Pablo VI ha resistido a la "telecracia" y a la demoscopia, las dos potencias dictatoriales del presente, y ha podido hacerlo porque no tomaba como parámetros el éxito ni la aprobación, sino la conciencia que se mide con la verdad, con la fe.
El cincuenta aniversario de la elección de Juan Bautista Montini como Papa Pablo VI nos brinda una nueva oportunidad de contemplar el recorrido de este tramo de historia de la Iglesia que se inicia con la convocatoria del Concilio Vaticano II. La decisiva y no poco atribulada estación del Papa Montini es esencial para comprender la historia reciente, pero también el momento presente.
Para celebrar este aniversario L’Osservatore Romano ha publicado una impresionante homilía, hasta ahora inédita, pronunciada cuatro días después de la muerte de Pablo VI por el joven arzobispo de Munich, Joseph Ratzinger, un hombre sobre el que se había fijado la intuitiva mirada de aquel gran Papa que no temió romper inercias y convenciones para sentarlo en la sede de San Corbiniano, en el corazón de la católica Baviera, cuando estallaba la contestación anti-romana siempre a punto de germinar en el subsuelo germano. Podría decirse, con la perspectiva que dan los años, que aquella sorprendente decisión de un Papa cuya salud declinaba a gran velocidad (apenas transcurrió año y medio desde el nombramiento de Ratzinger hasta su muerte) sería un regalo de incalculables consecuencias para la Iglesia a la que Pablo VI quiso servir apasionadamente hasta el último aliento.
Durante esta homilía que sorprendentemente había quedado confinada en el número 28 del boletín de la archidiócesis muniquesa, sin que haya sido publicada en ningún otro lugar, el arzobispo Ratzinger se fija en la metamorfosis que la fe había provocado en Pablo VI a lo largo de años de gozoso pero muy sufrido pontificado, una metamorfosis que le cambió y purificó haciéndole “cada vez más libre, más profundo, más bueno, perspicaz y sencillo”. Y recordando las palabras de Jesús a Pedro, que podemos considerar como la dote que regala a cada uno de sus sucesores, afirmaba: “Pablo VI se ha dejado conducir, cada vez más, allí donde humanamente, por sí mismo, no hubiese querido ir… cada vez más el pontificado ha significado para él dejarse ceñir por otro y ser atado a la cruz”. Y a continuación nos transmite con gran viveza el sentimiento que de todo esto experimentaba este hombre llamado a la sede más misteriosa de la tierra, la del apóstol Pedro: “Podemos imaginar hasta qué punto le debió resultar pesado el pensamiento de no pertenecerse más a sí mismo, de no disponer ya de un momento privado, de estar encadenado, hasta el final, con el propio cuerpo que decae, a una tarea que exige el compromiso pleno y vivo de todas las fuerzas de un hombre”. Palabras que, leídas ahora, describen con una precisión cortante lo que ha debido experimentar Benedicto XVI en meses recientes, cuando como Pablo VI en su día, maduraba la idea de renunciar.
Y prosigue recordando que no encontraba placer alguno en el poder, en la posición ni en la carrera realizada, y precisamente por eso llegó a tener un autoridad tan grande y creíble, porque nunca la buscó sino que la sobrellevó como un sufrimiento. Impresionan estas palabras dichas a las pocas horas de la muerte del Papa Montini, porque trazan un retrato de gran hondura y expresividad, pero también por el carácter profético que adquieren cuando las lee alguien que ha conocido la intrahistoria del pontificado de Benedicto XVI. Hay un pasaje particularmente incisivo en el que Ratzinger afronta las amargas críticas que hubo de sufrir Pablo VI, especialmente en la fase final de su pontificado: “Pablo VI ha resistido a la “telecracia” y a la demoscopia, las dos potencias dictatoriales del presente, y ha podido hacerlo porque no tomaba como parámetros el éxito ni la aprobación, sino la conciencia que se mide con la verdad, con la fe”. Y esto mismo que le permitió ser una roca cuando veía en juego la Tradición esencial de la Iglesia, le permitió ser flexible en muchas otras cosas, porque entendía que la fe ofrece mucho espacio abierto a diversas posibilidades.
La fe es (de alguna manera) una muerte a tantas cosas, pero es también una metamorfosis para entrar en la vida verdadera. Y produce una alegría fuerte y serena contemplar la descripción que aquel joven y prometedor arzobispo centroeuropeo hacía de esta metamorfosis que transformó las aparentes derrotas en la vida de Pablo VI, en una espléndida victoria de Cristo: “La fe le ha dado coraje, le ha dado bondad, en él se ve claramente que la verdadera fe no cierra sino que abre… Al final nuestra memoria conserva la imagen de un hombre que tiende las manos”. Parece como si hubiera sucedido ahora mismo.
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José Luis Restán
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