lunes, 1 de agosto de 2011

IMITAR A CRISTO



El deseo de imitar, es un algo que en la vida material continuamente se da. Y no solo en el hombre sino en los animales.

Que es sino lo que hace un loro o un papagayo. Aquellos que les gusten los animales y tenga perro o perros en su casa, observará que en comportamiento de este, siempre trata de seguir las mismas costumbres, que su convivencia con nosotros le ha marcado. Si le dejamos querrá sentarse como nosotros en los sofás, aunque el asiento de estos, sean más duros que una mullida alfombra donde estaría más cómodo, y si se trata de que coma su pienso equilibrado, hará lo posible por comer lo que nosotros comemos y así se da el curioso caso, de que siendo el perro un animal eminentemente canino, come sandía, melón uvas e incluso ácidas naranjas, que están muy lejos de su dieta y su estómago no está acondicionado para digerir nuestras mismas comidas y algunas les sientan mal, pero no le importa, él lo que desea es imitar al ser que quiere y admira, que es su dueño.

Nosotros por nuestra parte, también en el mundo material tratamos de imitar la vida, las costumbres, y las trayectorias de aquellas personas que han llegado a ser, lo que a nosotros nos gustaría llegar a ser. Los hijos imitan a su padre, sobre todo en las primeras fases de su vida, y suelen escoger muchas veces el trabajo o profesión de su padre, aunque cuando llegan a mayores, comienzan a olvidarse del su padre y piensan: mi padre está ya chocheando, no sabe ni lo que dice, ni lo que hace. Pero más tarde, cuando su padre se muere, vuelven al punto de partida y piensan, incluso dicen con la admiración de cuanto eran pequeños: ¡Que razón tenía mi padre! ¡Cuánto valía mí padre! Y lo mismo les pasa a las hijas con su madre. Primero tienen admiración, luego sin dejar por ello de quererla, piensan que su madre vive en otra época, y más tarde cuando se muere la madre, nace tardíamente la admiración.

Dios que todo lo sabe y todo lo tiene previsto, con relación a lo que verdaderamente debe de preocuparnos, que es nuestra vida espiritual, pues es lo único que podremos sacar de este mundo, quiso dejarnos con su ejemplo, el modelo que tenemos que seguir. Por ello nos dijo: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá la luz de vida (Jn 8,12). Para el autor del Kempis, son estas, unas palabras que nos exhortan a seguir a cristo imitándole. Y así lo expresa en el primer punto del primer capítulo del primer libro. En otras palabras, es así como comienza el Kempis, llamándonos a la imitación de Cristo. Por supuesto que todo esto, forma parte de un proceso de orden sobrenatural y por ello San Agustín nos decía: Toda la vida sobrenatural, consiste para nosotros en convertirnos en Cristos”.

Para alcanzar el fin deseado, ser glorificados en el amor al Señor y unidos a Él, ser eternamente felices, hemos de recorrer en esta vida un camino de carácter espiritual, pero careciendo de otro término más adecuado lo denominamos camino espiritual, que tiene ciertas semejanzas con el camino material, aunque no es lo mismo. Nosotros más que recorrer un camino, lo que tenemos que hacer es desarrollar nuestra alma, cuyo alimento es la vida espiritual. Así como nuestro cuerpo, bien que nos ocupamos de desarrollar y alimentarlo; de nuestra alma, poco es lo que nos ocupamos de ella y sin embargo, el desarrolle de nuestra alma es algo maravilloso, pues así como con nuestro cuerpo, con el paso del tiempo desaparecen todos los esfuerzos hecho para tener un bello cuerpo, en el caso del alma, su crecimiento nunca muere, ella es eterna y cuanto más la desarrollemos, más bella será a los ojos de Dios, y más grande será la gloria que nos espera en el cielo.

Y es en el desarrollo de nuestra alma, podemos hablar de un cierto camino, un camino en el que nuestro modelo a imitar sea el del Señor, lo que Él hizo, como reaccionaba, como Él se comportaba, cuando pisaba Tierra Santa, porque esté ejemplo recogido en los evangelios, es lo que tenemos que imitar. Siempre si queremos seguir este camino, hemos de estar haciéndonos estas preguntas: ¿Qué habría hecho el Señor en mi lugar? ¿Qué es lo que el Señor quiere que yo haga frente a esta situación o a este problema? Contestarnos a estas preguntas no siempre nos va a resultar fácil, por lo que tenemos que buscar, unas normas o parámetros de aplicación general.

El Kempis en el capítulo 23 del libro III, da cuatro consejos, que el papa Juan XXIII, manifestó una vez que él siempre los seguía, estos son:
1.- Ante todo trata siempre más bien hacer la voluntad de otro, antes que la tuya propia.
2.- Elige siempre tener menos que más.
3.- Busca continuamente el último lugar y estar debajo de todos.
4.- Desea constantemente que la voluntad de Dios, se cumpla en ti perfectamente, ruega por esta intención.

Y termina el autor Juan XXIII, poniendo en boca del Señor estas palabras: En verdad te digo que el que pone en práctica estas cuatro cosas, entra en la mansión de la paz y del descanso.

Jean Lafrance, manifiesta que la verdadera imitación o identificación con Cristo es interior, es decir, se sitúa más allá de la vida moral, de la conciencia, de los sentimientos y de las facultades de conocimiento y voluntad. Es ante todo la invasión de nuestro ser por la persona del Señor. Por ello San Pablo exclamaba: Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo, y ser hallado en él, no con la justicia mía, la que viene de la Ley, sino la que viene por la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios, apoyada en la fe, y conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos. No que lo tenga ya conseguido o que sea ya perfecto, sino que continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús (Flp 3,8-12).

Como siempre pasa, cuando tratamos cualquier tema del orden espiritual, enseguida nos sale la base de todo, que por un lado es la fe y por otro es el amor. Para imitar al Señor, para alcanzar el ser como Él, nos hace falta fe y amor. La fe es lo primero de todo, porque si carecemos de fe no es posible amar, y si no amamos no imitaremos. Cuando no se tiene fe no se puede amar, porque al que carece de fe le resulta absurdo amar, a algo o a alguien en quien no cree que exista. Y cuando se tiene fe aunque solo sea muy poca, también se tiene amor, solo un poco de amor, pero amor al fin y al cabo. La fe y el amor son dos virtudes que siempre crecen y decrecen al unísono. No se puede tener mucha fe y poco amor y al contrario no es posible tener mucho amor con muy poca fe.

Es importante que pensemos que la fe es siempre interpersonal, por ello, en la medida en que nosotros creemos en el Señor, Él cree en nosotros. No solo somos nosotros los que creemos en Dios, sino que también Dios cree en nosotros y en la medida en que aumenta nuestra fe, nuestro amor, y por ende nuestra capacidad de imitar al Señor, crece en Él una mayor fe y amor en nosotros, en cuanto Él nos mira y al vernos se siente reflejado en nosotros. En el Eclesiástico, podemos leer: Todo viviente ama a su semejante (Ecl 13,19).

El proceso sigue avanzando en nosotros, cada vez que vamos desarrollando más nuestra vida espiritual, y nos vamos perfeccionando y purificándonos. Este proceso es el que se desarrolló en San Pablo hasta el extremo de poder decir: Y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí (Gal 2,20).

Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.

Juan del Carmelo

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