Nuestro amor a Jesús y a los hombres nos impulsa a hablar a otros de nuestra fe.
Explicar que en la Iglesia católica está en plenitud la acción de Dios en favor de los hombres resulta difícil y crea a veces dudas o incluso reacciones contrarias en la gente.
Es difícil, porque algunos tienen miedo a parecer “excluyentes”, totalitarios, fanáticos, si dicen que en la Iglesia está la salvación en su plenitud.
Es difícil, porque otros rechazan cualquier “organización” en el mundo de la espiritualidad y de la fe, como si las creencias sobre Dios y sobre la salvación fuesen algo subjetivo, según convicciones que pueden variar (y mucho) entre las personas o los grupos.
Es difícil, porque otros no creen que haya necesidad de ninguna salvación, o niegan la existencia de Dios, o aceptan a Dios pero rechazan a Cristo.
Es difícil, porque hay quienes tienen una actitud de rechazo hacia quienes afirman algo como seguro y como válido para otros, pues piensan que la pretensión de poseer la verdad es fuente de intolerancia, violencia y fanatismo.
Pero las dificultades pueden superarse si eliminamos los malentendidos y si tomamos una actitud empática, llena de afecto hacia quien habla y hacia quien escucha.
El primer malentendido es pensar que enseñar el Evangelio en toda su belleza y en toda su exigencia implica actitudes negativas e intolerantes, cuando en realidad uno de los núcleos centrales del mensaje de Cristo es el ofrecimiento de la salvación a todos, ricos y pobres, judíos y griegos, hombres y mujeres, esclavos y señores. Todos estamos heridos por el pecado y todos necesitamos sentir la mano cercana y amiga de Jesucristo salvador. El Evangelio no es “excluyente”, sino amable y sinceramente “incluyente”.
El segundo malentendido radica en ver la fe como si se tratase de algo simplemente individual, ajeno a cualquier tipo de estructuras y “organizaciones”.
En realidad, la fe es un “creo” y, al mismo tiempo, un “creemos”: une a la persona con el grupo, con el “nosotros”. Así lo explica el “Catecismo de la Iglesia católica”:
“La fe es un acto personal: la respuesta libre del hombre a la iniciativa de Dios que se revela. Pero la fe no es un acto aislado. Nadie puede creer solo, como nadie puede vivir solo. Nadie se ha dado la fe a sí mismo, como nadie se ha dado la vida a sí mismo. El creyente ha recibido la fe de otro, debe transmitirla a otro. Nuestro amor a Jesús y a los hombres nos impulsa a hablar a otros de nuestra fe. Cada creyente es como un eslabón en la gran cadena de los creyentes. Yo no puedo creer sin ser sostenido por la fe de los otros, y por mi fe yo contribuyo a sostener la fe de los otros” (Catecismo de la Iglesia católica n. 166).
Desde el “creemos”, en la ayuda que unos recibimos de otros cuando acogemos la acción de Dios en los corazones, podemos sentirnos unidos no sólo en “fórmulas” o “estructuras”, sino sobre todo en la adhesión a una Persona viva, Jesucristo; en la acogida de sus ministros (el Papa, los obispos, los sacerdotes); en la vida de los Sacramentos, desde el Bautismo y la Confirmación hasta el más importante, la Eucaristía. Sin olvidar los demás sacramentos: el hermoso encuentro de amor que se produce en la confesión (la Penitencia) y en la Unción de los Enfermos, las riquezas del matrimonio bendecido por Dios, la relación íntima con la que Dios se compromete con sus obispos, sacerdotes y diáconos a través del sacramento del Orden.
El tercer malentendido surge cuando la Iglesia es vista simplemente como una organización humana, hecha por hombres, unos mejores, otros peores, y según ideas que valen lo que puede valer todo lo humano: mucho o poco, desde las variaciones casi imprevisibles de los gustos y las épocas.
En realidad, la Iglesia nunca se ha considerado a sí misma (ni puede hacerlo) como una elaboración humana, sino como una realidad que surge del corazón mismo de Dios, desde Cristo, en el Espíritu Santo.
Si lo anterior no fuese verdad, la Iglesia perdería su núcleo más profundo y no merecería ningún interés relevante. Pero si es verdad que Cristo fundó la Iglesia, que está vivo en ella, y que invita a todos los hombres y mujeres a acoger su Amor, entonces la Iglesia adquiere un valor incalculable.
Vale la pena recordar aquí, desde la ayuda de una catequesis de Benedicto XVI, lo que enseñaba san Cipriano en el siglo III sobre la Iglesia: “San Cipriano distingue entre Iglesia visible, jerárquica, e Iglesia invisible, mística, pero afirma con fuerza que la Iglesia es una sola, fundada sobre Pedro. No se cansa de repetir que «quien abandona la cátedra de Pedro, sobre la que está fundada la Iglesia, se engaña si cree que se mantiene en la Iglesia» (La unidad de la Iglesia católica, 4). San Cipriano sabe bien, y lo formuló con palabras fuertes, que «fuera de la Iglesia no hay salvación» (Carta 4,4 y 73,21) y que «no puede tener a Dios como padre quien no tiene a la Iglesia como madre» (La unidad de la Iglesia católica, 4)” (Benedicto XVI, miércoles 25 de febrero de 2009).
La lista de textos podría ser innumerable. Lo importante es abrir los corazones a esta profunda verdad: Dios ama a los hombres, Dios está vivo, Dios no se cansa de invitarnos a la conversión, a entrar en su Casa, a participar de su Vida.
Ese es el mensaje que la Iglesia, por fidelidad a Cristo, no deja de repetir a los hombres de todos los pueblos, de todas las culturas, de todas las razas, de todos los tiempos. Su voz es como un grito que arranca del corazón de Dios, y que repite, una y otra vez, las palabras del Maestro: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc 1,15).
Autor: P. Fernando Pascual
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