En cierta ocasión, durante mi segundo semestre en la escuela de enfermería, el profesor nos hizo un examen sorpresa.
Leí rápidamente todas las preguntas, hasta llegar a la última:
-”¿Cómo se llama la mujer que limpia la escuela?”
Seguramente era una broma. Yo había visto muchas veces a la mujer que limpiaba la escuela. Era alta, de cabello oscuro, unos 50 años, pero ¿cómo iba a saber su nombre? Entregué el examen sin contestar la última pregunta.
Antes de que terminara la clase, alguien le preguntó al profesor si esa pregunta contaría la calificación.
-“Definitivamente – contestó - En sus carreras ustedes conocerán a muchas personas. Todas son importantes. Ellas merecen su atención y cuidado, aun si ustedes solo le sonríen y dicen: ¡Hola!”
Nunca olvidé esa lección, y supe luego que su nombre era Dorothy. Todos somos importantes.
-”¿Cómo se llama la mujer que limpia la escuela?”
Seguramente era una broma. Yo había visto muchas veces a la mujer que limpiaba la escuela. Era alta, de cabello oscuro, unos 50 años, pero ¿cómo iba a saber su nombre? Entregué el examen sin contestar la última pregunta.
Antes de que terminara la clase, alguien le preguntó al profesor si esa pregunta contaría la calificación.
-“Definitivamente – contestó - En sus carreras ustedes conocerán a muchas personas. Todas son importantes. Ellas merecen su atención y cuidado, aun si ustedes solo le sonríen y dicen: ¡Hola!”
Nunca olvidé esa lección, y supe luego que su nombre era Dorothy. Todos somos importantes.
Este es un curso acelerado de relaciones humanas en el trabajo.
A propósito, ¿ya se hizo la misma pregunta?
Pobres y ricos, esclavos y ciudadanos, comerciantes y soldados, hombres y mujeres, sanos y enfermos, negros y blancos, etc., todos, absolutamente todos, somos iguales ante Dios.
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