Hace unos días, hablando en un artículo sobre la forma de encarar la crisis de la Iglesia, un lector me “acusaba” de que en lo que había escrito se manifestaba una “visión cercana a que actualmente estamos en los últimos tiempos”, algo que claramente el lector consideraba por completo inadmisible. En cuanto al artículo en sí mismo, nada podría haber estado más lejos de la realidad, porque no trataba ese tema y ni siquiera se me había pasado por la cabeza al escribirlo. Sin embargo, la propia acusación me resultó extraña y me dejó mal sabor de boca sin saber en ese momento del todo por qué.
Al pensar más tarde sobre
ello, me di cuenta de que la acusación me había inquietado porque no tenía
sentido. Lo cierto es que estamos en los últimos tiempos. Por supuesto que estamos en los últimos tiempos.
El católico lector, bienintencionadamente pero sin saber lo que decía,
me reprochaba que quizá estuviera dando la impresión de creer algo que, de
hecho, es parte sustancial de la fe católica desde sus orígenes.
Basta leer la Escritura para
darse cuenta de que pocas cosas tenían más claras
los Apóstoles y los primeros
cristianos que esta. San Juan lo afirma expresamente y es Palabra de Dios: hijitos, estamos en los últimos tiempos. En el
Apocalipsis, es el mismo Señor quien dice: vengo
pronto. Si lo quieren aún más explicado, pueden leerlo en el
Catecismo de la Iglesia Católica: “Desde la
Ascensión, el designio de Dios ha entrado en su consumación. Estamos ya en la
‘última hora’” (CEC 670). O en el Concilio Vaticano II: “El final de la historia ha llegado ya a nosotros” (LG
48).
De hecho, nuestra vocación en
gran medida consiste precisamente en ser conscientes de esta verdad y vivir de
acuerdo con ella. Los cristianos somos los que
permanecemos en vela en un mundo dormido con el sopor del pecado, la desesperanza y el hastío. Ya
es hora de despertaros del sueño, porque ahora nuestra salvación está más cerca
que cuando empezamos a creer. Velamos, pero nadie está en vela
porque sí: velamos porque esperamos. Estamos llamados a ser las vírgenes sabias que
esperan la llegada del Esposo, el dueño de la casa que vigila al ladrón, los
centinelas preparados para el combate y los discípulos fieles que aguardan a su
Señor. Como los primeros cristianos, a la vez manifestamos nuestra fe en que
Cristo viene (Maran athá, el Señor
viene) y expresamos nuestro deseo de que llegue ya (Marana
tha, ven Señor), dos oraciones
que, por su importancia especialísima, nos han llegado en el arameo original de
los apóstoles. El mismo sacrificio de la Misa se ofrece siempre y expresamente “donec venias”, hasta que Cristo venga.
No se trata de un futuro
lejano, sino todo lo contrario. Lo dice el Catecismo: “Desde
la Ascensión, el advenimiento de Cristo en la gloria es inminente” (CEC
673). ¡Inminente! Y si la segunda venida de Cristo es inminente, no podemos acomodarnos en un mundo que está próximo a su fin, ya que los
cielos y la tierra presentes están reservados para el fuego y guardados hasta
el día del Juicio y de la destrucción de los impíos. De ahí que los
cristianos, como decía la Carta a Diogneto, “habitan
en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos,
pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para
ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña […] viven en la tierra,
pero son ciudadanos del cielo”.
No hacían más que poner en
práctica lo que enseñaba San Pablo: El tiempo es corto. Queda, por tanto,
que los que tienen mujer vivan como si no la tuviesen. Los que lloran, como si
no llorasen. Los que están alegres, como si no lo estuviesen. Los que compran,
como si no poseyesen. Los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen.
Porque la representación de este mundo se termina. Este mundo se termina. San
Pablo no dice “se terminará”, sino que se
acaba ya, se está acabando.
Este es el sentido, por
ejemplo, de que existan hombres y mujeres que se consagren a Dios en pobreza, castidad y obediencia,
suscitando el asombro y también el rechazo del mundo. Son los que podrían
tener, pero viven sin nada propio; los que admiran lo que ha hecho Dios, pero
renuncian a placeres buenos y lícitos porque no viven esclavizados por las
criaturas; los que están alegres, pero no temen al sufrimiento y a la muerte
porque encuentran una alegría inagotable en Cristo. Esto solo tiene sentido
si la representación de este mundo se
termina y ellos ya están a otra
cosa, con la mirada puesta en el cielo. Su misma vida es un signo
escatológico para nosotros, una señal del fin de los tiempos y de la vida celeste que nos espera.
