Un aspecto no menor de lo ocurrido, causa de lógica indignación: el gobierno que encerró al país durante ocho meses para cuidar la salud amenazada por la pandemia, eliminó de hecho todo protocolo en un vergonzoso espectáculo que él mismo ha organizado.
Ciertos sucesos, y las
personas que los protagonizan, adquieren o se les otorga una trascendencia que
los hacen dignos de entrar en la historia. Este es el caso de Diego
Armando Maradona, de su condición de crack
extraordinario, que lo ubica entre los más grandes futbolistas del mundo desde
que se tiene memoria de las gestas deportivas; también es el caso de las vicisitudes
insólitas, caprichosas, de su existencia, de las clamorosas
características de su muerte, velatorio y entierro.
Desmesura,
exceso, descomedimiento, atrevimiento, insolencia, desarreglo, desorden... Son las palabras que
me vinieron a mientes al contemplar un largo rato, por televisión, las escenas
de la despedida popular que se le brindó.
Miles y miles de personas
formaron una fila de 25 cuadras, permanentemente, esperando entrar a la Casa de Gobierno, que fue el desmesurado escenario ofrecido, y
que lucía en su frente un gran paño negro en señal de luto. Se decretaron,
además, tres días de duelo nacional, con la Bandera Argentina a media asta.
Cuando se acercaba la hora de concluir el velorio, según había sido la decisión
de la familia del difunto, llegó la Vicepresidente de la Nación, que ordenó
interrumpir el ingreso para estar ella sola en el salón donde se había colocado
el ataúd. Se desató, entonces, el explicable
enojo de los asistentes, que verían frustrado el propósito de acercarse a su
ídolo, y se enfrentaron con la policía: piedras, gases lacrimógenos, balas de goma, heridos. La
presión de la multitud venció una de las rejas del palacio, y numerosos
fanáticos enardecidos ingresaron al lugar; no era cuestión de pedir permiso. La
avalancha dio por tierra con el busto de un ex presidente; otras esculturas se
salvaron porque fueron retiradas a tiempo.
El Presidente de la Nación,
que al igual que muchos otros funcionarios acudieron a rendir homenaje al
difunto, declaró que «si no hubiéramos organizado
esto, todo hubiera sido peor, porque era imparable». No faltó
la discusión política respecto de la responsabilidad por la intervención
policial. Todo bien argentino. Según narran los periódicos, el Presidente
colocó sobre el ataúd una camiseta de Argentinos Juniors, equipo del que es
simpatizante, y que había integrado Diego, y dos pañuelos blancos, «símbolo de
la lucha de los organismos de derechos humanos». Además, aprovechó el momento
de popularidad prestada para sacarse selfies con
muchos de los presentes. Otro mamarracho. En el Senado de la Nación
también se rindió homenaje; caracterizaron a
Maradona como un exponente de la identidad argentina, «referente del pueblo», un «irreverente social»,
que luchó «contra el dominio de las
corporaciones sobre los débiles». El ideologismo oficial no podía perder la
oportunidad que se le presentaba; los senadores se plegaron al uso que los
políticos en general han hecho del astro futbolístico en numerosas ocasiones.
¡Son incorregibles! Un aspecto no menor de lo ocurrido, causa
de lógica indignación: el gobierno que encerró al país
durante ocho meses para cuidar la salud amenazada por la pandemia, eliminó de hecho todo
protocolo en un vergonzoso
espectáculo que él mismo ha organizado.
Los homenajes se cumplieron,
asimismo, en otros escenarios; numerosos periódicos reflejaron el caso, que
adquirió una magnitud mundial: La Gazzetta dello
Sport, ABC, L' Equipe, L' Humanité, Independent, Libération, Mirror Sport, The
Sun, El País, La Stampa, The Guardian, Folha de Sao Paulo. Imagino lo que habrá sido en Nápoles. Hace unos
años me maravilló ver que en el centro de esa hermosa ciudad prácticamente
todas las vidrieras exhibían un retrato de Maradona. El sitio Vatican News lo
recordó como «el poeta del fútbol». Algunos
de los comentarios periodísticos argentinos han querido señalar la
dimensión unánime de la veneración, como si esa «muerte del dios» -así se ha
llegado a decir- hubiera sanado la grieta nacional en un instante de comunión,
y como si ese sentimiento se hubiese extendido a casi todo el mundo.
