martes, 1 de diciembre de 2020

LA DESMESURA

 Un aspecto no menor de lo ocurrido, causa de lógica indignación: el gobierno que encerró al país durante ocho meses para cuidar la salud amenazada por la pandemia, eliminó de hecho todo protocolo en un vergonzoso espectáculo que él mismo ha organizado.

Ciertos sucesos, y las personas que los protagonizan, adquieren o se les otorga una trascendencia que los hacen dignos de entrar en la historia. Este es el caso de Diego Armando Maradona, de su condición de crack extraordinario, que lo ubica entre los más grandes futbolistas del mundo desde que se tiene memoria de las gestas deportivas; también es el caso de las vicisitudes insólitas, caprichosas, de su existencia, de las clamorosas características de su muerte, velatorio y entierro.

Desmesura, exceso, descomedimiento, atrevimiento, insolencia, desarreglo, desorden... Son las palabras que me vinieron a mientes al contemplar un largo rato, por televisión, las escenas de la despedida popular que se le brindó.

Miles y miles de personas formaron una fila de 25 cuadras, permanentemente, esperando entrar a la Casa de Gobierno, que fue el desmesurado escenario ofrecido, y que lucía en su frente un gran paño negro en señal de luto. Se decretaron, además, tres días de duelo nacional, con la Bandera Argentina a media asta. Cuando se acercaba la hora de concluir el velorio, según había sido la decisión de la familia del difunto, llegó la Vicepresidente de la Nación, que ordenó interrumpir el ingreso para estar ella sola en el salón donde se había colocado el ataúd. Se desató, entonces, el explicable enojo de los asistentes, que verían frustrado el propósito de acercarse a su ídolo, y se enfrentaron con la policía: piedras, gases lacrimógenos, balas de goma, heridos. La presión de la multitud venció una de las rejas del palacio, y numerosos fanáticos enardecidos ingresaron al lugar; no era cuestión de pedir permiso. La avalancha dio por tierra con el busto de un ex presidente; otras esculturas se salvaron porque fueron retiradas a tiempo.

El Presidente de la Nación, que al igual que muchos otros funcionarios acudieron a rendir homenaje al difunto, declaró que «si no hubiéramos organizado esto, todo hubiera sido peor, porque era imparable». No faltó la discusión política respecto de la responsabilidad por la intervención policial. Todo bien argentino. Según narran los periódicos, el Presidente colocó sobre el ataúd una camiseta de Argentinos Juniors, equipo del que es simpatizante, y que había integrado Diego, y dos pañuelos blancos, «símbolo de la lucha de los organismos de derechos humanos». Además, aprovechó el momento de popularidad prestada para sacarse selfies con muchos de los presentes. Otro mamarracho. En el Senado de la Nación también se rindió homenaje; caracterizaron a Maradona como un exponente de la identidad argentina, «referente del pueblo», un «irreverente social», que luchó «contra el dominio de las corporaciones sobre los débiles». El ideologismo oficial no podía perder la oportunidad que se le presentaba; los senadores se plegaron al uso que los políticos en general han hecho del astro futbolístico en numerosas ocasiones. ¡Son incorregibles! Un aspecto no menor de lo ocurrido, causa de lógica indignación: el gobierno que encerró al país durante ocho meses para cuidar la salud amenazada por la pandemia, eliminó de hecho todo protocolo en un vergonzoso espectáculo que él mismo ha organizado.

Los homenajes se cumplieron, asimismo, en otros escenarios; numerosos periódicos reflejaron el caso, que adquirió una magnitud mundial: La Gazzetta dello Sport, ABC, L' Equipe, L' Humanité, Independent, Libération, Mirror Sport, The Sun, El País, La Stampa, The Guardian, Folha de Sao Paulo. Imagino lo que habrá sido en Nápoles. Hace unos años me maravilló ver que en el centro de esa hermosa ciudad prácticamente todas las vidrieras exhibían un retrato de Maradona. El sitio Vatican News lo recordó como «el poeta del fútbol». Algunos de los comentarios periodísticos argentinos han querido señalar la dimensión unánime de la veneración, como si esa «muerte del dios» -así se ha llegado a decir- hubiera sanado la grieta nacional en un instante de comunión, y como si ese sentimiento se hubiese extendido a casi todo el mundo. Europa y Asia, Israel y el mundo musulmán, América y África. Recojo un comentario cargado de esperanza: «Probablemente se trate de un fenómeno fugaz. Pero no fue un espejismo; ocurrió. Y lo que ocurre una vez puede llegar a repetirse». Tratándose de «dios», no es extraño que la desmesura asuma los rasgos de un páthos religioso. Diego habría sido un «héroe integrador», de esos que no abundan.

