya no estuviera subordinada al ministerio del Interior; los hombres de la RSHA en modo alguno estaban obligados a respetar los procedimientos jurídicos de un Estado de derecho, en particular en materia de arresto, detención y condena de un individuo; finalmente, el aparato dirigido por Heydrich evitaba en lo posible la burocracia: sus agentes disponían sobre el terreno de una gran libertad de iniciativa y las decisiones era tomadas la mayor parte de las veces por contactos telefónicos o telegráficos directos entre la central berlinesa y las antenas locales. Muchos testigos de esta época han insistido en lo que había de más angustioso en el funcionamiento de la Gestapo y del SD: la rapidez de sus intervenciones, comparada con las de la administración en los países ocupados o de la “Wehrmacht”.
Visto desde este ángulo, es sumamente ingenuo creer que un mensaje público de denuncia totalmente explícita, por parte del Papa Pío XII, de la persecución de los judíos hubiera tenido alguna eficacia. El caso de la pastoral de los obispos holandeses contra la deportación de los judíos en julio de 1942 es particularmente significativo: la Gestapo violó inmediatamente la inmunidad de los conventos y edificios religiosos para deportar a los judíos que se habían refugiado en ellos. Pío XII sabía que todo ataque verbal demasiado frontal hubiera reducido inmediatamente a la nada los esfuerzos desplegados por los nuncios, los obispos, los sacerdotes y los religiosos así como los de los seglares en su propio ámbito. Al contrario, guardando un silencio que le pesaba enormemente, el Papa permitía a la Iglesia católica explotar lo que era la única debilidad del aparato de represión nazi y el reverso de su eficacia: el escaso número de agentes de la policía política -condición para un funcionamiento no burocrático - y su incapacidad, pese al activismo de Heydrich y de Himmler, para estar presente en todas partes. Pío XII sabía que la posibilidad de salvar a las potenciales víctimas del III Reich, en especial los judíos, descansaba en un equilibrio precario: era necesario hacer todo lo posible por preservar la inmunidad de los conventos y la escasa libertad de acción de los católicos, en el plano local, a la espera de la llegada de los aliados. Eso era posible porque el régimen nazi había pospuesto la hora del ajuste de cuentas con el catolicismo al periodo que seguiría a “la victoria”, pero la agresividad del III Reich contra el catolicismo era ya lo suficientemente explícita y había que evitar gestos desconsiderados.
En su mensaje de Navidad de 1942, el Soberano Pontífice hizo una alusión al proceso de exterminio de los judíos, hablando de “centenares de miles de personas que, sin ninguna culpa por su parte, y a veces por el solo hecho de su nacionalidad o su raza, han sido llevados a la muerte o a un progresivo exterminio”. Nuestros modernos censores se burlan de lo que ellos juzgan una alusión muy poco explícita y, en su opinión, timorata. Costantin Costa-Gavras, el realizador de la película “Amén”, incluso la ha descartado como insignificante, cuando pretende dar a conocer al espectador el mensaje en cuestión. Aparte de que la declaración de los aliados del 17 de diciembre de 1942 sobre los derechos humanos, en lo que se refería a la suerte de los judíos, era bastante menos precisa que la declaración del Papa una semana después, conviene recordar que el “Sicherheitsdienst” comprendió perfectamente el mensaje de Pío XII y le acusó, en un informe escrito unos días después, de convertirse en el “portavoz de los judíos, criminales de guerra”. Desde este punto de vista del aparato de represión nazi, no había ninguna duda de que el Papa y la Iglesia católica eran los enemigos de Alemania y que llegaría el momento de un enfrentamiento sin misericordia.
Heydrich y el catolicismo.
Reinahrd Heydrich lo había hecho comprender claramente ya en 1935 en uno de los raros textos que ha dejado este hombre poco amigo de divulgar sus pensamientos y que llevaba el título “Las metamorfosis de nuestro combate” (Wandlungen unseres Kampfes), donde se refería a dos grandes amenazas para Alemania: el judaísmo y el catolicismo. Para el jefe de la Gestapo, los católicos son tan peligrosos como “los judíos” porque su combate es igualmente invisible, disimulado, hipócrita. Los católicos, explica, “no combaten positivamente, contra lo que afirman, por la conservación de los valores religiosos y culturales (que no corren ningún peligro), pero continúan de hecho su viejo combate por el domino temporal de Alemania”. Para ello se apoyaba en un aparato internacional. En un artículo para el “Völkischer Beobachter”, el órgano oficial del partido, publicado poco tiempo después, Heydrich vuelve sobre la misma cuestión que obsesiona a este hombre educado en la religión católica: se pregunta “si este trabajo de zapa, hábil y refinado que lleva a cabo el catolicismo contra la voluntad política unitaria del pueblo alemán no es todavía más peligroso que la mayor parte de las traiciones perpetradas por los comunistas: precisamente porque nadie les presta atención”. Ya en 1935, Heydrich hablaba de “esta Iglesia internacional, enemiga del Estado, que predica el odio y la destrucción”, de su “cínica voluntad de dominio de las almas”. Y trataba de reducir a nada “una técnica del poder y una forma de organización que ha permitido extender su poder durante dos milenios”.