Europa y Asia, Israel y el mundo musulmán, América y África. Recojo un comentario
cargado de esperanza: «Probablemente se trate de un
fenómeno fugaz. Pero no fue un espejismo; ocurrió. Y lo que ocurre una vez
puede llegar a repetirse». Tratándose de «dios», no es extraño que la desmesura
asuma los rasgos de un páthos religioso. Diego habría sido un «héroe
integrador», de esos que no abundan.
A mi parecer, la desmesura manifestada en los hechos comentados tiene una base más
amplia: la consideración exagerada que se hace del fútbol y de la ambigüedad de ese «mundo»
en la cultura contemporánea, en la que asume una
magnitud casi religiosa, que llena en muchísima gente el vacío de la ausencia
de Dios. Sectores los más dignos y nobles de la actividad
humana, como la ciencia, las artes, las letras, la buena música, el ejercicio
de la beneficencia y la caridad, resultan desplazados en la atención general
porque no tienen «llegada» a las
muchedumbres, En este punto cabría plantearse la cuestión: ¿qué es lo popular? ¿Se trata solo o primeramente del
número? A propósito me parece oportuno recordar una intervención
descollante del Papa Pío XII: su mensaje de Navidad de 1944, que comenzaba con las palabras: «La benignidad y la humanidad de Dios nuestro Salvador»,
dedicado al tema de la democracia. En ese texto el gran pontífice establecía
una distinción fundamental entre pueblo y masa.
La imposición de la masa, y el uso político de la misma pueden hacer pasar como
popular lo que no es una manifestación orgánica del verdadero pueblo; la
democracia, si eso ocurre, se deforma en demagogia, utilizada hábilmente por
los dirigentes, que no son entonces verdaderos políticos en el sentido
aristotélico del término. La distinción pueblo - masa puede valer también para
interpretar algunos fenómenos populistas que se registran en la Iglesia
contemporánea.
Ahora corresponde detenernos un poco en la persona de Diego Armando
Maradona, con todo respeto y sin intención de juzgarlo. El
excelente escritor Juan Luis Gallardo refirió en el diario «La Prensa» una anécdota, un suceso que le ocurrió en
Roma, poco después de ganar Argentina el Mundial de Méjico. El triunfo nacional
fue asegurado aquella vez por dos goles de Diego; uno de ellos fue el resultado
de una jugada genial, y el otro metido con la mano sin que el árbitro lo
advirtiera, un gol irregular atribuido a «la mano de Dios» (de «dios» habría
que escribir). Cuenta Gallardo que un taxista romano, al comprobar que era
argentino, comenzó a hablarle de fútbol y de Maradona, y deslizó
esta observación sobre el famoso deportista: un grande giocatore ma un
piccolo uomo: «un gran jugador pero un hombre pequeño».
No
lo ayudó a ser humana e integralmente mejor la gente que lo rodeaba, y
utilizaba. En este campo quizá se le
podría reconocer una cierta ingenuidad, potenciada por la fama que alcanzó y la
fortuna que llegó a reunir; carecía de las condiciones humanas necesarias para
emplear correctamente esos bienes. La sencillez de sus orígenes no
explica ni justifica su adhesión a la ideología castrista, y su admiración por
el Che Guevara. La debilidad que lo llevó a concertar parejas
fugaces incurrió además en la injusticia
de no reconocer a los hijos que engendraba, más que cediendo cuando no
había otro remedio a las instancias judiciales; la disolución de la única
familia verdadera que formó dio pie a los posteriores excesos; en este y en
otros ámbitos su vida fue, como dice Gallardo, «un muestrario de
malas conductas», y un pésimo ejemplo.
El
hecho de ser un astro del fútbol, uno de los más grandes de todos los tiempos, ayudó a que
todo le fuese tolerado. Luego, algo fatal, el recurso a las drogas; posiblemente, en su vida estaba actuando una
pulsión autodestructiva, que finalmente lo llevó a la muerte. Se podría pensar
tal vez que el extraordinario logro alcanzado por su trabajo y sus méritos lo
hizo creerse superior, más allá de cualquier censura posible.
No
se puede olvidar su descomedida actitud, su insolencia con San Juan Pablo II, en lo que se mostró también su
inclinación ideológica, que tendía a identificar el amor a los pobres con la
ilusión izquierdista. Sin embargo, corresponde reconocer su
sensibilidad y la ayuda que prestó a diversas iniciativas benéficas. No tuvo
idea de lo que es la Iglesia, como muchos otros argentinos no la tienen, lo cual es signo de un ancestral fracaso de
la misión eclesial entre nosotros, cuyas causas no viene al caso examinar
ahora.
