Un ameno e interesante artículo que nos introduce en el mundo de la filosofía, para conocer y entender un poco más la naturaleza y las perfecciones de Dios.
Con el paso de los años el hombre pierde la capacidad de asombro que tenía en su infancia. Toda mamá llega a desesperarse con los interminables “por qués” que le plantean sus niños pequeños: “mamá, ¿por qué es roja esa flor?, ¿por qué ya salió el Sol?, ¿por qué murió mi abuelita?” Y es que el niño, sin darse cuenta, no hace más que poner de relieve el principio a partir del cual se explica toda la realidad. Principio que los filósofos llaman “de causalidad”, y que se enuncia diciendo que “todo efecto tiene una causa”.
Este principio nos lleva a Dios. En el Universo existen muchas cosas. A unas, suceden otras. Pero nada ocurre sin que algo lo cause. Los chocolates no desaparecen de su caja a no ser que los dedos de alguien se los lleven. Un cedro no brota del suelo si antes no cayó allí una semilla. Un huevo fue puesto por una gallina, y ésta provino de un huevo anterior. Y así, si nos remontamos a los orígenes de la evolución del universo físico (un millón de años, o un billón, o lo que la ciencia estime), llegaremos a un punto en que no cabrán más que dos posibilidades. La primera es que esa sucesión de cosas sea infinita, es decir, que a la gallina preceda un huevo, a éste una gallina y así sin fin. Pero esta “explicación” no explica nada. Una serie infinita de ruedas dentadas que muevan las manecillas del reloj no me explica por qué, de hecho, yo estoy viendo que se mueven. La otra posibilidad es que Alguien - sin nada que a Él lo mueva - haya puesto todo en marcha. Alguien tuvo que echar a andar las cosas o no habría universo.
De la nada, nada sale; y el que lo niegue se equivoca. Los árboles vienen de las semillas, y éstas de los árboles, los bebés vienen de sus padres, y éstos de los suyos, pero tiene que haber un punto de partida. Ha de haber alguien no hecho por otro, a riesgo de que no hubiera nada. Y como resulta que sí hay, debe haber alguien que haya existido siempre, alguien que no tuvo comienzo. Ha de haber alguien con poder e inteligencia sin límites, causa y origen de cuanto existe.
Esa causa incausada existe y es exactamente Aquél a quien llamamos Dios. Él existe por naturaleza propia, sin que nadie lo haya creado, habiendo Él creado todo. Por eso, la respuesta al niño preguntón - o al adulto que razona - es sencillamente: “Todo existe porque lo hizo Dios, y a Dios nadie lo hizo. Él existe desde siempre y para siempre”.
¿Podemos definir a Dios?
Ahora bien, ya tenemos en nuestra consideración la existencia del ser primero, de Dios. Inmediatamente surge la pregunta: pero, ¿cómo es Dios? ¿Seremos capaces de describirlo, es decir; de encerrarlo en unas palabras que nos expliquen su naturaleza? Veámoslo con calma.
Así como desde la escuela elemental aprendimos que el concepto de “animal racional” define la esencia del hombre, y sirve para deducir sus otras propiedades (ser libre, poder adquirir virtudes, etcétera), nos planteamos ahora si habrá en Dios una cualidad que sea la primera y de la que se deriven todas las demás. En otras palabras, ¿podemos definir a Dios?
Si hay alguna cualidad que lo defina, ésta no podrá ser limitante, pues Dios es causa de infinitas perfecciones. Por tanto, Dios tendrá que definirse a partir de aquello más común y primario a todo ser. ¡Estupendo!, podríamos decir, pero, ¿qué es lo más común y primario a todo ser? No nos costará demasiado trabajo aceptar que esa cualidad es, precisamente, que "son", que “tienen el ser”.
Dios es. Dios es, pero no por tener el ser recibido, sino que “es” por esencia, con imposibilidad radical de no ser.
Este razonamiento filosófico encuentra su confirmación en la Escritura cuando Dios, a la pregunta de Moisés, revela su nombre: “¿Cuál es tu nombre? ¿Quién diré que me envía? Y dijo Dios a Moisés: Yo soy el que es. Esto dirás al Pueblo: “El que es” me envía a vosotros” (Éxodo 3, 14).
Diariamente verificamos que las criaturas no poseen el ser necesariamente: hace quince años mi pequeño cachorro “no era”, y dentro de quince años tampoco será. Las flores de la primavera desaparecen en el invierno; hoy han nacido niños que habrán muerto en el siglo XXI. Y es que tienen el ser “recibido de otro” (en último término, como hemos dicho, de Dios). Dios, en cambio, existe por sí mismo, es el ser sin limitación. Todo aquello que es algo - bondad, sabiduría, poder - se encuentra en Él.
Yahvé es el nombre propio de Dios, el que define su esencia o naturaleza. Es el nombre que le reveló a Moisés, tan grande que los judíos no se atrevían a pronunciarlo. Como dijimos, significa “el que es”. Él es con necesidad absoluta, y de esa cualidad sin limitación se derivan todas sus demás perfecciones.
