martes, 17 de noviembre de 2009

A VUELTAS CON LA CONFESIÓN


Van pasando los años, y estos van dejando atrás al Vaticano II con sus sombras y luces.

Este paso del tiempo tiene la virtud de permitirnos ver con más imparcialidad y ecuanimidad, los hechos y sucesos que se nos distancian. Y en este ánimo de espíritu, escribo esta glosa.

Como todos sabemos Dios goza de dos cualidades que de entrada a muchos pueden parecerles antitéticas. Me refiero a la Justicia y a la Misericordia divina. Dios es Misericordioso y también es Justo. Con anterioridad al Vaticano II, la pastoral de la Iglesia ponía más énfasis en la justicia divina que en su misericordia, pero no por ello marginaba el amor misericordioso del Señor. Como consecuencia de este principio, en la pastoral de la Iglesia, se hablaba mucho del pecado, del purgatorio, del infierno, del demonio y sobre todo, de la forma de evitar estos males mediante el arrepentimiento, acudiendo al sacramento de la confesión y viviendo en estado de amistad o estado de gracia con el Señor.

Pudiese ser que algún bienintencionado sacerdote o fraile de aquella época, en su afán de captar almas para el estado de gracia, pusiera unos tintes tenebrosos en sus homilías, pero puedo asegurarle a los jóvenes, que no conocieron aquella época, que no sé de nadie que haya vivido traumatizado por aquellas homilías. Al contrario sé de muchos que están tremendamente agradecidos, a aquellos presbíteros que los formaron espiritualmente a la vista de lo que estamos viendo.

A partir del Vaticano II, alguien, que debió de creer que la Iglesia había que manejarla como una empresa, pensó que con la antigua pastoral, se terminaría perdiendo la clientela, y nos pasaron al otro extremo, al de marginar la justicia divina y centrar toda la pastoral en el amor misericordioso de Dios. Las consecuencias de este cambio, las estamos palpando. Se pone en duda la existencia del demonio, se dice que el infierno no existe, y no existe porque gracias al amor misericordioso de Dios, hagamos lo que hagamos todos nos salvamos.

Como muchas veces ocurre en la vida, los extremos son nefastos y en el término medio se encuentra la virtud. Antes del Vaticano II, todos sabíamos cual era la misericordia del Señor sobre nosotros, misericordia esta, que solo se generaba y se derramaba sobre las almas arrepentidas de sus pecados, y una vez que estas su hubiesen obtenido el perdón de Dios, por medio del sacramento de la Confesión, y no vivíamos atormentados por el terror al infierno, porque sabíamos, y sabemos muy bien, que si vivimos y morimos en estado de gracia esta posibilidad es inexistente. Y si tenemos la desgracia, de apartarnos del estado de gracia por la comisión de un pecado capital, sabíamos y sabemos muy bien que con el sacramento de la confesión, recuperamos el estado de gracia en el punto en el que lo matamos.

La confesión, es el sacramento que en la pastoral, debería de marcarnos, el punto medio o equidistante entre el Dios de la Justicia y el Dios de la Misericordia. Si queremos encontrarnos arriba con un Dios de Amor misericordioso, hemos de vivir y morir en estado de gracia, porque de otra forma arriba nos encontraremos con un Dios de Justicia, que tal como nos dice la epístola de Santiago: Un juicio sin misericordia le espera al que no usó de misericordia. (Sant 2,13). Es decir, por medio de la confesión, pasamos de la Justicia al Amor misericordioso del Señor.

Modernamente también se le conoce a este sacramento de la confesión, en razón del efecto que produce, como el Sacramento de la Reconciliación. Este término nos lleva a la idea de que si hay reconciliación, anteriormente debió de haber conciliación. Y entonces cabe preguntarse: ¿Cuándo el ser humano se concilia con el Señor? La respuesta todos la sabemos: En el Sacramento del Bautismo. El bautismo nos abre las puertas del cielo y la confesión nos las vuelve abrir cuando a causa de nuestras torpezas, nosotros mismos nos las hemos cerrado.

Pero la confesión siendo tan importante como el bautismo, no es un sacramento que sea santo de la devoción de la actual pastoral eclesiástica. Adolecemos de una falta de formación y de conocimientos religiosos, verdaderamente alarmantes, y lo que es peor esta falta de formación la estamos observando en aquellos que deberían de formarnos. Cierto es, que existe un conjunto de buenos, muy buenos y santos sacerdotes pero también tenemos en el clero actual, aislados casos, que adolecen de una lamentable falta de formación, y que no comprenden la básica necesidad, de atenerse estrictamente a la liturgia establecida para la misa, ni ponen énfasis en el sacramento de la confesión. En todo caso, estos son muy dados a practicar absoluciones generales, sin mediar causa que justifiquen esta absoluciones y sin notificar a los fieles, la obligación que tienen de a pesar de la absolución general confesarse particularmente si sus pecados o pecado es del orden capital.

Estos aislados casos son a los que se refieren más de uno de mis lectores en glosas anteriores, cuando en sus comentarios manifiestan que en su parroquia nadie se confiesa y su párroco tampoco confiesa. Desde luego no todos los sacerdotes facilitan las cosas y ya no existen aquellas largas colas de mujeres a ambos lados de los confesionarios, pues los hombres se confesaban por delante, y nunca teníamos que hacer cola. En aquella época, muchas veces más que confesarse muchos fieles, acudían al confesionario en busca de consuelo espiritual que les aliviase de los dolores y sufrimientos que sus cruces les producían. Aquellos sacerdotes eran unos santos y abnegados hombres que por amor al Señor, aguantaban horas y horas lo inaguantable.

Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Juan del Carmelo

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