Rara es la persona, sea creyente o pagana, que no ha leído o escuchado la frase “Dios te ama”.
En algunas ramas del cristianismo, esta frase casi tiene el carácter de un grito de guerra en la acción catequista de esas iglesias que generalmente no se encuentra en comunión con la Santa sede. Es difícil hacerle comprender esta realidad, de que Dios nos ama, a los que no se preocupan de su vida interior y carecen de ella, porque precisamente esta realidad del amor de Dios a nosotros en conjunto e individualmente a cada uno, para palparla y empezar a comprenderla, hace falta un mínimo de vida interior, y subsiguientemente un mínimo conocimiento de lo que es y representa Dios. Y estos mínimos, generarán a su vez otro mínimo deseos de buscar a Dios, que a su vez generará otro mínimo deseo de amarle. Sin esta plataforma de mínimos, salvo que por las razones que Él tenga, otorgue una gracia infusa a la persona determinada, con el resto de personas, poco se conseguirá repitiendo machaconamente, el Dios te ama; más vale que empleemos nuestro tiempo en favor de la persona de que se trate, rezando por ella para que Dios la ilumine.
En el mundo de lo natural, estamos acostumbrados a obtener resultados, con la repetición machacona de un determinado lema o “slogan”, sino que se lo pregunten a los políticos, que guían sus huestes como manadas de ovejas a las que en vez de esquilarlas de lanas, las esquilan de votos. Pero en el mundo de lo sobrenatural esto no funciona, todo funciona de distinta forma. En el mundo de lo natural, se dice, que una mentira repetida machaconamente se transforma en la mente de los demás, en una verdad. En el mundo de la vida espiritual, la repetición machacona, puede intensificar la fuerza de un sentimiento pero nunca transformar una mentira en verdad. Así, si machaconamente expresamos nuestro amor al Señor, es indudable que el tamaño de ese amor nuestro a Él, aumentará. La existencia de la gracia divina es un factor imprescindible para que algo funcione en el orden espiritual y si queremos funcionar marginando la gracia divina, siempre nos estrellaremos.
La persona que vive en la plenitud de la gracia divina, que tiene su ser pleno del amor al Señor, y a su vez, el corazón inundado por la paz Dios, a ella, no le es necesario recordarle que Dios la ama. Su vida transcurre por los cauces de ese amor, y día y noche esta siempre pensando que Dios la ama. Su felicidad ya aquí abajo es total, llamando total al máximo de lo que aquí abajo se puede llegar a tener. Las cosas de este mundo no la atan, su desapego es casi total, y digo casi porque no rompe con los apegos humanos que Dios quiere que conserve. Porque Dios, a cada uno de nosotros nos ha situado en un entorno, rodeado de una serie de obligaciones según el estado de cada uno, obligaciones estas, que se nos generan por razón de ese entorno y este, quieras que no, nos genera a su vez unos apegos lícitos, siempre que en ningún caso los pongamos por delante del amor al Señor.
No creo necesario, para la mente del que me lee, que en mayor o menor intensidad cree y ama al Señor, justificar las razones que existen para demostrar que Dios nos ama. Solamente recordaré el pasaje del Evangelio de San Juan que dice: “Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna; pues Dios no ha enviado a Hijo al mundo para que juzgue al mundo, sino para que el mundo sea salvo por Él” (Jn 3,16-17). Pero si merece la pena que nos recréeme en el mayor regalo que un ser humano tiene y que es el amor de Dios a él, porque él es su propia gloria. Nosotros somos la gloria de Dios, un algo tan especial y preciado para Él, hasta tal punto que nos ha escogido para habitar Él mismo, en nuestro despreciable ser.
Escribe el cardenal Ratzinger: “Todos nosotros existimos porque Dios nos ama. Su amor es el fundamento de nuestra eternidad. Aquel a quien Dios ama no perece jamás”. El amor individual de Dios a ti lector y a mí, es tan maravilloso que a poco que meditemos sobre él nos resulta increíble. Porque ¡vamos a ver! ¿Qué hemos hecho tú lector o yo mismo, para merecer este tremendo Amor que llega a constituirnos en hijos de Dios? No me digas que tú te lo mereces. ¿Acaso estás libre de pecado y puedes tirar la primera piedra? No, tú bien que lo sabes al igual que yo. Lanzado contra Él mismo, inconsciente, desagradecido y miserable ser humano que llegaste a torturar y crucificar al que vino a este mundo para redimirte de las cadenas del demonio. Sí, porque no fueron los judíos contemporáneos del Señor, los que le crucificaron, después de gritar con toda la fuerza de sus pulmones, al gobernante político Pilatos, “crucifícale”, hemos sido nosotros tú lector y yo los que a diario desde nuestro nacimiento reiteradamente le hemos venido crucificando. Y lo que es peor aún seguimos haciéndolo.
El amor de Dios a los hombre es una realidad inexplicable y misteriosa. Es un amor perenne, porque nunca jamás dejará el Señor de amarnos, el amor de Dios nos acompañará siempre en nuestra inmortalidad. Los montes podrán andar, el agua en los ríos subir en vez de bajar, los mares y océanos secarse, la tierra podrá dejar de dar vueltas alrededor del sol, la luna podrá dejar de iluminarnos en la noche, pero el amor de Dios a los hombre nunca jamás mermará, nunca Dios se apartará del hombre. Lo suyo con el hombre es de siempre y para siempre. El drama de Dios, en relación al amor que tiene al hombre, consiste en que no puede derramar en el hombre la totalidad de su amor; en que no puede inundar el alma humana, a la que ama sin medida, con la plenitud de su amor. Así es Dios, un loco de amor al hombre y la más palpable manifestación de esa locura de amor que Dios tiene por el hombre, es el sacramento de la Eucaristía, que en sí se ha dicho que es la manifestación de un loco Dios enamorado. No desaprovechemos nunca cualquier ocasión que tengamos de recibir la Eucaristía, pues cuantas más veces lo recibamos a lo largo de nuestra vida, más posibilidades tenemos que esa locura de amor de Dios, se nos contagie y nos enamoremos de Él.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Juan del Carmelo
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