Los católicos alemanes que habían tenido problemas con la Gestapo sabían que Heydrich no se contentaba con declaraciones. Las medidas de persecución contra los católicos habían comenzado ya en 1933, a partir del momento en que se les puso al frente de la policía bávara. Hubo católicos entre los primeros detenidos en Dachau. En abril de 1934, Heydrich queda encargado de la policía política para todo el Reich. Ayuda a hacer la lista de las futuras víctimas de la purga del 30 de junio de 1934. Y cuando se desencadena la “Noche de los Cuchillo Largos”, por orden suya son detenidos y asesinados Erich Klausener, presidente de la Acción Católica, así como Adalbert Probst, director de la Organización católica de deportes.
La ruptura del Concordato de 1933 por los nazis.
Detengámonos un instante en el caso de Klausener. Este antiguo dirigente del departamento de la policía en el ministerio del Interior prusiano se había ganado el odio de los nazis antes de 1933 por denunciar sus métodos totalitarios. Después de su llegada al poder, había sido trasladado por Goering al ministerio de Transportes. Klausener entonces había multiplicado las tomas de posición hostiles al régimen en el marco de las asociaciones católicas. Con vistas al 1 de mayo de 1934 había hecho un llamamiento a todos los católicos para que asistieran a misa para dar testimonio en el día de la fiesta del trabajo de la adhesión a la doctrina social de la Iglesia. El 24 de junio de 1934 había pronunciado un discurso muy hostil al régimen durante el Congreso anual de los católicos que se celebraba en Berlín. Después de haber leído el informe de uno de sus hombres sobre esta reunión, Heydrich puso el nombre de Klausener en la lista de las víctimas. El SS “Hauptsurmfürer” Gildisch recibió el encargo de proceder él mismo al asesinato, que tuvo lugar en la oficina de Klausener y fue camuflado como suicidio.
Al conocer el asesinato de Klausener, la Iglesia católica rompió las negociaciones que estaba llevando a cabo con el régimen para que el artículo 32 del Concordato de 1933, que preveía el reconocimiento de las organizaciones católicas, recibiera un contenido concreto. Las negociaciones nunca se reanudaron. ¿Era éste el objetivo que Heydrich (de acuerdo con Hitler) había buscado? La realidad es que los católicos militantes quedaban a partir de entonces entregados sin ninguna protección jurídica a la Gestapo. En los años previos a la guerra se produjo un constante acoso de los católicos por parte del aparato de represión del Reich. Las persecuciones fueron constantes: sacerdotes o seglares enviados a campos de concentración y de exterminio, prohibición de peregrinaciones, restricción del papel para las publicaciones católicas, limitación a los miembros del clero de las posibilidades de desplazamiento, en particular a Roma. Despertando viejas acusaciones anticlericales, Heydrich trató por todos los medios de desacreditar a los miembros del clero ante la población: se intentaron múltiples procesos a religiosos por abusos sexuales o tráfico de divisas. El más espectacular tuvo lugar en abril de 1936, contra 276 monjes y religiosas de Westfalia y Renania.
“Todo figura en mi gran libro” (Hitler)
La hostilidad de Heydrich contra el catolicismo tenía motivos profundos: desde muy pronto, el segundo de Himmler comprendió que la Iglesia católica pondría toda clase de trabas a la política del régimen para eliminar enfermos mentales y disminuidos físicos. Cuando el conflicto estalló a la luz del día, en el verano de 1941, después de que monseñor Clemens August von Galen pronunciara tres sermones contra la eutanasia, Heydrich fue a ver a Joseph Goebbels y a Bormann para que hicieran comprender a Hitler que convenía arrestar al prelado. El “Führer”, sin embargo, frenó a sus lugartenientes. “Todo figura en mi gran libro”, les explicó. “Tiempo vendrá en que yo ajuste cuentas con ellos”. Hitler puso provisionalmente término a las persecuciones anticatólicas más duras, por medio a soliviantar a los católicos contra Alemania en el momento en que acababa de comenzar la guerra contra la Unión Soviética.
