Testimonio de Sor Emmanuel
¡El grito del copón!
Sor Emmanuel
Olvidamos demasiado que, en la Eucaristía, Jesús es más humano que cualquiera de nosotros; lo experimenta todo con una sensibilidad que nos causaría vértigo. Él es todo corazón, toda expectativa de amor y más vulnerable que un recién nacido. Cuando comulgamos, sabemos lo que experimentamos. ¿Pero, qué sabemos de lo que Jesús experimenta en nosotros?
Una noche en que había prolongado el tiempo de mi adoración en la capilla de mi comunidad, me dirijo hacia el sagrario para cerrarlo y apagar las velas que lo rodean. En Francia, los miembros de la Comunidad de las Bienaventuranzas tienen la posibilidad de exponer el Santísimo Sacramento sin tocado, abriendo la puertecita del sagrario donde reina una pequeña custodia. Un foco ilumina la hostia, mientras que las otras luces están apagadas, lo que permite concentrar la atención en el cuerpo de Jesús.
Encontrándome sola en la capilla, me tomo el tiempo para cumplir con mis pequeñas tareas de sacristana alrededor de Jesús mientras le hablo. ¡¿No soy acaso su esposa?! Estoy por lo tanto muy cerca de él y, llave en mano, me dispongo a encerrado hasta la mañana siguiente. Sin embargo, el corazón se me estrecha: tantos cristianos soñarían con poder adorarlo aunque fuera por una hora, aun en medio de la noche, ¡y he aquí que yo le cierro la puerta! En ese momento un detalle me salta a los ojos: la cera de la vela se ha derretido sobre el borde de madera de la puerta y debería limpiada. Comienzo a quitar toda marca de cera, cuando me sorprende una especie de grito. No proviene de la custodia, sino del copón ubicado al fondo del sagrario, que contiene muchas hostias. Es un grito inaudible a mis oídos de carne, pero justamente por ello resuena con mayor intensidad en mi corazón, ¡pues nuestros corazones poseen antenas, y muy poderosas!
Jesús quiere decirme algo. Él vive realmente en cada una de las hostias, y sin embargo no hay trescientos treinta y siete Jesús en el copón. Jesús es uno, pero multiplicado.
Es como si cada hostia se pusiera a hablar, describiéndome el momento crucial que se prepara a vivir en los días venideros. Me parecía que cada hostia sabía a qué alma, a qué persona estaba destinada. Cada hostia vivirá una aventura amorosa única, ¡y la amplitud de las posibilidades es vertiginosa! Ciertas hostias caerán en corazones que serán un Cielo para ellas; para otras será como un descenso a los infiernos. El grito que resuena en mi corazón es en realidad un grito de angustia.
Muchas hostias están en agonía; saben que serán recibidas en moradas inmundas donde reinan esos pecados que engendran la muerte. Permanezco clavada en el suelo, petrificada... Esas hostias sienten repulsión de ser consumidas. ¡Jesús pide socorro! Grito silencioso, como el de un niño embrión que siente que lo van a matar y se acurruca instintivamente en el seno de su madre, cuando se aproxima el instrumento que lo extraerá con violencia. Grito silencioso del inocente que no posee en su pequeño cuerpo ningún medio para defenderse, si la que lo lleva en su seno no lo ama. Grito silencioso de Dios, que ha querido depositar su pequeño cuerpo inmóvil, más ligero que un grano de trigo, entre las manos de los hombres, por su cuenta y riesgo.
Cada hostia conoce también el día y la hora cuando entrará en el corazón que la consumirá. Estoy fascinada por la conciencia de Jesús: lo conoce todo, lo ve todo, lo prevé todo, ¡Y se deja conducir como un cordero! Felizmente, la mayoría de las hostias se regocijan por anticipado de poder unirse con su destinatario.
Aquella noche, cuando cierro el sagrario, intento captar el mensaje que Jesús me ha dado, un mensaje que no ha terminado de agotar su contenido, pues sólo en el cara a cara del Cielo, comprenderé plenamente su clamor. Por el momento, una cosa está clara: Jesús me invita a adorarlo en espíritu no sólo en todos los sagrarios del mundo, sino también en el corazón de todos aquellos que comulgan, tanto los buenos como los malos, a fin de que allí donde revive su condenación a muerte, Jesús reciba también una pequeña visita de amor, un humilde gesto de atención que lo consuele.
HOSTIAS ROBADAS
La Madre Yvonne-Aimée es una gran mística francesa, muerta en 1951 a los 49 años. Poseía numerosos carismas. Entre otros, solía ocurrirle que Cristo la previniera cuando ciertas hostias eran profanadas. Hoy, ciertas personas sostienen que la presencia real no existe fuera de la celebración de la misa. Esto es un gran error. He aquí la carta que la Madre YvonneAimée escribió desde París al padre Crété, el 31 de marzo de 1923:
"Padre, le escribo teniendo a Jesús conmigo. Anoche, mi Bienamado me dijo que fuera a buscarlo a casa de una persona que desde el sábado conservaba una hostia que había recibido indignamente en el comulgatorio. Apenas la había recibido, aquella pobre alma la había retirado de su boca y la había puesto en su pañuelo para llevada a su casa con el fin de ultrajada. Entonces le pedí a Jesús que me concediera esa alma, y le hablé del caso a mis amigas de la calle Monsieur (París), para que también oraran por: esta pobre extraviada.
Aquella noche, obedeciendo a la orden del muy dulce Señor Jesús, fui a casa de esta persona de buena posición. Ella misma me vino a abrir. Le dije inmediatamente que venía a buscar la hostia. Ella palideció notablemente, indicándome que la siguiera. Me condujo a su salón privado, abrió una cajita que se encontraba sobre la mesa... ¡la hostia estaba allí!
La tomé y, siguiendo la inspiración del Maestro, le hablé a esta pobre mujer, que derramó lágrimas de sincero arrepentimiento.
Regresé al Hogar con mi querido tesoro sobre mi corazón. Era la una y media de la madrugada. Por todo el camino, mi Bienamado me hablaba. "Consérvame", me decía, "hasta que te diga qué hacer y te haga conocer mi voluntad". (El padre espiritual de Yvonne le pidió que consumiera la hostia que llevaba con ella y ¡que procediera siempre así en situaciones similares!)
Yvonne continúa su carta:
"Esta tarde, Jesús me dijo nuevamente, que por la noche iría a sustraerle de otra casa en la cual había sido ultrajado. ¡Oh, pobre Jesús, querido Bienamado, tan mal amado!"
En rescates ulteriores, Yvonne regresó a veces herida con la Eucaristía que había arrancado a unos profanadores que la habían golpeado.
Yvonne sufría muy cruelmente por las almas que profanaban las hostias y pedía al Señor por su conversión. A menudo, la noche siguiente a la recuperación de las hostias, Jesús la asociaba a su agonía, como para reparar por los sacrilegios. Estos acontecimientos ocurrían cuando Yvonne Aimée aún no era religiosa. Tenía tan sólo unos veinte años. Más tarde, entraría en el convento de las Agustinas en Malestroit, Bretaña.
Juan García Inza
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