Nadie puede dudar sin una mirada demasiado tortuosa, del sincero amor de Juan Pablo II por Nuestra Señora y particularmente por la advocación de Fátima.
De lo que sí podemos dudar y en realidad, más que dudar, tenemos certeza, es del buen juicio con que se condujo esa revelación crucial del siglo XX-XXI, el texto de la tercera parte del “secreto”.
Pretender atribuir la visión a una profecía del atentado contra el Papa en 1981, pretensión en la que hubo de tener alguna forzada complicidad el Papa felizmente reinante hoy, ha de haber conmovido íntimamente su rectitud alemana y su inteligencia. Y no resultan inverosímiles, hoy menos que nunca, las palabras que se le atribuyen sobre su deuda con Nuestra Señora, sobre cuyo oscuro asunto del año 2000 habría declarado: “me torcieron la mano”.
Lo cierto es que Benedicto XVI con admirable perseverancia camina por cada uno de los lugares donde cree haber dejado una deuda y hace esfuerzos por saldarla. Liberó la Misa Tradicional de las cadenas de una autoridad desmadrada y abusiva. Ahora busca poner coto a esa forma de ejercer la autoridad por parte de los “inspectores” de la liturgia, llamativamente celosos en este punto cuanto más descuidados son en tantos otros.
Tomó el toro por las astas y puso la cuestión tradicionalista en su punto: en la doctrina. Es decir, allí donde nadie la quería, ni siquiera muchos tradicionalistas o filotradicionalistas. Para algunos las cosas se debían guardar bajo siete sellos hasta que Dios interviniera directamente en la historia. Para otros, ¡qué mejor ocasión para llevar la lucha “adentro” de la Iglesia vía un acuerdo canónico! El Papa dejó hacer a su diplomacia, y luego determinó que si de doctrina es la cuestión, de doctrina tiene que ser la discusión.
La feroz andanada que estalló unívocamente cuando el asunto Williamson-excomuniones no lo movió un centímetro de su postura. Pero la venganza no se haría esperar. El Papa buscó poner el énfasis en las cuestiones de fondo: la restauración del sacerdocio, proponiendo un año bajo el patrocinio de Santo Cura de Ars... un modelo del que poca ambigüedad se puede extraer. Contra esos remedios sobrenaturales tan olvidados hoy, los ataques se redoblaron, y cuando toda la prensa daba al Pontífice por definitivamente aturdido y reclamaba su renuncia, el documento a los obispos irlandeses volvió a reafirmar como se combate el pecado: disciplina, castigo, sí, pero penitencia, oración, espíritu sacerdotal renovado en el modelo tradicional.
No se movió un ápice en materia de doctrina moral, a pesar de las presiones del mundo entero contra la medicina del alma para ciertos males del cuerpo: la castidad.
No se movió un ápice cuando le endilgaron las perversiones de algunos sacerdotes a fin de denigrar el sacerdocio (doblemente dirigidas a desprestigiar y desanimar a los inocentes, y a promover la erradicación del celibato). ¿Quieren un modelo? El cura de Ars, otro Cristo crucificado.
En estos días, en Fátima, no solo dice el Santo Padre que los enemigos interiores de la Iglesia son más feroces que los exteriores; no solo reaviva la continuidad profética de la visión de Lucía, como misterio de sufrimiento y persecución del mundo contra la Iglesia, pero reconoce los pecados de los miembros de la Iglesia, haciendo titubear la versión oficial de los años 2000: convoca a la oración, a la penitencia y al rezo del rosario por la salvación de las almas. ¡Qué lejos estamos de aquella primavera conciliar, y aún así, después de estas declaraciones, un aroma primaveral nos recuerda que la intacta raíz de la Iglesia, soterrada pero viva espera dispuesta a brotar y florecer!.
¡Por la salvación de las almas! Este lenguaje es antiguo y nuevo en la Iglesia. Es el lenguaje que procede de la misma escritura sagrada pero que en las últimas décadas no solo cayó en el olvido, sino en el desprecio. Es nuevo porque el Soberano Pontífice lo restablece ante medio millón de peregrinos y muchos millones más de espectadores: salvar las almas. Por ello se sacrificaban los pastorcitos de Fátima que están en camino a los altares. Porque la señora “del cielo” se los pedía así: salvar las almas con penitencia y oración. En particular, el Santo Rosario.
Abogada y Mediadora de la gracia, tú que estas unida a la única mediación universal de Cristo, pide a Dios, para nosotros, un corazón completamente renovado, que ame a Dios con todas sus fuerzas y sirva a la humanidad como tú lo hiciste.
Repite al Señor esa eficaz palabra tuya: “no les queda vino” (Jn 2,3), para que el Padre y el Hijo derramen sobre nosotros, como una nueva efusión, el Espíritu Santo.
El dogma profesado de la Mediación Universal y la exaltación del misterio trinitario coronan la consagración que el Papa ha hecho de los sacerdotes a la Santísima Virgen.
Y si alguna duda pudiera quedar, y sería lícito que, recordando hechos no tan lejanos, esta duda tuviera sustento, el Santo Padre llama en la homilía del 13 de mayo a la Santísima Virgen: “hija excelsa de este pueblo, (hebreo) la cual, revestida de la gracia y sorprendida dulcemente por la gestación de Dios en su seno, hace suya esta alegría y esta esperanza en el cántico del Magnificat: “Mi espíritu exulta en Dios, mi Salvador”.
Y corona la bella homilía con estas palabras.
“Que estos siete años que nos separan del centenario de las Apariciones impulsen el anunciado triunfo del Corazón Inmaculado de María para gloria de la Santísima Trinidad”.
Sobre esta base sí es posible hacer un diálogo interreligioso fecundo, porque los acatólicos (y los católicos también) tienen en claro que la Iglesia y su jefe en la tierra siguen creyendo lo mismo que han creído desde la fundación, aquel día de la Ascensión, cuando Nuestro Señor prometió “me voy, pero vuelvo”.
Quiera Dios concederle a Benedicto otros siete años para presidir el centenario de Fátima y cantar su Nunc dimittis después de haber visto el glorioso triunfo del Corazón Inmaculado. Muchos millones de rosarios se han elevado y otros se elevan a diario por esta intención.
Marcelo González
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