Roma es una ciudad singular.
Entre otras razones, porque allí tienen sus sedes tres Jefes de Estado: el presidente de la República italiana, el Gran Maestre de la Soberana Orden de Malta y, no en tercer lugar en cuanto a importancia, el Papa. En Roma confluye el mundo, en una especie de ONU anterior a la ONU. Desde el mundo a Roma - y desde Roma al mundo - , llegan los ecos, normalmente fidedignos, de casi todo lo que acontece en el planeta.
Que el Embajador de España cerca de la Santa Sede haya dicho que “hay en estos momentos un ordenado y planificado ataque contra la Iglesia desde distintos sectores del pensamiento” es una afirmación digna de ser tomada en cuenta. Y lo es porque, sin excesivo esfuerzo, puede verificarse la verdad del aserto. Y, además, porque razonablemente podemos pensar que quien hace esa afirmación es un hombre que puede estar, que debe estar, bien informado.
El Embajador se refiere a un ataque “ordenado y reflexionado y perfectamente coordinado”, a una “tergiversación y manipulación constante que se hace de la figura del Papa actual”, a que se interpreta lo que él – el Papa – dice “de forma torticera”. Resulta obvio que es así. Sin esta mala fe, sin esta voluntad de enmarañar las cosas, no resulta comprensible, por ejemplo, la enésima polémica – sin duda, no la última – desencadenada sobre unas matizadas palabras del Papa acerca de la lucha contra el SIDA en África.
Si nuestras afirmaciones se descontextualizan y se parcializan, cualquiera podría atribuirnos cualquier cosa. Incluso podríamos convertir la Biblia en una proclama de ateísmo, ya que en el Salmo 14 leemos: “Dice el necio en su corazón: ‘Dios no existe’”. No es honrado convertir en titular la frase “Dios no existe”, sin aludir a lo que antecede: “Dice el necio en su corazón”. Pues un sinsentido de este calibre ha tenido lugar, una vez más, con las palabras del Papa. Al final, al menos en este punto - y no sé si en algo más que en este punto - habrá que darle la razón al Sr. Embajador.
Guillermo Juan Morado
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