A mi parecer, la desmesura manifestada en los hechos comentados tiene una base más amplia: la consideración exagerada que se hace del fútbol y de la ambigüedad de ese «mundo» en la cultura contemporánea, en la que asume una magnitud casi religiosa, que llena en muchísima gente el vacío de la ausencia de Dios. Sectores los más dignos y nobles de la actividad humana, como la ciencia, las artes, las letras, la buena música, el ejercicio de la beneficencia y la caridad, resultan desplazados en la atención general porque no tienen «llegada» a las muchedumbres, En este punto cabría plantearse la cuestión: ¿qué es lo popular? ¿Se trata solo o primeramente del número? A propósito me parece oportuno recordar una intervención descollante del Papa Pío XII: su mensaje de Navidad de 1944, que comenzaba con las palabras: «La benignidad y la humanidad de Dios nuestro Salvador», dedicado al tema de la democracia. En ese texto el gran pontífice establecía una distinción fundamental entre pueblo y masa. La imposición de la masa, y el uso político de la misma pueden hacer pasar como popular lo que no es una manifestación orgánica del verdadero pueblo; la democracia, si eso ocurre, se deforma en demagogia, utilizada hábilmente por los dirigentes, que no son entonces verdaderos políticos en el sentido aristotélico del término. La distinción pueblo - masa puede valer también para interpretar algunos fenómenos populistas que se registran en la Iglesia contemporánea.

Ahora corresponde detenernos un poco en la persona de Diego Armando Maradona, con todo respeto y sin intención de juzgarlo. El excelente escritor Juan Luis Gallardo refirió en el diario «La Prensa» una anécdota, un suceso que le ocurrió en Roma, poco después de ganar Argentina el Mundial de Méjico. El triunfo nacional fue asegurado aquella vez por dos goles de Diego; uno de ellos fue el resultado de una jugada genial, y el otro metido con la mano sin que el árbitro lo advirtiera, un gol irregular atribuido a «la mano de Dios» (de «dios» habría que escribir). Cuenta Gallardo que un taxista romano, al comprobar que era argentino, comenzó a hablarle de fútbol y de Maradona, y deslizó esta observación sobre el famoso deportista: un grande giocatore ma un piccolo uomo: «un gran jugador pero un hombre pequeño».

No lo ayudó a ser humana e integralmente mejor la gente que lo rodeaba, y utilizaba. En este campo quizá se le podría reconocer una cierta ingenuidad, potenciada por la fama que alcanzó y la fortuna que llegó a reunir; carecía de las condiciones humanas necesarias para emplear correctamente esos bienes. La sencillez de sus orígenes no explica ni justifica su adhesión a la ideología castrista, y su admiración por el Che Guevara. La debilidad que lo llevó a concertar parejas fugaces incurrió además en la injusticia de no reconocer a los hijos que engendraba, más que cediendo cuando no había otro remedio a las instancias judiciales; la disolución de la única familia verdadera que formó dio pie a los posteriores excesos; en este y en otros ámbitos su vida fue, como dice Gallardo, «un muestrario de malas conductas», y un pésimo ejemplo.

El hecho de ser un astro del fútbol, uno de los más grandes de todos los tiempos, ayudó a que todo le fuese tolerado. Luego, algo fatal, el recurso a las drogas; posiblemente, en su vida estaba actuando una pulsión autodestructiva, que finalmente lo llevó a la muerte. Se podría pensar tal vez que el extraordinario logro alcanzado por su trabajo y sus méritos lo hizo creerse superior, más allá de cualquier censura posible.