Tascando el freno, Heydrich se adaptó a la situación para conformarse, como siempre, a la voluntad hitleriana. Declaró a sus servicios: “Es necesario perfeccionar el sistema de información de modo que el día en que ajustemos cuentas con la Iglesia tengamos en el mano todas las pruebas de lo que ella ha emprendido contra el Estado”. Aunque, en el seno de la Gestapo, se hablaba en esta época de enviar a los jesuitas a los campos del Este lo más tarde en 1942, la lucha contra la Iglesia se limitó durante algún tiempo al terreno de la enseñanza. Albert Hartl, sacerdote secularizado, apóstata, fue encargado en el seno del SD, entre 1934 y 1942, de la vigilancia del catolicismo, es quien mejor expresa el estado de espíritu de la RSHA en el momento del apogeo del poder nazi en Europa, en el otoño de 1941. En efecto, en una reunión celebrada en el mes de septiembre, declaró: “Nuestro objetivo último es la extirpación de toda la cristiandad. Sin embargo, este objetivo sólo se puede conseguir progresivamente. De momento, nuestra tarea consiste en no dar marcha atrás y tomar medidas defensivas contra los ataques reiterados del clero, esperando la hora de la gran ofensiva”.
Aumentar la presión que se ejerce sobre el Vaticano.
Lo más importante que conviene advertir es que, en el contexto de la guerra, Heydrich, persuadido desde hacía mucho de que el Papa organizaba conspiraciones contra Alemania, intensificó la presión que se ejercía contra el Vaticano. Desde antes de la guerra el jefe de la Gestapo había comenzado a reflexionar sobre los medios de lucha contra el Papado. La encíclica “Mit brennder Sorge”, en la Pío XI denunciaba el poco caso que hacían los nazis del Concordato de 1933 y, sobre todo, condenaba la ideología nazi, había servido, en su opinión, de revelador: los católicos alemanes, efectivamente, habían sido capaces de preparar en secreto y difundir rápidamente el texto pontificio. De ahí sacó la conclusión de que era necesario vigilar muy de cerca al Vaticano y a sus intermediarios con la Iglesia alemana.
La acción del SD y de la Gestapo contra el Vaticano necesitó su tiempo para ponerse en marcha. Heydrich envió a un agente, provisto de una fuerte suma de dinero, para vigilar el cónclave que siguió a la muerte de Pío XI. Pero el individuo elegido fue incapaz de adivinar la elección de Pacelli. Igualmente, la RSHA sólo tenía informaciones poco precisas sobre el papel de intermediario - entre los aliados y representantes de la resistencia alemana al nazismo - que desempeñó en el otoño de 1939 el Papa Pío XII, que en ese momento asumía un enorme riesgo, ya que se salía de la tradicional neutralidad vaticana y revelaba su hostilidad al nazismo. Un poco mejor rodados, los hombres de Heydrich, en la primavera de 1940, pusieron la mano en informaciones dadas por las agencias de prensa católicas de Bélgica y Holanda, que anunciaban la inminente invasión alemana de Europa occidental, pero sin llegar a la fuente: el Vaticano, una vez más, había prevenido, a comienzos de mayo, a los gobiernos afectados.
Sin embargo, con el tiempo la RSHA se fue revelando cada vez más peligrosa. Heydrich lo había repetido a sus hombres en una directiva del mes de abril de 1940: “Es necesario reunir todos los elementos que permitan probar que los obispos se sirven de la valija diplomática de la nunciatura para comunicarse con Roma. Hay que identificar todos los medios utilizados por los obispos y la nunciatura para comunicarse entre sí. Hay que introducir informadores en este sistema de comunicación”. Los que se asombran de que haya pocas pistas escritas del compromiso de Pío XII a favor de los judíos perseguidos o de los católicos polacos, ¿pueden imaginarse por un segundo que el Vaticano en cuestiones de vida o muerte hubiera hecho pasar mensajes por vía diplomática? ¿Y que el Papa o sus representantes hubieran tenido alguna duda de que estaban vigilados permanentemente por los servicios secretos alemanes?
