miércoles, 5 de septiembre de 2012

AMAR ES IMITAR



Existe un libro de espiritualidad que todos conocemos…, me refiero al Kempis de Thomas Hemerken de Kempis, que es posiblemente el autor más aceptado por todo los expertos en espiritualidad, que no es necesario que sean teólogos y muchas personas ya santificadas. No es la primera vez que escribo en estas glosas algo sobre el Kempis. Quizás sea en agradecimiento a lo mucho que le debo al contenido de este libro. Si alguno de los lectores no lo ha leído íntegramente, ¡por Dios bendito! no dejen de hacerlo y perseveren siempre en su lectura, porque sin darse cuenta, un día mirará para atrás y comprobara como ha quedado transformada su alma, pero siempre como en todo lo que se refiere al mundo de nuestras almas, con perseverancia y paciencia, porque nunca mejor que aquí, en este tema de la vida de nuestra alma, se puede aplicar el viejo dicho castellano: No se conquistó Zamora en una hora.

El primer punto, del primer capítulo del Kempis, nos dice: 1.- "El que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá siempre luz a lo largo de su vida". (Jn. 8,12). Dice el Señor. Son estas palabras de Nuestro Señor, por medio de las cuales nos invita a que le imitemos en su vida y costumbres si queremos librarnos de la ceguera del corazón y ser alumbrados con la Verdad. Estas palabras del Señor con las que Thomas Hemerken abre su libro y les da categoría de lugar preferente, son también para mí, completamente trascendentes en nuestras vidas. Reiteradamente en los evangelios se recogen las palabras del Señor sobre la luz y con esa tendencia antropomórfica que todos tenemos, inmediatamente pensamos en la luz que pueden contemplar, los ojos de nuestra cara, pero no es a esa luz a la que el Señor se refiere sino a la luz que solo puede ser captada por los ojos de nuestra alma. No se trata de una luz material, como la que emana directamente del sol o por reflejo de la luna y las estrellas, ni de la luz que somos capaces de crear, primitivamente quemando leña, y más sofisticadamente con la energía eléctrica que alimenta las bombillas y otros artilugios, se trata de una luz espiritual.

Son los ojos de nuestra alma los que tienen que tener, la suficiente capacidad y sensibilidad, para huir de las tinieblas del odio y ver la Luz de amor que es el Señor. Porque de todos es sabido que Dios es amor y solo amor (Jn 4,16). Además claramente nos lo señala el Señor, cuando nos dice: “…, sino que tendrá siempre luz a lo largo de su vida". ¿Es que acaso le falta la luz, a los ojos de los que no aman ni siguen al Señor? Indudablemente es a la luz espiritual a la que el Señor se refiere, cuando dice que: “El que me sigue no anda en tinieblas...”. No hay duda el Señor nos habla de la luz del espíritu no de la luz material.

Pero… ¿qué hay que hacer pasa seguir al Señor? Si partimos de la base ya señalada y conocida, de que Dios es amor y solo amor, la respuesta es bien sencilla: Amarle. Y… ¿qué hemos de hacer para amarle? La respuesta es: Imitarle. El amor sobrenatural al igual que el amor humano, tienen ambos una serie de características propias y una de ellas ya señalada ampliamente por San Juan de la Cruz, es la semejanza, porque el amor asemeja al amante con el amado. Dice el refrán: Dos que duermen en un mismo cochón, se vuelven de la misma opinión, es decir, terminan pensando igual. El que ama imita, porque amar es imitar. Si amamos imitamos, porque la imitación quizás sea el mejor fruto que da el amor

En uno de los libros del grupo de los Poéticos y Sapienciales, se puede leer: “Todo viviente ama a su semejante”, (Ecl 13,19). Es por ello que Santo Tomás de Aquino nos dice: Dios nos ama en la medida en que Él encuentra su imagen en nosotros”. Y el mismo San Agustín abunda en esta idea poniendo en boca del Señor las siguientes palabras: “Si quieres imitarme, no sigas otro camino distinto del que yo he seguido”. Y también en otro de sus pensamientos espirituales San Agustín nos dice: “Toda la vida sobrenatural consiste para nosotros en convertirnos en Cristo,…” Y esa conversión solo se logra con nuestro amor a Él, y por consiguiente imitándole.

La imitación para que sea real, ha de ser total, aceptarla sin límite alguno, llegando hasta donde sea necesario. Y es este sentido Jean Lafrance escribe: “Todo hombre de oración está llamado un día u otro a seguir al cordero al Calvario, y con todos los Abel y Job de la tierra, para orar allí con lágrimas”. Porque imitarle es seguirle entregándose uno con todas las consecuencias que esta entrega pueda llegar a suponer, estando siempre preparado con para ofrecerle sin rechistar todas las calamidades que la vida nos pueda proporcionar. Hasta la posibilidad de una muerte violenta, por amor a Él, queda integrada en esta entrega que hay que hacer si es que como fruto de nuestro amor al Señor queremos imitarle.

San Pablo en su epístola a los filipenses, nos muestra su disposición sobre la muerte por amor al Señor, cuando nos dice: “Pero todo lo que hasta ahora consideraba una ganancia, lo tengo por pérdida, a causa de Cristo. Más aún, todo me parece una desventaja comparado con el inapreciable conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él he sacrificado todas las cosas, a las que considero como desperdicio, con tal de ganar a Cristo y estar unido a él, no con mi propia justicia –la que procede de la Ley– sino con aquella que nace de la fe en Cristo, la que viene de Dios y se funda en la fe. Así podré conocerlo a él, conocer el poder de su resurrección y participar de sus sufrimientos, hasta hacerme semejante a él en la muerte…,”. (Flp 3,7-10)

El Señor, nos promete que si le seguimos, es que le amamos y si le amamos le imitaremos y siempre tendremos la luz sobrenatural necesaria en nuestra alma para recorrer el camino que él recorrió. En síntesis hay otro pasaje evangélico en el que el Señor, con otras palabras nos indica lo mismo cuando nos dice: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome cada día su cruz y sígame. Porque quién quisiere salvar su vida, la perderá; pero quién perdiere su vida por amor de mí, la salvará, pues ¿qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo si él se pierde y se condena?” (Lc 8,23-25). Más claro, agua. Terminaré empleando sus propias palabras: “… el que tenga oídos que oiga”.

Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.

Juan del Carmelo

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