Vivimos instalados en la crisis. No se habla de otra cosa, hasta el punto de que hay una psicosis sobre ella que multiplica sus efectos, haciéndolos mayores. Además, el trasfondo de una posible guerra entre Israel e Irán sigue ahí, como un horizonte de pesadilla. Los vídeos y caricaturas contra Mahoma no hacen más que ahondar el malestar de los musulmanes y echar leña al fuego de los más violentos de sus miembros. Pero en medio de todo esto, solemos olvidar otras crisis, otras guerras, otras tragedias, con frecuencia mucho más cercanas. Me refiero a los divorcios, a las rupturas familiares.
Es un rayo de destrucción que no cesa. A pesar de que con ellos se fractura la economía familiar y se hace más difícil la vida, no sólo no se han frenado sino que han aumentado. En España fueron ciento diez mil en el último año. Y eso sin tener en cuenta los fracasos no contabilizables, los de las uniones de hecho. Detrás de cada una de esas rupturas hay un fracaso – nadie se casa para divorciarse - y hay mucho dolor. Cada divorcio ha llevado consigo antes muchos meses e incluso años de sufrimiento y, aunque en algún caso se pueda rehacer la vida, el trauma se olvida con dificultad y las heridas permanecen para siempre o al menos duran muchos años. Heridas que no sólo padecen los cónyuges, sino que también afectan a los hijos – a veces con consecuencias traumáticas muy duraderas - y los abuelos.
¿No se puede hacer nada para evitar esta plaga, esta destrucción del tejido más básico de la sociedad, la familia? Algunos en la Iglesia dicen que deberíamos aumentar los controles para evitar que se casaran los que no están preparados, olvidando no sólo el derecho del bautizado al sacramento sino que además en una sociedad como la nuestra lo único que se lograría es que se casaran civilmente. No, el problema no es sólo eclesial, es social. No sólo se divorcian los que se casan por la Iglesia; se divorcian todos.
Es urgente, por lo tanto, una política de protección de la familia y también una educación que ayude a los jóvenes a asumir compromisos duraderos y a aceptar la existencia de problemas como algo normal en la vida. La cultura del “usar y tirar”, que a todos afecta, es la que está destruyendo la familia. Hasta que no asumamos, de manera colectiva, que debemos convivir con las dificultades, no se encontrarán soluciones aceptables. Los divorcios deberían ser válidos sólo para casos extremos, en lugar de haberse convertido, como lo han hecho, en la solución que se escoge cuando algo va mal en la pareja. Para un católico, además, la fuente de la fuerza está en el encuentro personal con Cristo. Sin esto, se sucumbe ante la cultura del relativismo, de la huida, del egoísmo. La guerra del divorcio está desatada entre nosotros; hagamos algo para frenarla.
Santiago Martín
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