La memoria contemporánea de los crímenes del nazismo - eminentemente necesaria en sí misma porque se trata de hacer justicia a las víctimas de algunos de los mayores crímenes de la historia -, desgraciadamente, en algunos de sus mantenedores esta desencarnada, separada de un conocimiento serio de la realidad histórica. Los críticos de Pío XII, por ejemplo, hacen como si la situación de 1941 se pareciera a la de nuestra época en que los crímenes de los dictadores pueden ser descritos, analizados, comentados y denunciados sin peligro en un diario televisado de la noche, con el fin de movilizar contra ellos a la opinión pública de las democracias. En el apogeo de la dominación nazi en Europa, no podía haber más que una sola preocupación, sobre todo, si, como dirigente hostil al nazismo, uno no se encontraba en Moscú, Londres o Washington, sino asediado por el poder fascista italiano, sometido a Berlín: no decir nada que pudiera comprometer las escasas posibilidades de acción de que disponían los católicos en el plano local. Subrayemos, de paso, que los que desde la perspectiva de hoy hubieran debido denunciar frontalmente, mucho más todavía que Pío XII, el genocidio de los judíos, a saber los dirigentes aliados, lo hicieron todavía menos que él. Sabían, a diferencia de nuestra época, que, afortunadamente, no tiene ninguna experiencia directa de la guerra, que no se denuncia a un asesino que tiene a las víctimas a su merced si no se tienen los medios de alejarlo inmediatamente de la oportunidad de hacerles daño.
La RSHA colocó informadores dentro de las nunciaturas, en particular en Berlín y en Eslovaquia. Consiguió ganarse al responsable de clasificación del correo en Munich, al que el Vaticano confiaba sus misivas clandestinas destinadas a los países bálticos. Un informador checo se ganó la confianza del abad general de los premontratenses en Bélgica, que había transmitido el plan de invasión alemana en 1940; el mismo hombre conocía al encargado de negocios del Vaticano en Eslovaquia y transmitió a Berlín numerosas informaciones útiles. Después de la muerte de Heydrich, que falleció en Praga en 1942 a consecuencia de un atentado, su sucesor Kaltenbrunner envió a un tal Johannes Denk a solicitar una audiencia con el Papa, al que había conocido cuando Pío XII era nuncio en Alemania. El hombre fue recibido por un Pío XII muy precavido, que sólo desveló su pensamiento en un punto: Alemania desde su punto de vista iba a perder la guerra.
Que la Gestapo hubiera conseguido enviar a uno de sus agentes hasta el Papa justifica la desconfianza de éste y debería hacer comprender, incluso al observador más escéptico, por qué el Papa y la diplomacia vaticana guardaron el más completo silencio y discreción, en plena guerra, para no comprometer las acciones que podían llevar a cabo. Toda indiscreción podía costar la vida a las víctimas potenciales a las que se trataba de proteger. Podía provocar reacciones incontrolables del régimen fascista o de la Alemania nazi. El diario de Goebbels confirma la validez de una información que circulaba en aquella época pero que no pasó nunca de la fase de rumor: Hitler y algunos dirigentes nazis pensaron varias veces en arrestar al Papa y hacerlo prisionero en Lichtenstein o en Munich. La RSHA hubiera jugado un papel decisivo en esta operación. Para hacer frente a esa eventualidad, el cardenal Luigi Maglione, secretario de Estado, convocó a la Congregación de asuntos eclesiásticos excepcionales para prever lo que habría que hacer en caso de que el Vaticano no estuviera en condiciones de comunicarse libremente con sus representantes en el extranjero. En ese caso, algunos nuncios serían investidos con poderes excepcionales.
Fracaso de la Gestapo: Pío XII y la Iglesia italiana salvan a 6,000 judíos romanos.
Si Heydrich fue, hasta su muerte, uno de los dirigentes nazis más dañinos para el catolicismo en general, el adversario que supuso una amenaza más directa para Pío XII fue Herbert Kappler, representante de la Gestapo en Roma desde 1939 a 1944 y agregado de policía en la embajada de Alemania en Italia. Encargado de asesorar al embajador en los asuntos de seguridad, de mantener el enlace con la policía italiana, tenía que vigilar a los alemanes que vivían en Roma, en particular a los miembros del clero, algunos de los cuales trabajaban en el Vaticano. Por ello estuvieron vigilados constantemente el padre Robert Leiber, asistente personal del Papa mons. Kaas, antiguo dirigente del “Zentrum”, que después de su exilio llegó a ser administrador de la basílica de San Pedro. Kappler fue muy activo: 37 informes sobre el Vaticano, desde febrero a diciembre de 1942, gracias a los numerosos informadores con que contaba. El Papa tenía todas las razones para desconfiar y obtuvo confirmación cuando un alemán que actuaban como agente doble, Albert von Kageneck, advirtió al padre Leiber, uno de los más cercanos colaboradores del Pío XII, que había recibido de Kappler y su adjunto Loos la misión de espiar hasta el entorno del Soberano Pontífice.
