Al estar llenos de Cristo, sin darnos cuenta ni siquiera nosotros mismos, esparcimos a Cristo por todas partes.
Dios nos ha confiado a los cristianos una misión que la Iglesia de nuestros días nos la recuerda con mucha frecuencia. Esta misión es la de llevar a Jesucristo a todas partes. Evangelizar. Anunciar la Buena Noticia de la salvación. Hacer conocer a Jesucristo...
Porque el mundo, anhelante de salvación, necesita saber quién es el único Salvador enviado por Dios y que no tiene sustituto posible.
Los que ya hemos recibido este don inconmensurable de la salvación, sentimos vivamente dentro de nosotros la necesidad de ser generosos. Queremos llevar la salvación a tantas almas sedientas de Dios y de su Enviado Jesucristo, y están sedientas porque quieren entrar en la vida eterna a la que Dios las llama.
No quiere decir otra cosa la palabra apostolado, al cual nos sentimos llamados todos.
Ser apóstol no significa otra cosa que llevar y dar Jesucristo a las almas.
Me voy a imaginar que salgo ahora mismo a la calle, al mercado, y lanzo esta pregunta: ¿Quién nos dio a Jesús en Belén?
Todos sabemos que cualquiera respondería sin titubear, y, hasta extrañado de una cuestión tan archisabida, diría sin más: ¡Pues, María!
Y es totalmente cierto. María recibió de Dios a Jesús en su seno para darlo al mundo, y se lo ofreció a los pastores, lo puso en manos de los Magos y nos lo sigue dando a cada uno de nosotros.
María, inseparable de Jesús, lleva Jesús adondequiera que va y lo ofrece a todos los corazones, lo deposita en ellos y en ellos lo hace crecer, hasta que lo ve totalmente desarrollado en cada uno de nosotros.
Esto es, en definitiva, lo que le pedimos en la Salve, la oración más bella que, junto con el Avemaría, ha inventado la Iglesia para invocar a la Virgen: Y después de este destierro muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre, ¡oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen María!...
Pero yo quisiera hacer otra pregunta: ¿Es sólo María quien da Jesús al mundo?...
Hago esta pregunta a propósito de una jovencita a la que no tuve el gusto de conocer, pero cuya historia me contaron con toda certeza. La muchacha era muy sencilla. Tenía abierta una tiendecita cerca del mercado más importante de la ciudad, y en ella vendía más que cualquiera de los puestos del mercado grande. Y le preguntaron un día: Pero, ¿qué haces tú para atraer a tanta gente aquí?
Porque la jovencita angelical, de cara de rosa y de sonrisa eterna, no hacía detrás de su mostrador más que expender refrescos, jugos, panecillos dulces y bocadillos a todos los que acudían del próximo mercado. Y ahora, preguntada sobre su secreto, se limitó a contestar con su inocencia de siempre: ¿Yo?... Junto con las cosas que vendo, doy a Jesús y lo reparto a todos los que vienen a comprar. No dijo más, pero tampoco dijo menos...
Los clientes, gentes humildes del mercado, no sabían por qué, pero, entre tantas tiendas iguales, siempre iban a parar a la de la jovencita encantadora que les repartía a Jesús...
No es esto una imaginación. La chica sabía que tenía a Jesús en el corazón. Y que con su honradez, con su sonrisa inextinguible, con su oración, y con su amor sobre todo, estaba convencida de que comunicaba Jesús a los demás, que se lo daba, que hacía el oficio de María en Belén...
Nos podemos preguntar ahora a nosotros mismos: Y yo, ¿soy capaz de dar Jesucristo a los demás?
Es una cuestión de mucha actualidad. Lo ha sido siempre en la Iglesia. Porque no es otro el significado de las palabras del apóstol San Pablo cuando nos encarga ser el buen olor de Cristo. Esparcir a Cristo, como la rosa esparce su fragancia. Hacer que Cristo se note por doquier, porque, cuando se abre el frasco de nuestro corazón, inmediatamente se percibe a Cristo alrededor nuestro.
Y es así, puesto que el apostolado no consiste en otra cosa. Nos movemos, organizamos, trabajamos en un movimiento seglar, participamos en todas las actividades parroquiales... Todo está perfecto. Todo eso hay que hacerlo. Pero, si no estamos llenos de Cristo, no hacemos nada.
Mientras que, al estar llenos de Cristo, sin darnos cuenta ni siquiera nosotros mismos, esparcimos a Cristo por todas partes... Un predicador famoso y santo lo dijo con palabras que se hicieron muy notorias: El apóstol es un cáliz lleno de Cristo. Da lo que rebosa, pero él se queda siempre lleno.
Es una temeridad pretender ser apóstol sin llenarse antes de Jesucristo por la oración, por la intimidad con Él, por la unión que nos lleva a ser una sola cosa con nuestro Señor.
§ Porque somos apóstoles, damos el Evangelio para que otro lo lea.
§ Porque somos apóstoles enseñamos el Catecismo para hacer conocer a Cristo.
§ Porque somos apóstoles trabajamos por la Iglesia para que el Reino de Jesucristo avance.
Todo está magnífico. Pero, hecho sin ruido, como María en Belén. Como la jovencita en el mostrador.
Quien más adentro lleva a Cristo en el corazón -- como una concha la perla -- es también quien más y mejor sabe darlo a todos...
Autor: Pedro García - Misionero Claretiano
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