Sobre
todo, son los santos los que viven escatológicamente,
apocalípticamente. ¿Qué es, si no, la meditación de
las dos banderas de San Ignacio, en la que se nos pide elegir si estamos en el
bando de Cristo o en el del diablo en este campo de batalla final? ¿O el “muero
porque no muero” de Santa Teresa y San Juan de la Cruz? ¿O el “santidad o
muerte” del Beato Spínola? Puesto que todas estas cosas han de disolverse
así, ¿cómo conviene que seáis en vuestra santa conducta y en la piedad,
esperando y acelerando la venida del Día de Dios, en el que los cielos, en
llamas, se disolverán, y los elementos, abrasados, se fundirán? Hay
que ser tontos para apegarse al mundo, precisamente en cuando el mundo da las
últimas boqueadas. ¿No te tengo a ti en el
cielo? Y contigo, ¿qué me importa la tierra? Se consumen mi corazón y mi carne
por Dios, mi lote perpetuo.
Hubo una época en que todos
los cristianos tenían muy claro esto y por eso eran llamados “santos”, como simple sinónimo de ser cristianos.
Hoy, en cambio, la gran mayoría de los cristianos nos hemos cansado
de aguardar y no esperamos nada.
Nos hemos acomodado en el mundo. Ya no vivimos, en palabras del salmista, como peregrinos sobre la tierra, como extranjeros en tierra extraña. Ya no
se puede decir de nosotros: están en el mundo,
pero no son del mundo. No suspiramos, gimiendo y llorando, en este
valle de lágrimas, anhelando el cielo día y noche. ¿Quién
puede extrañarse de que se hayan desplomado las vocaciones, cuando hemos
perdido la capacidad de entender la vida con mirada escatológica, esperando al
Rey que viene?
Como vírgenes necias y
viñadores homicidas, nos tragamos con avidez las modas eclesiales modernas,
tendentes a atenuar o diluir el anuncio explícito de Cristo y a fomentar como
lo más importante otras cosas como el diálogo interreligioso, la fraternidad
meramente natural o el “acompañamiento” del
pecador en lugar de su conversión. Todas esas modas y otras muchas como ellas
tienen esto en común: la falta de urgencia por la
salvación, a la que se antepone el deseo de llevarse bien con el mundo,
encajar en la sociedad pagana, caer bien y no ser perseguidos, como si
el Señor no hubiera prometido la persecución a sus discípulos.
Puede haber, por supuesto, y
de hecho siempre ha habido múltiples reflexiones, hipótesis y discusiones sobre lo avanzada que está la batalla final, sobre
si el kátejon ya ha sido retirado, si la bestia se ha levantado, el anticristo
es tal o cual y otros mil detalles más. A fin de cuentas, los soldados rasos no
suelen enterarse de lo que está pasando y generalmente se limitan a cumplir con
su deber, confiando en el buen hacer de su capitán (¿y
qué mejor Capitán que el nuestro, que en su mano derecha tiene siete
estrellas, lleva una espada aguda de doble filo, cuya voz es el
estruendo de grandes olas y cuyo rostro brilla como el sol).
Él sabe y nosotros no: ours not to reason why y todo eso. No se nos ha dado conocer con
seguridad cuándo terminará la batalla, pero que esa batalla final ha
comenzado es indudable. No vivimos en tiempos de paz. Nuestro tiempo “inaugura los combates de los últimos días”, como
dice el Catecismo (CEC 672).
Sabiéndolo, el Señor nos
regala ese maravilloso y terrible libro que es el Apocalipsis,
el cual tiene, en primer lugar, la virtud de advertirnos, con un toque de trompeta, que vivimos en esos últimos
tiempos y que, como
decíamos, son tiempos de batalla. Para que despertemos, en lugar de seguir
dormidos como los paganos y nos aprestemos para la lucha, porque el mundo entero está en poder del Maligno,
advierte San Juan. No es una batalla futura, sino presente: ya han surgido muchos anticristos y por esto conocemos
que son los últimos tiempos. Los ejércitos están en orden de batalla
y tenemos que elegir. Solo podemos ser hijos de Dios o hijos del diablo; seguir
a Cristo o a Satanás, el seductor del mundo
entero; ser otros Cristos o
ser anticristos. No hay término medio, porque todo el que no dobla la
rodilla ante Dios, al final la doblará ante el Enemigo: este es anticristo, el que niega al Padre y al Hijo. Todo espíritu que no confiesa que Jesucristo ha
venido en carne, no es de Dios; y este es el espíritu del anticristo, el cual
vosotros habéis oído que viene, y que ahora ya está en el mundo.
Como enseñaban Donoso Cortés o
Chesterton, todo conflicto tiene, en última instancia, una raíz teológica. Los
pobres agnósticos y paganos, sin enterarse de nada, creen que los conflictos
del mundo son políticos, económicos o sociales, cuando en realidad todos ellos
son esencialmente teológicos. No existen otras guerras ni otras luchas con
sustancia, más que
la lucha entre el Cristo Rey y el
Príncipe de este Mundo. Tenemos que elegir entre la Ciudad de
Dios y la Ciudad del Hombre. No cabe la neutralidad, ni existen componendas
posibles, porque no se puede servir a dos
señores y el que practica el pecado
es del diablo; porque el diablo peca desde el principio. No podemos
limitarnos a vivir mediocremente y tranquilitos en nuestros asuntos, como si
este mundo fuera a durar. ¿No sabéis que los
santos han de juzgar al mundo? ¿Cómo
vamos a vivir como los demás?
