Acabamos de tener la visita de un joven sacerdote amigo nuestro que estaba de paso por Madrid tras una semana de lo más ajetreada y surrealista.
Sin comerlo ni beberlo se ha convertido en el involuntario protagonista de la “rebelión” que han emprendido los de su pueblo contra la decisión de su obispo de trasladarlo de pueblo tras sólo nueve meses en este destino.
Tan contentos están los vecinos con él que hasta se han puesto de acuerdo los de PP y PSOE para aprobar en pleno del ayuntamiento la petición formal al obispo de no cambiarlo de parroquia.
Así las cosas, la semana pasada, alertado de la inminente aparición en los medios de comunicación seculares de la morbosa noticia, decidió retirarse unos días para así no convertirse en carne de cañón sensacionalista de los aburridos medios de comunicación que en verano ya no saben qué noticia sacar.
Nosotros, un poco en broma, le decimos que nos encanta tener sacerdotes clandestinos en casa, aunque en este caso el motivo de la clandestinidad sea la simpática anécdota de los amores y adhesiones que ha despertado en un pueblo donde apenas acaba de aterrizar.
Esto me recuerda una ocasión en la que compartí techo en Michigan con un sacerdote de Togo - oficialmente República Togolesa - que estaba escondido a instancias de la diócesis en la casa del amigo que me acogía.
La historia era tremenda, pues había llegado a los Estados Unidos exiliado por haberse opuesto públicamente a los abusos del gobernante de turno, el cual había matado en represalia a dos hermanos suyos. La cosa no era para broma, y habían llegado a formalizar acusaciones falsas contra él, por lo que vivía escondido de periodistas y sicarios por una temporada.
El encuentro con él fue algo de lo que pude disfrutar unos días. Celebraba la misa cotidiana en su habitación, a la cual yo me pude sumar saboreando un poco ese sabor de Iglesia primitiva de las catacumbas que tenía la situación.
Era un sacerdote perseguido por el odio, lo cual es todo un contraste con este otro amigo sacerdote que más bien ha estado exiliado de su rectoría por el amor de los suyos, aunque en ambos casos el denominador común es que han hecho lo hay que hacer como sacerdotes, sin importarles las consecuencias.
Pensando en ambos, no puedo evitar reflexionar sobre el anatema que se lanza en Apocalipsis 3, 14-17: “Conozco tus obras; sé que no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras lo uno o lo otro! Por tanto, como no eres ni frío ni caliente, sino tibio, estoy por vomitarte de mi boca”
Ojalá los cristianos levantáramos más a menudo la pasión que estos dos sacerdotes han levantado, ya sea por amor o por rechazo (“El discípulo no es superior a su maestro, ni el siervo superior a su amo. Basta con que el discípulo sea como su maestro, y el siervo como su amo. Si al jefe de la casa lo han llamado Belcebú, ¡cuánto más a los de su familia!” Mt 10, 24-25)
Estamos demasiado acostumbrados a una iglesia aburrida que sobrevive de domingo a domingo en un rutinario letargo y que sólo es noticia por lo morboso cuando en realidad está constituida de historias fascinantes de personas que siguen a Cristo contra viento y marea.
Al contrario de lo que muchos podrían pensar, en lo ordinario de cada día hay excelentes ejemplos de auténticas epopeyas de amor a Dios y los hombres. Y no sólo de sacerdotes, religiosas y consagrados, también de laicos comprometidos y encendidos en el amor de Dios que hacen un mundo diferente en lo cotidiano.
Como decía Saint-Exupery en El Principito, lo esencial es invisible a los ojos, y probablemente muchas veces se nos escapa la grandeza de la vocación a la que hemos sido llamados, la de ser hijos de Dios, a fuerza de pura rutina eclesial en la que vivimos.
Pero no debemos olvidarlo, lo nuestro es una aventura y no es diferente la que puede experimentar un cura rural en cualquier pueblo de España, de la que acaba por vivir un sacerdote que se ha opuesto en nombre de la justicia evangélica al presidente de un país.
Ambos son parte de una historia de salvación que se encarna en la vida de los hombres, y eso es lo que tenemos que recordar que somos los cristianos en todo momento, por encima de vicisitudes, rutinas y coyunturas.
A veces nos querrán, como a Jesús en el domingo de Ramos, y otras nos echarán piedras… pero que nos quiten lo bailado y la aventura que es vivir en cristiano, léase contracorriente, en una sociedad que vive anestesiada por el tedio y el consumismo, mientras va a la caza de la noticia estival que les anime el verano.
Y así, como estamos en momento de vacaciones y de descansar reformulando sueños, yo me pongo a imaginar y pedirle a Dios una Iglesia un poco más emocionante y movidita, en la que cada día parezca una aventura nueva.
José Alberto Barrera
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