Fue a finales del verano de 1943 cuando el enfrentamiento entre Kappler y Pío XII llegó a su paroxismo y, gracias a la experiencia política del Papa, redundó de modo inesperado en perjuicio de la Gestapo. Después de la caída del régimen fascista, a finales de julio de 1943, y de la entrada de las tropas alemanas a Roma el 10 de septiembre de 1943, el Vaticano se encontraba sin intermediario ante las autoridades del III Reich. Himmler podría conseguir finalmente lo que Mussolini había rechazado siempre, la deportación de los judíos italianos. El 20 de septiembre, Kappler pasó a la ofensiva: convocó a los representantes de la comunidad judía de Roma y les instó a que entregaran en las veinticuatro horas siguientes cincuenta kilos de oro bajo pena de deportación inmediata.
Cuando se vio que sólo se habían recogido treinta y cinco kilos de oro, el gran rabino Zolli decidió dirigirse a Pío XII. Para atravesar el cordón de la Gestapo que cercaba el Vaticano, se le hizo pasar por un arquitecto que iba a visitar una obra en el Vaticano; llegado hasta el Papa, obtuvo de éste la promesa de que se le reuniría la suma que faltaba, como así fue. Fenómenos interesante y que ilumina singularmente la historia del periodo: las comunidades católicas de Roma, que no podía tener conocimiento de la iniciativa del Papa - o ¿quizá nuestros modernos censores van a reprocharle no haber informado a Kappler de que estaba reuniendo quince kilos de oro para salvar a los judíos de Roma? -, se dedicaron a recoger esta cantidad de metal precioso. De nada sirve oponer “los católicos de base” a la “jerarquía”, como hacen ciertos historiadores de hoy: en aquellos tiempos de angustia, en todos los niveles de la institución, los hombres y mujeres de conciencia sabían lo que tenían que hacer.
Durante la etapa siguiente, sin embargo, Pío XII tomó en su mano la acción de salvamento porque presentía que no había tiempo que perder. Por orden suya se levantaron las disposiciones canónicas a los conventos de clausura de la ciudad para que las familias pudieran refugiarse en ellos. De ese modo pudieron esconderse en ellos miles de judíos; otros, prevenidos por los católicos, pudieron abandonar la ciudad. Se trataba de una carrera contrarreloj porque los “salvamentos” tenían que hacerse de la manera más discreta posible, debido a la presencia de la Gestapo. El mismo Papa puso su coche a disposición de los escondían judíos. Pero en la noche del 16 de octubre de 1943, las SS, por orden directa de Himmler, que veía que se le escapaban sus víctimas, pasaron a la acción. Un millar de judíos fueron arrestados.
Informado al alba, Pío XII convocó inmediatamente al embajador de Alemania ante el Vaticano, Ernst von Weizsäcker, y le comunicó por medio del cardenal Maglione, que si no cesaba inmediatamente la redada hablaría públicamente, sin importarle las consecuencias para su persona. El embajador alemán, que siempre había presumido de poder reestablecer buenas relaciones entre Berlín y el Vaticano, estaba cogido en su propia trampa: tenía que probar que decía la verdad. Pero quien, sobre todo, tuvo que dar marcha atrás fue Kappler: aunque, desgraciadamente, las mil personas detenidas fueron conducidas a la muerte, tuvo que suspenderse la redada y la inmunidad de los conventos no fue violada. Se estima que las medidas tomadas por Pío XII entre el 20 de septiembre y el 15 de octubre salvaron la vida de 6,000 personas destinadas a la deportación.
No se valora la amplitud del “salvamento” de los judíos de Roma si se reflexiona en términos moralizantes y abstractos. Es fácil decir, veinte o cincuenta años después al amparo de la democracia, que los actores de la guerra no estuvieron a la altura de su misión. La realidad no tiene nada que ver con la historia de dibujos animados que se presenta habitualmente para aplastar a Pío XII… La Europa de 1940-1945 - ¿es necesario recordarlo? - estaba sometida al dominio nazi, uno de los más arbitrarios y más sangrientos de la historia. En particular el aparato de seguridad del III Reich acosada a millones de personas inocentes y estaba preparado para aplastar a cualquiera que los defendiera. Por tanto, es particularmente extraordinario que hubiera individuos - y entre ellos el Soberano Pontífice - que no se descorazonaran, sino que, al contrario, hicieran todo por salvar, hasta donde podían, en silencio, todas las vidas que tenían ocasión de arrancar de las garras de bestia. Y si Europa hubiera tenido la desgracia de ver vencer por una momento al nazismo, estos hombres y mujeres - el Papa en primera línea - hubieran sido las primeras víctimas del “nuevo orden”. Porque, como ha demostrado el ejemplo de Reinhard Heydrich, no había compromiso posible entre el III Reich y la Iglesia católica.
Sergio Ruben Maldonado
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