En medio de esa lucha, el Apocalipsis es un libro de consolación, que la Iglesia ha
leído siempre de manera especial en tiempos de peligro y persecución. En España
tenemos los llamados “beatos”, comentarios
al Apocalipsis con maravillosas ilustraciones, que se escribieron desde el
siglo VIII, cuando gran parte de la Península cayó bajo el dominio musulmán.
Quienes los leían, podían contemplar de forma gráfica e inmediata en sus
imágenes que las luchas y contradicciones sufridas por los cristianos eran
parte del plan divino, que tenían un sentido y que no eran desesperadas por muy
poderosas que fueran las fuerzas reunidas contra la Iglesia. El Apocalipsis es
también, en ese sentido, el libro de los mártires,
los testigos de Cristo en la persecución cuyas oraciones se elevan hasta Dios por manos de sus ángeles. Es, en
definitiva, el libro del triunfo seguro de Cristo Rey,
que tiene la última palabra en la historia: yo
soy el Alfa y la Omega, el primero y el último.
En el último libro de la
Escritura está todo esto y mucho más, pero, ¡ay!, nos
hemos cansado de esperar y de leer el Apocalipsis, relegado a
la categoría de libro rarito y embarazoso que es mejor no sacar a la luz, no
sea que los paganos y biempensantes se burlen de nosotros. Hemos pasado años,
siglos o milenios esperando y ya estamos cansados. El católico medio está
acostumbrado a que los curas le hablen de solidaridad, sociología, política,
psicología y ecología sin mover una pestaña, pero se incomodará y pondrá cara
de pocos amigos si oye hablar del Juicio Final, la segunda venida, la
condenación eterna o la resurrección de la carne. Desde nuestro humilde puesto
en la batalla no vemos más que lo que tenemos alrededor y hemos terminado por
creer que eso es lo único que existe y existirá, y que lo mejor es vivir lo
mejor posible en un mundo caótico y sin sentido. En definitiva, queremos ser como los demás. En el mundo, con el mundo y del
mundo, quizá con alguna adherencia católica folclórica y sentimental, pero
definitivamente del mundo, para que nos quieran y no se rían de nosotros, para
no tener problemas, para poder seguir viendo la televisión y yendo de
vacaciones tranquilamente, para continuar educando a nuestros hijos en que lo
importante es estudiar una buena carrera, tener dinero y triunfar en la vida. ¡Qué bajo hemos caído!
En uno de los pasajes a mi
juicio más bellos de El
Señor de los Anillos, se recoge un diálogo entre Dénethor, el
gobernante del reino de Góndor, y su hijo Bóromir. Ese reino, asediado
constantemente por el enemigo, antiguamente estaba regido por una dinastía
real, pero el linaje se había roto y la ciudad había permanecido sin rey
durante casi mil años. En su lugar, eran los herederos del senescal del último
rey los que gobernaban y, durante un milenio, habían seguido haciéndolo “en nombre del rey”, como servidores. En la
ocasión que relata Tolkien, el hijo del senescal, cansado de esa situación en
la que su familia hacía todo el trabajo pero sin tener la dignidad de reyes,
preguntó a su padre: ¿Cuántos centenares de años han
de pasar para que un senescal se convierta en rey, si el rey no regresa?”. Dénethor, solemnemente y con un deje de
orgullo en la voz, respondió: “Pocos años, tal
vez, en casas de menor realeza. En Góndor no bastarían diez mil años”.
Si este pasaje resuena en
nuestro interior es porque, de algún modo, nos vemos reflejados en él. En el
mundo, es comprensible que los hombres se cansen de esperar, que abandonen o
vomiten la fe e intenten crear sus utopías, organizaciones y filosofías con el
objeto de sustituir a Dios por la obra de sus manos. Allá ellos. ¡Dejad que los muertos entierren a sus muertos!
Entre hijos de Dios que mantienen el tesoro de la fe, sin embargo, las cosas no
pueden ser así. Somos linaje escogido,
sacerdocio real, nación santa. En la Iglesia, ciudad del Gran Rey,
barca de Pedro y vértice del cielo, unos pocos milenios no bastan
para que interrumpamos nuestra guardia, conscientes de que para el Señor, un día es como mil
años y mil años como un día.
Aquí seguimos, en vela, esperando al Rey que viene, que se acerca, que ya está aquí y trae consigo su recompensa para los que
permanecen fieles. Lleva en alto la Cruz gloriosa como estandarte y con Él
vienen la Mujer vestida de sol, el blanco ejército de los mártires, las huestes
angélicas capitaneadas por Miguel y una multitud innumerable tomada de todas
las naciones, tribus, pueblos y lenguas, que cantan, exultantes un canto de
victoria: “¡La salvación viene de nuestro Dios, que
está sentado en el trono, y del Cordero!”. Y nosotros, aún de guardia
donde Dios nos haya puesto, oímos los ecos lejanos de ese canto y,
reconfortados, se nos olvidan el frío, el viento y las penalidades, porque el
Señor viene. Amén.
Bruno M.
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