Es esta una frase, que más de un vez hemos escuchado en referencia a alguien que ya no está entre nosotros, o que estando todavía aquí abajo desarrolló en su día, una determinada actuación que pasó sin pena ni gloria.
La frase encierra un cierto sentido peyorativo y desde luego despectivo. Aplicada a una persona, enseguida nos formamos una imagen de esta como la de un pobre hombre o una pobre mujer y sin embargo yo no lo entiendo exactamente así, aunque solo sea por la aplicación de la sentencia evangélica de que dice: “Los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos” (Mt 19,30). La grandeza de un ser humano solo se encuentra en su corazón, y en este, solo Dios puede entrar, ver y leer. La frase “sin pena ni gloria”, tiene mucha enjundia y vamos a tratar de hablar un poco de ella: Veamos.
Morir o pasar sin pena ni gloria, no quiere decir que nadie va a lamentar la muerte de esa persona o el hecho de que haya acabado sin aparente éxito, la gestión o actuación de una persona, en un determinado organismo público o privado. Morir sin que nadie lo lamente, puede darse en círculos paganos, pero es propio de nuestra condición de cristianos lamentar siempre la muerte de alguien, aunque esta sea la de un encarnizado enemigo. La muerte la consideramos como un mal y por ello a nadie le debemos de desear ningún mal, ni a nuestro peor enemigo. La muerte desde luego es un mal, pero solo considerando el punto de vista material, porque si nos atenemos al punto de vista sobrenatural, la muerte es un inapreciable bien, que nos abre las puertas del cielo. Pero para tomar en consideración este segundo punto de vista, hace falta gozar de un determinado grado de fe y en consecuencia un cierto nivel de vida espiritual, cosa que como sabemos no está al alcance de todo el mundo, entre otras razones, porque desgraciadamente no a todo el mundo le interesa llegar a esa situación.
Aún teniendo una gran fortaleza de fe y un elevado nivel de vida espiritual, no podemos remediar la pena que sentimos por la pérdida de un ser querido. Hasta el lado humano de Nuestro Señor, sintió pena por la muerte de su amigo Lázaro, Jesús preguntó: “¿Dónde le habéis puesto. Dijéronle: Señor, ven y ve. Jesús, se echó a llorar y los judíos decían: ¡Cómo le amaba!” (Jn 11,34-36). Y el Señor sabía que lo iba a resucitar y la pena iba a desaparecer, y sin embargo lloró por su amigo. En los seres humanos la fuerza de la pena es muy grande. Cuando estamos en un duelo, la mayor parte de las veces no sabemos qué decir, solo si se trata de una familia cristiana, tímidamente invocamos la esperanza, asegurando que estará en el cielo. Y sin embargo si somos consecuentes con lo que creemos, deberíamos en ese momento de felicitar a los deudos del difundo porque el fallecido se ha ido al cielo. ¡Pero… a ver quién es el guapo que tiene narices suficientes para darle a la viuda o al viudo, una felicitación en ese momento! Y es que aunque seamos creyentes, profundamente creyentes, la fuerza de la pena es tremenda y el dolor que sienten los más allegados es muy fuerte.
A la vista de lo anterior cabe preguntarse: ¿Entonces no somos consecuentes con lo que creemos? o es que la fuerza de nuestra fe es muy débil. Pues sí, y no. Es indudable que la fuerza de la fe y un alto nivel de vida espiritual, nos ayudan mucho a superar esta pena y el dolor que ella conlleva, pero no lo elimina. La prueba de ello es, que hasta el Señor lloró por la muerte de su amigo Lázaro.
En cuanto al tamaño de la pena, esta será siempre mayor cuando el fallecido era una buena y bondadosa persona con muchos amigos y familiares, que en el supuesto de que se tratase de lo que vulgarmente se califica de “bicho”. La pena quienes verdaderamente la tienen, son siempre los más allegados y si se trata de una figura pública, hay siempre mucho fingimiento e hipocresía. Y si resulta que la figura pública es la de un político, casi puedo afirmar que los del partido opuesto se frotan las manos.
En referencia al segundo tema el de la gloria, aquí cuando se enuncia esta frase de “pasó sin pena ni gloria”, se está refiriendo a la gloria efímera, a la gloria de este mundo, a la de carácter material que es la que nos entra por los ojos de la cara. Pero la gloria más importante, a la que una persona debe de aspirar, es la gloria que le proporcionará y ya en esta vida, el entregarse al amor del Señor. Es esta una gloria, que el que la tiene de verdad procura llevarla escondida en su corazón, y no hace exposición de ella, entre otras razones, porque el que verdaderamente es un santo, él personalmente no se cree que lo sea porque su humildad se lo prohíbe. En todo caso solo es la Santísima Trinidad que inhabita en su ser y nuestra Madre celestial, los únicos que tienen exacto conocimiento de ella. Los demás estamos en la inopia. Bien es verdad que hay un refrán que dice que la santidad no puede mantenerse oculta, pero también hay otro que nos dice que: De dinero y santidad la mitad de la mitad. Aquí abajo, hay veces que tenemos por santos a quienes no se merecen esta consideración, aunque también existe la llamada santificación por aclamación popular, que era muy frecuente cuando la Iglesia aún no tenía establecido el procedimiento canónico pertinente para la declaración de santidad. Ahora solo existen casos muy concretos de proclamación popular, como pueden ser en la actualidad, los casos de la madre Teresa de Calcuta o el de Juan Pablo II, en los que la aclamación popular ha agilizado los trámites necesarios.
Resumiendo podemos afirmar, que es bueno dejar pena con nuestra marcha, pues ello es señal de haber sido queridos por haber hecho mucho bien y haber practicado el amor; pero no es bueno dejar gloria mundana y sí gloria espiritual, pues es muy difícil, que aquellos que han tenido mucha gloria mundana también la hayan tenido en el interior de sus corazones amando al Señor sobre todas las cosas.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Juan del Carmelo
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