Las joyas, en sí mismas, no tienen valor a menos que sean traídas a la luz.
Colocadas en ciertas posiciones, reflejarán la belleza del sol. De otra forma, en ellas no hay belleza alguna.
El diamante que es llevado a la oscura galería o a la profunda mina subterránea no muestra ninguna belleza. ¿Qué es ella sino un pedazo de carbón, un poco de carbono común, a menos que ella se convierta en un medio para reflejar la luz? Así sucede también con las otras piedras preciosas.
Sus variados tonos no son nada sin la luz. Cuantos más lados tengan, reflejan más luz y exhiben más belleza. Si cogemos un diamante en bruto, veremos que no hay brillo en él. En su estado natural él no refleja luz alguna.
Así somos nosotros en un estado natural, de ninguna utilidad, hasta que Dios comienza a brillar sobre nosotros. La luz que existe en un diamante no es su propia posesión: es la belleza del sol.
¿Qué belleza existe en un hijo de Dios? Solamente la belleza de Jesús. Nosotros somos su pueblo especial, escogido para manifestar las virtudes de Aquel que nos llamó de las tinieblas a su luz admirable.
Qué podamos reflejar, hoy, Su luz y Su amor.
Salmos 27:1: “Jesús es mi luz y mi salvación: ¿de quién temeré? Él es la fortaleza de mi vida: ¿de quién he de atemorizarme?”
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