Las perfecciones divinas.
Dios tiene la plenitud del ser. Y al decirlo decimos que en Él se contiene, en grado infinito, toda perfección. De ahí se confirma que no puede haber más que un solo Dios. Si hubieran dos, el supuesto “infinito” poder de uno anularía el “infinito” poder del otro. Cada uno sería limitado por el otro. Como dice San Atanasio: “Hablar de varios dioses igualmente omnipotentes es como hablar de varios dioses igualmente impotentes”.
Dios es Espíritu, pues el modo de ser más perfecto es el espiritual. Para entenderlo tenemos que saber que los filósofos distinguen dos clases de seres: los espirituales y los materiales. Un ser material es el que está compuesto de partes. Nuestro cuerpo, por ejemplo, está compuesto de agua, proteínas, grasas, carbohidratos, etcétera. Ellos, a su vez, se componen de átomos de carbono, nitrógeno, oxígeno, hidrógeno, calcio, fósforo y otros elementos. Cada átomo se compone de protones, neutrones y electrones, y éstos a su vez de subpartículas que la ciencia descubre en sus avances. Pero esa composición de partes hace que los seres físicos estén destinados a su propia disolución, cuando esas partes se separen por corrupción interna o por la acción de fuerzas exteriores.
El ser espiritual, por el contrario, no tiene partes. No hay en él nada que pueda dividirse, disociarse o corromperse. Y ésta es la razón de que las sustancias espirituales no sean perecederas. Fuera de un acto directo de Dios, no existe causa que suponga su terminación.
Dentro de las sustancias espirituales, podemos distinguir tres tipos. Primero y ante todo la de Dios mismo, el Espíritu infinitamente perfecto. Luego, la de los ángeles, y, por último, las almas humanas. En los tres casos hay una inteligencia que no depende de un ser material para actuar. Es verdad que, en esta vida, nuestra alma está unida a un cuerpo físico, y que depende de él para sus actividades. Pero no es una dependencia absoluta y permanente. Cuando se separa del cuerpo por la muerte, el alma aún actúa. Aún conoce y ama, incluso más libremente que en su existencia terrena.
Quizá nos pudiera servir imaginar cómo es un espíritu (tarea difícil, pues “imaginar” significa hacerse una imagen, y aquí no hay imagen que podamos elaborar); pero para hacernos una idea de lo que es un espíritu, podemos pensar cómo seríamos si nuestro cuerpo de repente se evaporara. Seguiríamos teniendo nuestra identidad y personalidad propias; seguiríamos poseyendo todos nuestros conocimientos, y todos nuestros afectos. Aún seríamos YO - pero sin cuerpo -. Seríamos, pues, espíritu.
Dios es infinito.
Si tuvimos dificultad en captar lo que es un “espíritu”, entender lo que es “infinito” resultará también complejo. “Infinito” significa “no finito”, y, a su vez, “finito” quiere decir “limitado”. Una cosa es limitada si tiene un límite o capacidad que no puede traspasar. Todo lo creado es finito de algún modo. Hay límite al agua que puede contener el Océano Pacífico. Hay límite al oxígeno que puede contener la atmósfera. Hay límite en la magnitud del universo físico. Hay límite en la santidad de los coros angélicos. Pero en Dios no hay límites de ninguna clase, no está limitado bajo ningún aspecto.
Por ser Dios infinito en toda perfección, todo lo bueno, verdadero, deseable o valioso de la tierra es un reflejo (una “chispita”, podríamos decir) de esa misma cualidad según existe inconmensurablemente en Dios. La belleza de una rosa, por ejemplo, es un reflejo minúsculo de la belleza sin límites de Dios, como el fugaz rayo de luna es un reflejo pálido de la cegadora luz solar. El candor de un niño o las inteligencias de los científicos, son chispas de su bondad y sabiduría.
Ahora bien, esas perfecciones, ya que son infinitas, no son como “partes” de Dios. Las perfecciones de Dios son de la misma sustancia de Dios. Si quisiéramos expresarnos con rigor total no diríamos “Dios es bueno”, sino “Dios es bondad”. Dios, hablando con exactitud, no es sabio: es la Sabiduría. Posee las perfecciones en toda su plenitud, identificadas con su ser.
Eterno, Omnipotente, Santo.
Sería muy largo exponer todas las maravillosas perfecciones divinas, pero, al menos, las mencionaremos brevemente. Ya hemos tratado de su aseidad (el ser que existe por sí), su espiritualidad, su simplicidad, su infinitud. Otra es su eternidad. De los ángeles y de los hombres podemos decir que somos eternos, ya que nunca dejaremos de existir. Pero tuvimos principio y estamos sujetos a cambio. Sólo Dios es eterno en sentido absoluto; no sólo no morirá nunca, sino que jamás hubo un tiempo en que Él no existiera. Él será -como siempre ha sido- sin cambio alguno, por toda la eternidad.