No se puede olvidar su descomedida actitud, su insolencia con San Juan Pablo II, en lo que se mostró también su inclinación ideológica, que tendía a identificar el amor a los pobres con la ilusión izquierdista. Sin embargo, corresponde reconocer su sensibilidad y la ayuda que prestó a diversas iniciativas benéficas. No tuvo idea de lo que es la Iglesia, como muchos otros argentinos no la tienen, lo cual es signo de un ancestral fracaso de la misión eclesial entre nosotros, cuyas causas no viene al caso examinar ahora.

Se ha dicho que se reconcilió con la Iglesia, y pudo reconocerla como madre gracias al encuentro con el actual Sumo Pontífice; es esta otra muestra de su confusión, y de su dependencia de lo que la propaganda torna general. Su presunta religiosidad sería la del «argentino tipo»: bautizados que no han recibido la formación que sólo puede conceder la vida eclesial; muchos de ellos han hecho la «única Comunión» -desconozco si este es también el caso de Diego- ¿Qué es la «fe popular», la «fe de los sencillos» que se le ha atribuido considerando ciertos gestos de religiosidad, porque a veces se hacía la señal de la Cruz, nombraba a Dios, y pedía ayuda a la Virgen? Otras informaciones, en cambio, hablan más bien de una «religiosidad» gravemente heterodoxa. En todo caso, su perfil espiritual muestra la ausencia de la Iglesia. El clericalismo populista habla de la «fe popular» que le transmitió su madre Tota, y que nunca perdió; es penoso, lo usa políticamente. La discreción es lo que correspondía. Pero ¿quién se le acercó, alguna vez, para anunciarle a Jesucristo, para desempolvar el don del Bautismo que residía en el fondo de su alma, para intentar convertirlo a la vida de la gracia? ¡Qué signo maravilloso habría sido, teniendo en cuenta su fama, la recuperación cristiana de Diego Maradona! ¡Qué repercusiones culturales y sociales habría tenido! El drama del catolicismo argentino, de lo que queda de él, se pinta entero en la situación particular del grande giocatore, del piccolo uomo.

El estado de las cosas que he descrito pone en evidencia la actual crisis (o decadencia) de la Iglesia, tema del cual me he ocupado en otras intervenciones, y que ahora resumiría así: se persevera en la reducción de Dios, y de los misterios de la fe -lo diría en términos kantianos- al plano de la razón práctica; la Iglesia ocupándose primordialmente de hacer más llevadera y feliz la vida de la gente en este mundo. Hemos abandonado a nuestros hermanos evangélicos, con sus probables acentos fundamentalistas, la predicación explícita del Evangelio sine glossa, el anuncio de la necesidad de la gracia, y del cumplimiento de la Ley de Dios para alcanzar el Reino; pareciera que la misión católica consiste ahora en promover la fraternidad universal. Después de esta digresión, vuelvo al caso Maradona, para concluir este rápido inventario.

Las noticias destacan la soledad de sus últimas horas; es una paradoja, tratándose de alguien admirado y mimado, un hecho que mueve a la compasión y permite reflexionar sobre la inanidad de la gloria del mundo. ¿Cómo fue posible que nadie advirtiera a tiempo la gravedad de su estado, y que se decidiera a acompañarlo? Quizá era el momento oportuno para acercarle un sacerdote, pero en nuestro país sería este un recurso inhabitual, que no se le ocurriría a nadie. Hay un Servicio Sacerdotal de Urgencia, servido por laicos generosos que acompañan al sacerdote de turno. Sin embargo, según los testimonios, las veces que salen son para atender no casos urgentisimos, sino para suplir la dificultad de encontrar un sacerdote en horarios diurnos. Más allá de la asistencia religiosa, en el caso de marras se trató de un increíble abandono humano. ¡Qué contraste con el espectáculo desmesurado de la «despedida» popular!

Como en todos los casos que adquieren una dimensión histórica, se continuará hablando de él, se creará un mito nacional. Otro recuerdo es, ciertamente, necesario: la oración por el difunto, la apelación en su favor a la misericordia de Dios, cuyos juicios superan inmensamente nuestros cálculos. He escrito esta nota después de ofrecer la Santa Misa en sufragio, por su eterno descanso.

Héctor Aguer, arzobispo emérito de La Plata

Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas. Académico Correspondiente de la Academia de Ciencias y Artes de San Isidro. Académico Honorario de la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino (Roma).

Monseñor Héctor Aguer

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