Por encima de nuestras ideas, de nuestros sentimientos, de nuestros rencores, de nuestras lágrimas, Dios merece no sólo una búsqueda, sino la apertura del corazón.
Al escuchar la palabra “Dios” surgen reacciones diferentes según la disposición de cada uno.
Para algunos, Dios sería una idea del pasado, llamada a desaparecer conforme avanza el mundo de la ciencia y de la racionalidad. Dios sería “alguien” en quien no vale la pena pensar, ni siquiera para negar su existencia.
Para otros, Dios es un ser problemático, que seguramente existe, pero “incapaz” de resolver nuestros problemas o de hacer algo por ayudar a los hombres en sus dramas casi infinitos.
Para otros, Dios es un recuerdo de la infancia, alguien que tuvo su lugar en la propia vida. Con el pasar del tiempo, se fue difuminando, quedó tras las cortinas, mientras los estudios, el trabajo, las fiestas y las prisas de la vida ocupaban todo el espacio de la mente y del corazón.
Para otros, Dios es un recurso de emergencia, alguien a quien se acude cuando llega un accidente, cuando muere un ser querido, cuando la enfermedad empieza a destruir el propio cuerpo o el de un familiar, cuando falta dinero para pagar las cuentas de la casa.
Para otros, Dios es un enemigo, un rival que limita las posibilidades humanas, que crea conflictos, que promueve guerras, que amenaza con rayos y con infiernos a los seres humanos sometidos a un poder despótico y arbitrario.
Para otros, Dios es una esperanza incierta. Alguien que uno desearía que existiese, pero que no sabemos si está más allá de los cielos y más adentro del corazón, más cerca del aire que nos rodea y más lejos que las constelaciones más remotas.
Para otros, Dios es un Amigo cercano, presente, vivo, que enciende amores, que suscita esperanzas, que levanta los ánimos en las pruebas, que lleva a mirar más allá de la muerte, que salva y que resucita del pecado y de la angustia humana, que promueve el amor y la justicia entre los hombres.
Es bueno, en el camino de la vida, ponerse la pregunta sobre Dios. Porque por encima de nuestras ideas, de nuestros sentimientos, de nuestros rencores, de nuestras lágrimas, Dios merece no sólo una búsqueda, sino la apertura del corazón ante lo más sublime, lo más bello, lo más grande, lo más poderoso; ante Aquel que da sentido al mundo y al hombre, que invita al amor y a la alegría, que permite el que cada uno de nosotros, este día, estos instantes, podamos abrirnos a su Presencia y dejarle penetrar, cariñosamente, respetuosamente, en nuestras almas.
Autor: P. Fernando Pascual
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