Se ha dicho que se reconcilió
con la Iglesia, y pudo reconocerla como madre gracias al encuentro con el
actual Sumo Pontífice; es esta otra muestra de su confusión, y de su
dependencia de lo que la propaganda torna general. Su presunta
religiosidad sería la del «argentino tipo»: bautizados que no han recibido la
formación que sólo puede conceder la vida eclesial; muchos de ellos han hecho la «única
Comunión» -desconozco si este es también el caso de Diego- ¿Qué es la «fe popular», la «fe de los sencillos» que se
le ha atribuido considerando ciertos gestos de religiosidad, porque a veces se
hacía la señal de la Cruz, nombraba a Dios, y pedía ayuda a la Virgen? Otras
informaciones, en cambio, hablan más bien de una «religiosidad»
gravemente heterodoxa. En todo caso, su perfil espiritual muestra la
ausencia de la Iglesia. El clericalismo populista habla
de la «fe popular» que le transmitió su madre Tota, y que nunca perdió; es
penoso, lo usa políticamente. La discreción es lo que correspondía.
Pero ¿quién se le acercó, alguna vez, para anunciarle a
Jesucristo, para desempolvar el don del Bautismo que residía en el fondo de su
alma, para intentar convertirlo a la vida de la gracia? ¡Qué signo maravilloso habría sido, teniendo en cuenta
su fama, la recuperación cristiana de Diego Maradona! ¡Qué repercusiones culturales
y sociales habría tenido! El drama del catolicismo argentino, de lo que
queda de él, se pinta entero en la situación particular del grande
giocatore, del piccolo uomo.
El estado de las cosas que he
descrito pone en evidencia la actual crisis (o decadencia) de la Iglesia, tema
del cual me he ocupado en otras intervenciones, y que ahora resumiría así: se
persevera en la reducción de Dios, y de los misterios de la fe -lo diría en
términos kantianos- al plano de la razón práctica; la Iglesia ocupándose
primordialmente de hacer más llevadera y feliz la vida de la gente en este
mundo. Hemos abandonado a nuestros hermanos evangélicos,
con sus probables acentos fundamentalistas, la predicación explícita del
Evangelio sine glossa, el
anuncio de la necesidad de la gracia, y del cumplimiento de la Ley de Dios para
alcanzar el Reino; pareciera que
la misión católica consiste ahora en promover la fraternidad universal. Después
de esta digresión, vuelvo al caso Maradona, para concluir este rápido
inventario.
Las noticias destacan la
soledad de sus últimas horas; es una paradoja, tratándose de alguien admirado y
mimado, un hecho que mueve a la compasión y permite reflexionar sobre la
inanidad de la gloria del mundo. ¿Cómo fue posible que nadie advirtiera a
tiempo la gravedad de su estado, y que se decidiera a acompañarlo? Quizá era el
momento oportuno para acercarle un sacerdote, pero en nuestro país sería este
un recurso inhabitual, que no se le ocurriría a nadie. Hay un
Servicio Sacerdotal de Urgencia, servido por laicos generosos que acompañan al
sacerdote de turno. Sin embargo, según los testimonios, las veces que salen son
para atender no casos urgentisimos, sino para suplir la dificultad de encontrar
un sacerdote en horarios diurnos. Más allá de la asistencia religiosa, en el
caso de marras se trató de un increíble abandono humano. ¡Qué contraste con el espectáculo desmesurado de la
«despedida» popular!
Como en todos los casos que
adquieren una dimensión histórica, se continuará hablando de él,
se creará un mito nacional. Otro recuerdo es, ciertamente,
necesario: la oración por el difunto, la apelación en su favor a la
misericordia de Dios, cuyos juicios superan inmensamente nuestros cálculos. He
escrito esta nota después de ofrecer la Santa Misa en sufragio, por su eterno
descanso.
+ Héctor
Aguer, arzobispo emérito de La Plata
Académico de Número de la
Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas. Académico
Correspondiente de la Academia de Ciencias y Artes de San
Isidro. Académico Honorario de la Pontificia Academia de Santo Tomás de
Aquino (Roma).
Monseñor Héctor Aguer
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