Sería muy largo exponer todas las maravillosas perfecciones divinas, pero, al menos, las mencionaremos brevemente. Ya hemos tratado de su aseidad (el ser que existe por sí), su espiritualidad, su simplicidad, su infinitud. Otra es su eternidad. De los ángeles y de los hombres podemos decir que somos eternos, ya que nunca dejaremos de existir. Pero tuvimos principio y estamos sujetos a cambio. Sólo Dios es eterno en sentido absoluto; no sólo no morirá nunca, sino que jamás hubo un tiempo en que Él no existiera. Él será -como siempre ha sido- sin cambio alguno, por toda la eternidad.
Dios tiene una perfección maravillosa: es infinitamente bueno. Nada limita a su bondad, que es tal, que verlo será amarlo con amor irresistible. Y ésta es la inconcebible bondad que se derrama cada instante sobre nosotros. Mayor que la más devastadora fuerza de la naturaleza es su amor por cada hombre. Alguien puede entonces preguntar: “Si Dios es tan bueno, ¿por qué deja que haya sufrimientos, y miseria? ¿Por qué ese bebé tiene el síndrome de Down, y aquel anciano es sordomudo desde su nacimiento? ¿Por qué murió aquella joven, en la plenitud de su belleza y simpatía? ¿Por qué aquella otra es nada agraciada y tonta?
Bibliotecas enteras están repletas de tratados sobre el problema del mal, y no podemos ahora detenernos a estudiar profundamente sobre el particular. Nos bastará señalar que el mal, tanto físico como moral, en cuanto afecta a los seres humanos, vino al mundo como consecuencia del pecado del hombre. Dios, que dio al hombre libre albedrío, no interfiere continuamente para arrebatarle ese don de la libertad. Y si el niño inocente o el hombre bueno padecen algunas consecuencias de los pecados ajenos, su recompensa al final será mayor. Sus penalidades y lágrimas serán nada en comparación con el gozo venidero. Dios permite el mal - que, como dijimos, es consecuencia del pecado - para sacar de ahí bienes mayores.
Otra perfección de Dios es que está en todas partes, es “omnipresente”. ¿Y cómo podría ser de otro modo si no hay lugares fuera de Dios? Está en la habitación en que escribo, está a tu lado y dentro de ti donde te encuentres. El día que el hombre llegó a la luna no estaba sólo, y tampoco lo estará cuando llegue a Plutón o a Júpiter: allí Dios estará.
Ahora bien, que Dios esté en todas partes no significa que Dios sea un ser de enorme tamaño. El tamaño es algo perteneciente al mundo material. “Pequeño” y “grande” carecen de sentido al hablar de un ser espiritual. No, no es que una parte de Dios esté en este lugar y otra en otro. Todo Dios está en todas partes. Hablando de Dios, longitud o tamaño carecen de significado.
¿Que Dios es omnipotente o, lo que es lo mismo, todopoderoso? Esto salta a la vista con mirar a nuestro alrededor. Entonces, cuestionará un preguntón, “¿puede hacer un círculo cuadrado?” No, porque un círculo cuadrado no es algo, es nada, una contradicción en términos como decir “lo blanco del negro”. “¿Puede Dios pecar?” No, de nuevo, porque el pecado es negar a Dios, es rechazarlo. En fin, Dios puede hacerlo todo menos lo que es no ser, lo que es nada: su esencia es ser, su ser es perfección.
¿Que Dios es infinitamente sabio? La respuesta también salta a la vista al observar el orden de la Creación. Y como ha hecho todo, evidentemente sabe cuál es el modo mejor de usar las cosas que ha hecho, cuál es el mejor plan para sus criaturas. Alguno que se queje “¿Por qué hace Dios esto?” o “¿Por qué no hace Dios eso y aquello?”, debería recordar que un niño al que su madre le quita los cerillos con que juega, tendría mucha más razón al enfadarse que el hombre, cuando en su limitada inteligencia, pone en duda la infinita sabiduría de Dios.
Casi resulta ocioso tratar de la infinita santidad de Dios. La sublimidad espiritual de Aquel en quien tiene origen toda la santidad humana y angélica es evidente.
Sabemos incluso que la santidad inmaculada de Nuestra Madre Santísima, ante el esplendor radiante de Dios, sería como la luz de una vela comparada con la del Sol.
Dios es también misericordia. Cuantas veces nos arrepentimos, Dios nos perdona. Tu paciencia y la mía tienen un tope, pero no la infinita misericordia divina. Sin embargo, Dios es también es infinitamente justo. No es un maestro sin carácter que se hace de la vista gorda ante el desorden de sus alumnos. Nos quiere en el cielo, pero su misericordia no anula su justicia y, si rehusamos el amor que nos ofrece, ese amor no nos llegará.
Todo esto y más, muchísimo más, es lo que significa la escueta frase: “Dios es el ser infinito en toda perfección”.
Ricardo Sada Fernández
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