“Despreciado y desechado entre los hombres… fue menospreciado y no lo estimamos. Händel continuó leyendo Él confió en Dios… Dios no abandonó su alma… Él te dará descanso…”
En Händel, estas palabras se llenaban de contenido y de vivencias. Y cuando continuó leyendo Yo sé que mi Redentor vive… alégrate… ¡Aleluya!, comenzó a vibrar.
Maravillosos sonidos le sobrevinieron. La chispa “de arriba” lo había encendido. Händel tomó la pluma y comenzó a escribir. Con increíble rapidez se fueron llenando de notas las páginas.
A la mañana siguiente, su ayudante lo vio inclinado sobre su escritorio. Colocó la bandeja con el desayuno a su alcance y lo dejó solo. A mediodía el desayuno aun no había sido tocado. Händel escribía, escribía. De a ratos se levantaba de un salto y se echaba sobre el cembalo, caminaba de un lado a otro, gesticulaba con los brazos y cantaba a voz en cuello ¡Aleluya, aleluya! Su ayudante lo creyó loco cuando Händel le dijo que los portales del cielo se le habían abierto y Dios mismo estaba sobre él.
Veinticuatro días trabajó Händel como enloquecido, casi sin comer ni descansar. Por fin cayó sobre su cama, agotado. Delante de él, la partitura completa de “El Mesías”.
Händel personalmente llegó a dirigir 34 veces la presentación de “El Mesías”. El 6 de abril de 1759 fue la última vez que pudo presenciar su obra. Sufrió un ataque de debilidad y expresó el deseo de morir el día de Viernes Santo.
Dios le concedió este deseo y llamó al gran maestro el 14 de abril, Viernes Santo, de 1759. Händel pudo reunirse con Aquél a quien había exaltado tan majestuosamente con su música y quien había ganado toda la fe del maestro, de manera que éste pudo cantar con júbilo: ¡Yo sé que mi Redentor vive!
Job 19:25: “Pero yo sé que mi Redentor vive”
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